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No es menos cierto que Franco buscó en cada momento las alianzas políticas que más convenían a sus intereses y eso supuso cambios importantes. Por otro lado, la España de la alpargata tenía pocos elementos en común con la del Seiscientos, como señalara Juan Eslava Galán en el título de una de sus obras dedicadas a este periodo.

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      España se queda sin cartillas

      En cuanto al segundo de esos fenómenos, recordemos que, una vez finalizada la Guerra Civil, la meteorología de los años cuarenta fue, en líneas generales, negativa, algo particularmente grave para un país cuya economía tenía un importante déficit de industrialización y seguía siendo esencialmente agrícola. Se padecieron importantes sequías, pertinaces en el lenguaje del Régimen, que alcanzaron su punto más grave en los años 1944 y 1945. Los niveles de producción que había antes de la guerra no se recuperaron hasta los años cincuenta y, en paralelo, las cifras del Producto Interior Bruto anteriores a la contienda no se igualaron hasta el año 1953. Son datos que nos dan una idea de la intensidad de la catástrofe.

      El tercero de los factores que incidió de manera directa en el hambre de los españoles fue el aislamiento internacional a que se vio sometida la dictadura franquista una vez concluida la Segunda Guerra Mundial. Las consecuencias fueron la carencia tanto de alimentos como de bienes de consumo y de equipamiento industrial, algo que obligó al Régimen a plantear como uno de sus objetivos económicos la autarquía económica, prácticamente una de las pocas respuestas que podía dar ante aquella situación.

      El hambre que padeció una buena parte de los españoles —no fueron pocos los que murieron como consecuencia de las graves privaciones— se prolongó durante más de una década. Por señalar solo un ejemplo, la provincia de Córdoba, cuya extensa campiña estaba dedicada al cultivo de cereales, tuvo en 1945 una cosecha de trigo que apenas llegó al 30 por ciento de la que se consideraba normal; ese año la tasa de mortalidad se incrementó en casi un 50 por ciento con respecto a los índices de los años inmediatamente anteriores.

      El remedio frente al hambre vino a través del racionamiento de ciertos productos y el control para su adquisición, al menos oficialmente, con una cartilla expedida por la autoridad gubernativa, que se implantó por primera vez durante el gobierno de Largo Caballero —eufemísticamente denominado Gobierno de la Victoria—, mediante un decreto promulgado en marzo de 1937. Se establecía «en todos los Municipios de la España leal la tarjeta de racionamiento familiar». Así pues, en la menguante parte de España que estaba bajo el control de la República, el racionamiento fue una realidad desde dos años antes de que finalizase la contienda. Sin embargo, la imagen del racionamiento está asociada a la posguerra y a una decisión de las autoridades franquistas, algo que, ciertamente, responde a la realidad, pero que no debe hacer olvidar el precedente republicano.

      El origen del que podemos denominar «racionamiento franquista» hay que buscarlo en una orden ministerial de 14 de mayo de 1939, cuando, para hacer frente a la situación de desabastecimiento que sufría el país, se establecieron cartillas, siguiendo el mencionado modelo implantado dos años antes en la zona republicana. La diferencia fundamental era que ahora la medida afectaba a toda España. Durante la década de los cuarenta estos documentos fueron obligatorios para poder adquirir ciertos productos, principalmente los que componían la base de la alimentación de los españoles de entonces, cuyo referente era el pan, con un carácter casi sacralizado: si por alguna circunstancia un trozo de pan caía al suelo se recogía inmediatamente y se besaba con unción para, acto seguido, comerlo sin la menor vacilación.

      El Gobierno estableció unas raciones en función de la edad, el sexo e incluso el tipo de trabajo que se ejerciera. En cualquiera de los casos las cantidades asignadas resultaban insuficientes para cubrir las necesidades alimentarias. Había dos tipos de cartillas. Una permitía comprar carne —todo un lujo— y la otra, el resto de productos que quedaban racionados y que no siempre se hallaban en las tiendas dispensadoras. Las cartillas eran una consecuencia de la escasez, y ello hizo que en el recuerdo de los españoles quedaran como sinónimo de hambre y mala calidad, pues tal era la de los productos que con ellas podían adquirirse.

      En un primer momento, las cartillas tuvieron un carácter colectivo; se extendían a nombre del cabeza de familia y las cantidades asignadas estaban en función del número de miembros de la unidad, del sexo y de las edades de los mismos. En 1943 estas cartillas familiares se sustituyeron por otras individuales. Oficialmente se indicó que con el cambio se buscaba combatir los fraudes y el contrabando de alimentos, pero la razón fundamental de la sustitución era la pretensión de ejercer un mayor control de la población. Por esas fechas el número de personas que tenía su correspondiente cartilla —la práctica totalidad de los españoles— se acercaba a los veintisiete millones.

      Como hemos apuntado más arriba, las cantidades establecidas diferían de acuerdo a determinados criterios. Una mujer recibía el 80 por ciento de lo que se asignaba a un hombre, y lo que se estipulaba para los varones variaba a su vez en función de la clase de trabajo que desempeñaran. Estaban primadas determinadas actividades por la particular necesidad de esfuerzo físico. Las personas mayores de sesenta años —en la década de los cuarenta esa edad suponía una avanzada vejez— tenía fijadas cantidades inferiores, las mismas que las mujeres. A los niños se destinaba el 60 por ciento de lo que correspondía a un varón adulto. En cualquier caso, las raciones nunca alcanzaban el mínimo requerido para una adecuada alimentación, a lo que se añadía la escasa calidad de los productos objeto de racionamiento. Para hacerse con ellos había que entregar los cupones correspondientes en las tiendas señaladas a tal efecto, irregularmente abastecidas, lo que implicaba la necesidad de esperar largas colas.

      Nos hemos referido a que el alimento básico para los españoles de la época era el pan, pero el pan de calidad, elaborado con harina de trigo —conocido en la época como pan blanco—, nada tenía que ver con el que se podía comprar con las cartillas de racionamiento. Se llegó a amasar pan de cebada, se elaboró con harina de algarroba y con harina de alverjones, cuya ingesta podía provocar importantes trastornos e incluso la muerte. El pan blanco se convirtió en un artículo de lujo que no estaba al alcance de la mayoría de los bolsillos. También resultaban muy difíciles de adquirir productos como el azúcar o el café, que dependían, sobre todo el segundo, de unas importaciones que ahora se encontraban cerradas, si bien el contrabando funcionó regularmente y tuvo la notable importancia que suele cobrar en situaciones de restricción.

      Los alimentos de calidad, como el chocolate o la mantequilla, altamente valorados, fueron objeto de un activo mercado negro, principalmente en las capitales, donde había más

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