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la existencia de razas diferentes y su superioridad relativa se redefinió en nuevas teorías. La ciencia, o la falta de ella, legitimó el racismo en vez de aplastarlo. Toda pregunta real y razonable sobre la diferencia entre los seres humanos que se haya podido formular ha acabado en agua de borrajas por culpa del poder y del dinero.

      * * *

      Me abro camino a través de un espeso matorral de bambú y de repente me encuentro ante una intricada pagoda de madera.

      Al fondo del soleado Jardín para la Agricultura Tropical hay una casa tunecina cubierta de una gruesa capa de musgo verde. Si no conociera su historia, las edificaciones de este tranquilo laberinto me parecerían hermosas. Son como enormes y etéreas reliquias de otro mundo, de lugares extraños tal y como fueron imaginados por gentes de una época distinta. En ningún momento dejo de ser muy consciente de que cada una de estas casas fue una especie de hogar para personas reales como yo, a las que privaron de las vidas que vivían a miles de kilómetros de distancia para que entretuvieran a los visitantes que pagaban por verlos. Me lo recuerda una brillante cara roja, probablemente pintada por unos vándalos, que veo a través de la pequeña ventana rota de un castillo marroquí que se conserva en pie completo, con sus almenas y sus azulejos celestes. La veo, me pilla por sorpresa y me asusta.

      Por hermosas que fueran estas casas, nunca fueron hogares. Eran jaulas de oro.

      Resulta difícil imaginar cómo sería la vida en estos zoológicos humanos. Quienes vivían aquí no eran esclavos. Recibían un salario, como si fueran actores contratados, pero a cambio tenían que bailar, actuar y cubrir sus rutinas diarias a la vista de todo el mundo. Sus vidas eran un espectáculo en directo. Ante todo, eran objetos y humanos solo en segundo lugar. No se hizo gran cosa para que estuvieran confortablemente instalados en sus nuevos hogares temporales ni tampoco por aclimatarlos. Después de todo, se trataba de subrayar lo diferentes que eran, de imaginar que hasta en climas fríos andarían por ahí con la poca ropa que llevaban en lugares cálidos, de pensar que su conducta no cambiaría al margen de donde vivieran. Se hacía creer a los visitantes que las diferencias culturales estaban entreveradas en sus cuerpos como las rayas de una cebra. «Cada vez que se producía un nacimiento se montaba un nuevo espectáculo», me comenta Gilles Boëtsch, del Centro Nacional de Investigaciones Científicas. La gente hacía cola para ver a un bebé.

      La ciencia había creado una distancia entre quienes observaban y los observados, entre los colonizadores y los colonizados, entre los poderosos y los carentes de poder. Quienes veían así a gentes de tierras lejanas, extrañamente fuera de contexto como una mera referencia en un libro, trasplantados a pueblos falsos de París, tendían a creer que no somos todos iguales. Los visitantes que echaban un vistazo a las casas de los zoológicos humanos debían considerar a sus habitantes meras curiosidades, y no solo porque su aspecto y conducta fueran diferentes, sino porque otros, que no tenían su aspecto, controlaban sus vidas. Los que estaban fuera de las jaulas iban vestidos, eran civilizados y respetables, mientras que los que estaban dentro iban desnudos, eran semibárbaros y los habían subyugado.

      «Es más fácil tildar de inferiores por naturaleza a personas a las que ya se considera oprimidas», escriben las académicas norteamericanas Karen y Barbara Fields en su libro Racecraft, publicado en 2012. Explican que la inevitabilidad que se suele asociar a la rutina social la acaba convirtiendo en algo casi natural. No fue la idea de raza la que llevó a la gente a tratar a otros como si fueran subhumanos. Ya los trataban así antes de que entrara en juego la raza, pero cuando la invocaron, la subyugación redobló su intensidad.

      Cuando la ciencia empezó a buscar respuestas a la cuestión de la diferencia humana, el asunto adquirió una cualidad peculiar, porque la observación de los seres humanos los convirtió en bestias extrañas. Daba la impresión de que todo transcurría en medio de la mayor objetividad científica, pero al final el estándar de la belleza e inteligencia ideales siempre acababa siendo el del científico mismo. Sus propias razas estaban seguras en sus manos. El naturalista alemán Johann Blumenbach, por ejemplo, idealizó a la raza caucásica a la que pertenecía y describió a los etíopes como «patasarqueadas». Si las piernas eran diferentes nunca se planteaba la posibilidad de que los raros fueran los caucásicos. Se pensaba que las criaturas encerradas en los zoológicos humanos no habían podido alcanzar el ideal de perfección física y mental de los europeos blancos.

      La distancia creada por la ciencia al imponer la idea de que las jerarquías raciales eran cosa de la naturaleza generó un desequilibrio de poder y permitió tratar como a desiguales a las gentes que vivían en los zoológicos humanos. Sus vidas se volvieron muy precarias. Según Boëtsch, muchos murieron de neumonía o tubercu­­losis y la prensa se hizo eco del asunto. Siempre hubo protestas, también en el caso de Saartje Baartman, pero nada cambió.

      Tenemos otro ejemplo de aproximadamente la misma época que la Exposición de París. Me refiero a un pigmeo llamado Ota Benga, a quien habían llevado a los Estados Unidos para ser exhibido en la Feria Mundial de St. Louis. Acabó en la jaula de los monos del zoológico del Bronx, en Nueva York, y le quitaron los zapatos. Los visitantes lo adoraban. «Algunos le golpean amistosamente en las costillas, otros le hacen tropezar y todos se ríen con él», informaba el New York Times. Finalmente fue rescatado por unos sacerdotes africanos que le buscaron alojamiento en un orfanato. Diez años después, desesperado por no poder volver al Congo, pidió prestado un revólver y se disparó en el corazón.

      Aquí, de pie frente a las antiguas casas en ruinas rodeadas de hierbajos del zoológico humano de París, es fácil llegar a la conclusión de que quien se ocupaba de la idea científica de raza no lo hacía para llegar a entender las diferencias que existen entre nuestros cuerpos, sino para justificar que vivamos vidas muy diferentes. ¿Por qué si no? ¿Por qué tendría que importarnos algo tan superficial como el color de la piel o la morfología corporal? Lo que realmente interesaba a los científicos era por qué algunas personas esclavizaban a otras, por qué algunos humanos sabían mejorar su situación y otros siempre eran pobres o por qué algunas civilizaciones acababan prosperando y otras no. Imaginaban que analizaban la variedad humana de forma objetiva y buscaban en nuestros cuerpos respuestas a preguntas que iban mucho más allá de ellos. El racismo científico siempre ha estado en la intersección entre la ciencia y la política, siempre se ha hecho presente allí donde confluyen la ciencia y economía. La raza no era solo una herramienta para clasificar la diferencia física. Era una forma de medir el progreso humano y de juzgar las capacidades y los derechos de los demás.

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