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encontrado matrimonios que comenzaron a ponerlas en práctica después del nacimiento de su primer hijo, y otros que las observaron ya la noche de bodas. El problema del malthusianismo es muy amplio y harto complicado para que podamos discutirlo aquí con el detenimiento que requería la terapia de las neurosis. Habremos, pues de limitarnos a indicar cuál es la mejor actividad que pueden adoptar ante él aquellos médicos que reconozcan la etiología sexual de la neurosis.

      Lo más equivocado sería, desde luego, no tenerlo en cuenta, cualquiera que fuera la razón alegada. Lo que es necesario no puede estar por bajo de mi dignidad médica, e indudablemente es necesario auxiliar con el consejo médico a un matrimonio que se propone limitar el número de hijos, si no se quiere exponer a uno de los cónyuges o a ambos a la neurosis. Es indiscutible que las prevenciones malthusianas puedan llegar a ser alguna vez de absoluta necesidad en un matrimonio, y teóricamente constituiría uno de los mayores triunfos de la Humanidad y una de las más importantes liberaciones de la coerción natural, a la que nuestra especie se halla sometida conseguir elevar el acto de la concepción, que tanta responsabilidad entraña, a la categoría de acto voluntario e intencionado, desligándolo de su amalgama con la precisa satisfacción de una necesidad natural.

      El médico prudente tomará, pues, a su cargo decidir en qué circunstancias está justificado el empleo de medios preventivos de la concepción, y habrá de explicar cuáles de estos medios son perjudiciales y cuáles inofensivos. Perjudicial es todo lo que se oponga al logro de la satisfacción sexual. Mas, por ahora, no poseemos medio alguno preventivo de la concepción que satisfaga todas las condiciones justificadamente exigidas; esto es que siendo cómodo y seguro, no disminuya la sensación de placer del coito ni ofenda la sensibilidad de la mujer. Se plantea aquí a los médicos una labor práctica, cuya solución compensaría sus esfuerzos. Aquel que llenase esta laguna de nuestra técnica médica habría logrado conservar a infinitos seres humanos la salud y el goce de la vida, si bien iniciando al mismo tiempo una decisiva transformación de nuestras circunstancias sociales.

      No terminan aquí las sugestiones emanadas del reconocimiento de la etiología sexual de las neurosis. El resultado principal que se nos hace posible alcanzar en favor de los neurasténicos tiene un carácter profiláctico. Si la masturbación es la causa de la neurastenia en la juventud, y adquiere luego también, por la consiguiente disminución de la potencia, una importancia etiológica con respecto a la neurosis de angustia, su evitación habrá de constituir una labor a la que deberá prestarse mayor atención que hasta hoy. Teniendo en cuenta los perjuicios generales, más o menos visibles, causados por la neurastenia, cada vez más difundida, según los tratadistas, habremos de reconocer un interés social en que los hombres conserven intacta su potencia al iniciar las relaciones sexuales. Pero en las cuestiones profilácticas es casi impotente el esfuerzo individual. La colectividad ha de tomar interés en ellas y dar su aquiescencia a la adopción de medidas generales. Por ahora nos hallamos muy lejos de toda posibilidad de tal auxilio, y en este sentido sí puede hacerse responsable a nuestra civilización de la difusión de la neurastenia. Antes de lograr el apoyo de la colectividad para esta labor profiláctica tendrán que variar mucho las cosas. Habrá de romperse la resistencia de toda una generación de médicos que no quieren recordar su propia juventud; habrá de vencerse el orgullo de los padres, que no quieren descender ante sus hijos al nivel de la Humanidad, y habrá de combatirse el incomprensivo pudor de las madres, que consideran hoy como una fatalidad inescrutable, pero inmerecida, el que «precisamente sus hijos hayan enfermado de los nervios». Pero ante todo ha de hacerse lugar en la opinión pública a la discusión de los problemas de la vida sexual; ha de poderse hablar de ellos sin ser acusados de perturbar la tranquilidad pública o de especular con los más bajos instintos. Todo esto plantea ya trabajo para un siglo entero, durante el cual aprendería nuestra civilización a tolerar las aspiraciones de nuestra sexualidad.

      El valor de una exacta diferenciación diagnóstica de las psiconeurosis y la neurastenia reposa también en el hecho de que las primeras reclaman una distinta orientación práctica y medidas terapéuticas especiales. Las psiconeurosis surgen en dos diferentes condiciones: bien independientemente, bien acompañando a las neurosis actuales (neurastenia y neurosis de angustia). En este último caso nos hallamos ante un nuevo tipo, muy frecuente, de neurosis mixtas. La etiología de la neurosis se convierte en etiología auxiliar de la psiconeurosis, resultando un cuadro patológico en el que predomina quizá la neurosis de angustia, pero que contiene además rasgos de neurastenia propiamente dicha, histeria y neurosis obsesiva. Ante tal mezcla no es conveniente renunciar a una separación de los distintos cuadros patológicos neuróticos, siendo fácil explicarse el caso en la forma siguiente: El desarrollo predominante de la neurosis de angustia demuestra que la enfermedad ha surgido bajo la influencia etiológica de un daño sexual actual. Ahora bien: el sujeto se hallaba además predispuesto a una o varias psiconeurosis por una etiología especial, y hubiera enfermado alguna vez de psiconeurosis, bien espontáneamente, bien al sobrevenir algún factor debilitante. Así, pues, la etiología auxiliar que aún faltaba para la emergencia de la psiconeurosis ha sido agregada por la etiología actual de la neurosis de angustia.

      Para tales casos se ha impuesto justificadamente como práctica terapéutica la de prescindir de los componentes psiconeuróticos del cuadro patológico y tratar tan sólo la neurosis actual. En muchos de ellos se consigue dominar también la neurosis adjunta combatiendo adecuadamente la neurastenia. En cambio, aquellos otros casos de psiconeurosis que surgen espontáneamente o permanecen como restos independientes después del curso de una enfermedad mixta de neurastenia y psiconeurosis, han de ser enjuiciados de un modo muy distinto. Al hablar de una emergencia «espontánea» de una psiconeurosis, no quiero decir que en la investigación anamnésica correspondiente echemos de menos todo factor etiológico. Así puede, en efecto, suceder; pero puede también señalársele un factor indiferente; por ejemplo, una emoción, la debilidad consiguiente a una enfermedad orgánica, etc. Pero ha de tenerse en cuenta en todos los casos que la verdadera etiología de las psiconeurosis no reside en estos meros agentes provocadores, siendo inaprehensible por el procedimiento anamnésico habitual.

      A esta brecha que se ha intentado cerrar con la hipótesis de una disposición neuropática especial, se debe que la terapia de tales estados patológicos no presentara hasta ahora grandes probabilidades de éxito. La disposición neuropática misma era interpretada como un signo de degeneración general, esgrimiéndose así de continuo esta última palabra contra los pobres enfermos, a quienes el médico no sabía ayudar. La disposición neuropática existe, desde luego, pero hemos de negar terminantemente que baste para generar la psiconeurosis. Tampoco es cierto que la coincidencia de la disposición neuropática con causas provocadoras, sobrevenidas en la vida ulterior, constituye una etiología suficiente de las psiconeurosis. Se ha ido demasiado lejos en la atribución de los destinos patológicos del individuo a la vida de sus ascendientes, olvidando en ello que entre la concepción y la madurez del sujeto se extiende un largo e importante período: la niñez, en el cual pueden ser adquiridos los gérmenes de la enfermedad ulterior. Así sucede, efectivamente, en la psiconeurosis. Su verdadera etiología se halla en sucesos acaecidos en la infancia del individuo, y precisa y exclusivamente en impresiones relativas a la vida sexual. Es un error desatender por completo, como se viene haciendo, la vida sexual de los niños, capaces, según mi repetida y constante experiencia, de todas las funciones sexuales psíquicas y de muchas somáticas. Así como los genitales exteriores y las dos glándulas seminales no constituyen todo el aparato sexual del hombre, tampoco su vida sexual comienza sólo con la pubertad, como una observación superficial pudiera fingirnos. Es, en cambio, exacto que la organización y el desarrollo de la especie humana tienden a evitar una amplia actividad sexual durante la infancia. Parece como si las fuerzas instintivas sexuales del hombre hubieran de ir almacenándose para actuar luego, al desencadenarse en la pubertad, al servicio de grandes fines culturales (Wilh, Fliess). Esta circunstancia nos explica, quizá, por qué las experiencias sexuales de la infancia han de tener un efecto patógeno. Pero la acción que tales experiencias desarrollan en la época de su acaecimiento es insignificante, siendo mucho más intensa su acción ulterior, que puede iniciarse en épocas más tardías de la vida individual. Esta acción ulterior parte luego de las huellas psíquicas dejadas por los sucesos sexuales infantiles. En el intervalo entre tales impresiones y su reproducción (o más bien la intensificación de los impulsos libidinosos de ellas emanados),

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