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con alguna imagen que se tallaba expresamente para la ocasión o con una cruz a cuyo pie rezaba una leyenda alusiva a las misiones de un determinado año. Se compusieron canciones sobre la actividad pastoral de estos propagadores de la fe, a quienes se dedicaba una especial despedida.

      Se consideraba de buena nota pertenecer a una o varias cofradías y hacer el camino procesional acompañando a la imagen. Era frecuente la asistencia de las autoridades civiles y que algunos pasos fueran escoltados por miembros de la Guardia Civil. Particular solemnidad revestía la procesión del Corpus Christi, que, según una larga tradición, en caso de salir por la tarde, había de recogerse antes de la puesta de sol para evitar los peligros que suponía el concurso de gentes de ambos sexos después de haber anochecido. Acompañaban al Santísimo Sacramento —la costumbre se sigue manteniendo en muchos lugares— los niños que habían hecho aquel año la primera comunión. Las calles por donde había de pasar el recorrido procesional se engalanaban de forma especial. Los balcones se cubrían con colgaduras —muchas de ellas eran la bandera de España—, se colocaban guirnaldas y se alfombraba el suelo con ramos de gayomba que florecía en los campos por aquellas fechas. Se entonaban cánticos religiosos durante el recorrido y en algunos puntos del mismo se levantaban pequeños altares.

      Esa intensificación de la religiosidad no era obstáculo para que se dieran situaciones llamativas. Se cuenta que, durante el recorrido de una procesión en un pueblo de la costa granadina, se produjo un altercado. La imagen objeto de veneración era la de una Virgen dolorosa. Precediendo al trono marchaba una representación del clero de la localidad y, por detrás, acompañaban a la imagen las autoridades civiles y militares del pueblo; la comitiva iba escoltada por números de la Guardia Civil, en una simbiosis perfecta entre representantes del poder temporal y el espiritual. En un punto del recorrido un individuo gritó con fuerte voz —la noticia no aclara si el susodicho se encontraba en estado de ebriedad—:

       Madre de los Dolores,

       que mal acompañada vas.

       Si granujas son los de delante,

       peores son los de detrás.

      El escándalo fue monumental y el espontáneo poeta fue a dar con sus huesos a una celda del cuartelillo. La notica no concretaba si el castigo fue a más o solo quedó en el mencionado encierro.

      El nuevo concordato ampliaba los privilegios de la Iglesia española. Mantenía, al quedar establecida la confesionalidad del Estado, una importante dotación económica para el sostenimiento del clero secular y otorgaba a la institución una serie de privilegios fiscales tanto para los bienes de titularidad eclesiástica como para las actividades del clero. Permitía, igualmente, el control de aspectos fundamentales de la enseñanza —incluido el derecho a fundar universidades—, que había de adecuarse a los fundamentos religiosos sostenidos por Roma. El monopolio de la enseñanza de la religión católica en los centros públicos solo quedaba roto por la posibilidad de no asistir a las clases de religión para aquellos niños que pertenecieran a otra confesión religiosa. No se reconocía la existencia del agnosticismo y menos aún del ateísmo. Permitía la censura eclesiástica sobre los libros, las películas o las canciones…

      El culto católico monopolizaba las celebraciones, con una sola excepción. Habida cuenta de que el concordato se firmaba en 1953, y en esa fecha España mantenía el control del Protectorado sobre una parte de Marruecos, sobre el enclave de Ifni y sobre el territorio de Sáhara, al que se daba el nombre de Río de Oro, en esos territorios se toleraba el islam.

      La Iglesia tenía competencias exclusivas sobre las causas matrimoniales, al ser obligatorio el matrimonio canónico. Algo que lo convertía en indisoluble. Se ponía fin así a la existencia del divorcio, que había estado vigente durante la Segunda República y durante la Guerra Civil en la zona republicana. La imposibilidad de divorciarse no era obstáculo para que las parejas se separasen, pero el vínculo matrimonial no se disolvía. La separación estaba mal vista y eran contadas las que estaban dispuestas a afrontar el rechazo social que una decisión como aquella implicaba. Solo el llamado Tribunal de la Rota podía deshacer el vínculo del matrimonio, cuando la autoridad eclesiástica consideraba que se había recibido el sacramento faltando a alguno de los elementos esenciales para recibirlo. La obligatoriedad del matrimonio canónico hacía que el Libro de Familia se entregara a los contrayentes en el mismo templo donde se habían celebrado los esponsales. El documento era requerido en hoteles, hostales y pensiones cuando una pareja viajaba para poder compartir habitación. Era la forma de acreditar que estaban convenientemente casados y que cohabitar en un mismo dormitorio no suponía un atentado contra la moral. Esa situación se mantuvo en vigor hasta casi los momentos finales de la dictadura.

      Técnicamente, el concordato de 1953 continúa vigente, pues no se ha derogado ni ha sido revocado y tampoco se ha firmado uno nuevo entre la Santa Sede y el Gobierno de España. No obstante, el contenido del mismo está sustancialmente modificado en algunos aspectos por lo acordado entre el Vaticano y España en los años 1976 y 1979. La Constitución española señala que el Estado es aconfesional, lo que viene a modificar sustancialmente el artículo primero del concordato vigente.

      El nacionalcatolicismo, como una de las piedras angulares del Régimen, funcionó hasta bien entrados los años sesenta. Las cosas comenzaron a cambiar con la subida al pontificado de Pablo VI (1963) y la conclusión, el 8 de diciembre —coincidiendo con la festividad de la Purísima Concepción— de 1965, del Concilio Vaticano II. La Iglesia que salía de este concilio tenía muy poco que ver con la que había firmado el concordato de 1953 y, por otra parte, la España lanzada al desarrollismo de esos años había variado sustancialmente en lo referente a la moral y las costumbres.

      La realidad religiosa de España a partir de ese momento se hizo mucho más compleja. Las directrices que emanaban del concilio significaban un cambio de postura de la Iglesia, lo que afectaba a sus relaciones con el régimen de Franco, pero ese planteamiento no fue aceptado por la totalidad del clero, y parte de la jerarquía eclesiástica manifestó sus reticencias para adaptarse a la nueva situación. Sin embargo, otra parte sí asumió las nuevas consignas del concilio. Para muchos fieles los cambios que impulsaban las nuevas circunstancias estaban en relación con el final de las misas en latín, que había sido la lengua en que se celebraban hasta entonces y que dejaba a la inmensa mayoría de los asistentes completamente al margen de lo que en ellas se escuchaba. A partir de entonces, la misa se diría en las lenguas vernáculas. El latín desapareció también de los demás rituales, por ejemplo, de las letanías —pequeñas súplicas dirigidas a la Virgen o a los santos— que acompañaban el rezo del rosario y que pasaron también a expresarse en idioma vernáculo; el ora pro nobis fue sustituido por el «ruega por nosotros». Otro cambio que influyó en las costumbres y afectó a la vida cotidiana fue la posibilidad de que las misas que se celebraban el sábado por la tarde, bajo ciertas condiciones, se consideraban válidas para cumplir con el precepto eclesiástico de oír misa entera los domingos y fiestas de guardar.

      La nueva situación hizo que a finales de los sesenta y, sobre todo, en la década de los setenta muchas parroquias se convirtieran en centro de reuniones consideradas clandestinas, porque los asuntos que en ellas se trataban se entendía que estaban fuera de la legalidad establecida por el Régimen.

      Las pastorales de algunos obispos desencadenaron graves crisis, como la que llevó al Gobierno a disponer la expulsión del de Bilbao, Antonio Añoveros, que, tras hacer pública una homilía en la cuaresma de 1974 en la que señalaba la identidad propia de los vascos, fue puesto en arresto domiciliario por orden del entonces presidente del Gobierno, Arias Navarro. Incluso se dispuso lo necesario para que fuera expulsado de España. La conferencia episcopal, presidida por el cardenal Tarancón, amenazó con excomulgar al Gobierno, que al final transigió y aceptó que Añoveros permaneciera en su sede episcopal. Pero este episodio señala hasta qué punto estaban tensionadas las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Por muchos lugares aparecieron pintadas con el mensaje «Tarancón al paredón». La homilía del obispo Añoveros se había hecho pública a los pocos meses de que Carrero Blanco fuera asesinado por ETA; desde finales de los años sesenta la organización terrorista había iniciado su larga historia de asesinatos, lo que llevó al Régimen a decretar

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