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este orden particular hay dos fuerzas psíquicas, una de las cuales se basa en la importancia del suceso para querer recordarlo, mientras que la otra -una resistencia- se opone a tal propósito. Estas dos fuerzas opuestas no se destruyen, ni llega tampoco a suceder que uno de los motivos venza al otro -con pérdidas por su parte o sin ellas-, sino que se origina un efecto de transacción, análogamente a la producción de una resultante en el paralelogramo de las fuerzas. La transacción consiste aquí en que la imagen mnémica no es suministrada por el suceso de referencia -en este punto vence la resistencia-, pero sí, en cambio, por un elemento psíquico íntimamente enlazado a él por asociación, circunstancia en la que se muestra de nuevo el poderío del primer principio, que tiende a fijar las impresiones importantes por medio de la producción de imágenes mnémicas reproducibles. Así, pues, el conflicto se resuelve constituyéndose en lugar de la imagen mnémica, originalmente justificada, una distinta, producto de un desplazamiento asociativo. Pero como los elementos importantes de la impresión son precisamente los que han despertado la resistencia, no pueden entrar a formar parte del recuerdo sustitutivo, el cual presentará así un aspecto nimio, resultándonos incomprensible, porque quisiéramos atribuir su conservación en la memoria a su propio contenido, debiendo atribuirla realmente a la relación de dicho contenido con otro distinto, rechazado.

      Entre los muchos casos posibles de sustitución de un contenido psíquico por otro, comprobables en diversas constelaciones psicológicas, este que se desarrolla en los recuerdos infantiles, y que consiste en la sustitución de los elementos importantes de un suceso por los más insignificantes del mismo, es uno de los más sencillos. Constituye un desplazamiento por contigüidad asociativa, o, atendiendo a la totalidad del proceso, en una represión, seguida de una sustitución por algo contiguo (local y temporalmente). Ya en otro lugar tuvimos ocasión de exponer un caso muy análogo de sustitución; descubierto en el análisis de una paranoia. Tratábase entonces de una paciente que oía en sus alucinaciones voces que le recitaban pasajes enteros de la Heiterethei, de O. Ludwing, elegidos precisamente entre los más diferentes y menos susceptibles de una relación con sus propias circunstancias. El análisis demostró haber sido otros distintos pasajes de la misma obra los que habían despertado en la paciente sentimientos muy penosos. El afecto penoso motivaba la repulsa de tales pasajes, mas por otro lado no era posible reprimir los motivos que imponían la continuación de estos pensamientos, y de este modo surgió la transacción, consistente en emerger en la memoria con intensidad y claridad patológicas los pasajes indiferentes. El proceso aquí descubierto -conflicto, represión y sustitución transaccional- retorna en todos los síntomas psiconeuróticos, dándonos la clave de la formación de los mismos. No carece, pues, de importancia su descubrimiento también en la vida psíquica de los individuos normales. El hecho de recaer para el hombre normal precisamente sobre los recuerdos infantiles constituye una prueba más de la íntima relación entre la vida anímica del niño y el material psíquico de la neurosis; relación tan repetidamente acentuada por nosotros.

      Los importantísimos procesos de la defensa normal y patológica y los desplazamientos a los cuales conducen no han sido todavía estudiados, que yo sepa, por los psicólogos, no habiéndose determinado aún los estratos de la actividad psíquica en los que se desarrollan ni las condiciones bajo las cuales se desenvuelven. La causa de esta omisión es, quizá, que nuestra vida psíquica, en cuanto es objeto de nuestra percepción interna consciente, no deja transparentar indicio algunos de estos procesos, sea en aquellos casos que calificamos de «errores mentales», sea en ciertas operaciones tendentes a un efecto cómico. La afirmación de que una intensidad psíquica puede desplazarse desde una representación, la cual queda despojada de ella, a otra distinta, que toma entonces a su cargo el papel psicológico que venía desempeñando la primera, nos resulta tan extraña como ciertos rasgos de la mitología griega; por ejemplo, cuando los dioses conceden a un hombre el don de la belleza, transfigurándole y como revistiéndole con una nueva envoltura corporal.

      Mis investigaciones sobre los recuerdos infantiles indiferentes me han enseñado también que su génesis puede seguir aún otros caminos, y que su aparente inocencia suele encubrir sentidos insospechados. No quiero limitarme en este punto a una mera afirmación, sino que he de exponer ampliamente el más instructivo de los ejemplos por mí reunidos, que inspirará además una mayor confianza por corresponder a un sujeto nada o muy poco neurótico.

      Trátase de un hombre de treinta y ocho años, y de formación universitaria, que, a pesar de ejercer una profesión completamente ajena a nuestra disciplina, se interesa por las cuestiones psicológicas desde que conseguimos curarle de una pequeña fobia, con ayuda del psicoanálisis. Habiendo leído la investigación de C. y V. Henri, me comunicó la siguiente exposición de sus recuerdos infantiles, que ya habían desempeñado cierto papel en el análisis:

      «Conservo numerosos recuerdos infantiles muy tempranos, cuyas fechas puedo indicar con gran seguridad, pues al cumplir los tres años abandonamos el lugar de mi nacimiento para establecernos en una ciudad. Los recuerdos a que me refiero se desarrollan todos en mi lugar natal, y corresponden, por tanto, al segundo y tercer año de mi vida. Son en su mayoría escenas muy breves, pero claramente retenidas con todos los detalles de la percepción sensorial, contrastando así con los recuerdos de épocas posteriores, carentes en mí de todo elemento visual. A partir de mis tres años se hacen mis recuerdos más raros e imprecisos, mostrando lagunas que comprenden a veces más de un año. Sólo desde los seis o los siete años comienzan a adquirir continuidad. Los recuerdos correspondientes a la época anterior a nuestro cambio de residencia pueden dividirse en tres grupos. Incluyo en el primero aquellas escenas que mis padres me han referido posteriormente, y de cuya imagen mnémica no puedo decir si existía en mí desde un principio o se constituyó luego de tales relatos. Observaré, de todos modos, que existen también otros sucesos, cuyo relato me ha sido hecho repetidas veces por mis padres y a los cuales no corresponde, sin embargo, en mí imagen mnémica ninguna. El segundo grupo tiene, a mi juicio, más valor. Las escenas que lo constituyen no me han sido -que yo sepa- relatadas, y para muchas de ellas no cabe tal posibilidad, puesto que no he vuelto a ver a las personas que en ellas actuaron. Del tercer grupo me ocuparé más tarde. Por lo que respecta al contenido de estas escenas, y consiguientemente al motivo de su conservación en la memoria, no carezco de cierta orientación. No puedo de todos modos afirmar que los recuerdos conservados correspondan a los acontecimientos más importantes de aquella época o a los que hoy juzgaría tales. Del nacimiento de una hermana mía, dos años y medio menor que yo, no tengo la menor idea; nuestra partida de mi ciudad natal, mi primer conocimiento del ferrocarril y el largo viaje en coche hasta la estación no han dejado huella alguna en mi memoria. En cambio, retuve dos detalles nimios del viaje en ferrocarril, de los cuales ya tuvimos ocasión de hablar en el análisis de mi fobia. Una herida en la cara, que provocó una abundante hemorragia e hizo precisos varios puntos de sutura, hubiera debido causarme máxima impresión. Todavía hoy puede advertirse en mi rostro la cicatriz correspondiente, pero no conservo recuerdo alguno que se refiera directa o indirectamente a este suceso. Quizá acaeciese antes de cumplir yo lo dos años.

      »Las imágenes y escenas de estos dos grupos no me causan extrañeza. Son ciertamente recuerdos aplazados, en la mayoría de los cuales ha quedado excluido lo esencial. Pero en algunos, tales elementos importantes se hallan por lo menos indicados, y otros me resultan fáciles de completar con el auxilio de ciertos indicios, logrando así enlazar los distintos fragmentos mnémicos, y mostrándoseme claramente el interés infantil que recomendó a la memoria tales escenas. Muy otra cosa sucede con el contenido del tercer grupo. Trátase aquí de un material -una escena de alguna extensión y varias pequeñas imágenes- del que yo no sé qué pensar. La escena me parece indiferente e incomprensible su fijación. Permítame usted que se la describa: Veo una pradera cuadrangular, algo pendiente, verde y muy densa. Entre la hierba resaltan muchas flores amarillas, de la especie llamada vulgarmente «diente de león». En lo alto de la pradera, una casa campestre, a la puerta de la cual conversan apaciblemente dos mujeres: una campesina, con su pañuelo a la cabeza, y una niñera. En la pradera juegan tres niños: yo mismo, representando dos o tres años; un primo mío, un año mayor que yo, y su hermana, casi de mi misma edad. Cogemos las flores amarillas, y tenemos ya un ramito cada uno. El más bonito es el de la niña; pero mi primo y yo nos arrojamos sobre ella y se lo arrebatamos. La chiquilla echa a correr, llorando, pradera arriba, y al llegar a la casita, la campesina le

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