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qué haríais con ellos?”. “Comérnoslos”, dijo secamente, y apoyando el codo sobre la barandilla dirigió su mirada hacia la niebla en una actitud solemne y profundamente pensativa. Yo, indudablemente, me habría quedado totalmente horrorizado de no haber pensado que tanto él como sus muchachos debían estar muy hambrientos, que su hambre debía de haber ido en aumento durante todo el último mes, por lo menos. Se les había contratado por seis meses (no creo que ninguno de ellos tuviera una idea clara del tiempo, como la tenemos nosotros, después de innumerables siglos. Ellos pertenecían todavía a los comienzos del tiempo; no habían heredado una experiencia que les enseñara, por decirlo de alguna forma). Y, por supuesto, mientras hubiera un trozo de papel escrito río abajo de acuerdo con una u otra clase de ley absurda, a nadie se le pasaba por la imaginación preocuparse de cómo vivían. Bien es verdad que ellos habían traído consigo un poco de carne de hipopótamo podrida, que de todas formas no podría haberles durado mucho, aunque los peregrinos no hubieran tirado por la borda buena parte de ella en medio de una lamentable algarabía. Parecía una forma de proceder despótica, pero en realidad se trataba de un caso de legítima defensa. No se puede estar oliendo a hipopótamo muerto al despertar, mientras se duerme, mientras se come, sin perder el precario apego a la existencia. Además de eso, ellos les habían venido dando cada semana tres trozos de alambre de latón, de unas nueve pulgadas de longitud cada uno, y se suponía que tenían que comprar sus provisiones con esa moneda en los poblados de la ribera. Os podéis imaginar cómo funcionaba aquello. O bien no había tales poblados, o la gente les era hostil, o el director, que como el resto de nosotros se alimentaba de conservas y, ocasionalmente, de algún cabrito de propina, no quería detener el vapor por una razón más o menos recóndita. De modo que, a menos que ellos se tragaran el alambre mismo o fabricaran lazos con ellos para atrapar a los peces, no veo de qué les podía servir ese extravagante salario. Debo decir que se les pagaba con una regularidad digna de una compañía mercantil grande y honorable. Por lo demás, la única cosa de comer (aunque no tenía el menor aspecto de ser comestible) que vi en su poder eran unos cuantos trozos de una sustancia parecida a una pasta medio cocida, de un color de lavanda sucia, que conservaban envueltos en hojas, y de los que de vez en cuando engullían un trozo, tan pequeño que parecía haber sido hecho más por la apariencia del objeto que con intención seria de sustento. Cuando ahora pienso en ello, me asombra por qué, en nombre de todos los atormentantes demonios del hambre, no nos atacaron (eran treinta contra cinco) y se dieron un buen atracón, aunque sólo fuera por una vez. Eran hombres corpulentos y vigorosos, sin demasiada capacidad de sopesar las consecuencias, con valor, con fuerza, incluso entonces, aunque su piel había dejado de ser lustrosa y sus músculos habían perdido su dureza. Y yo vi que alguna inhibición, alguno de esos secretos humanos que desafían la probabilidad, había entrado en juego allí. Yo les miré con un repentino aumento de interés, no porque pensara que podía ser devorado por ellos sin que pasara mucho tiempo, aunque confieso que sólo entonces me di cuenta (bajo una nueva luz, por así decirlo) del aspecto tan poco saludable que tenían los peregrinos, y tuve la esperanza, sí, la tuve realmente, de que mi aspecto no fuera tan, ¿cómo decirlo?, tan poco apetitoso: un toque de fantástica vanidad que encajaba muy bien con el estado onírico que impregnaba todos mis días en aquella época. Quizá tuviera además algo de fiebre. Uno no puede vivir con el dedo eternamente sobre el pulso de la muñeca. Yo tenía a menudo “algo de fiebre” o alguna que otra ligera afección: los juguetones zarpazos de la selva, la insignificancia que precede al ataque más serio que sobrevino a su debido tiempo. Sí; yo les miraba como vosotros miraríais a cualquier ser humano, con curiosidad por sus impulsos, motivos, habilidades y debilidades, cuando se les somete a la prueba de una inexorable necesidad física. ¡Contención! ¿Qué clase de contención? ¿Se trataba de superstición, repugnancia, paciencia, miedo o alguna clase de primitivo honor? No hay miedo que pueda hacer frente al hambre, no hay paciencia que pueda hacerlo desaparecer, la repugnancia simplemente no existe donde existe el hambre; y en cuanto a la superstición, y lo que podríamos llamar principios, tienen menos peso que la hojarasca en el viento. ¿No conocéis lo diabólico de una persistente inanición; su exasperante tormento, sus negros pensamientos, su sombría y obsesiva ferocidad? Bien, yo sí la conozco. Un hombre necesita toda su fuerza innata para combatir el hambre debidamente. Es más fácil en realidad arrastrar la aflicción, el deshonor y la perdición de la propia alma, que esa clase de hambre prolongada. Triste, pero cierto. Y además esos muchachos no tenían ninguna razón terrenal para tener escrúpulos. ¡Contención! Cabría esperar la misma contención de una hiena al acecho entre los cadáveres de un campo de batalla. Pero allí estaba el hecho, frente a mí; el hecho deslumbrante, evidente como la espuma sobre las profundidades del mar, como la onda sobre un insondable enigma, un misterio mayor, cuando pensaba en él, que la nota curiosa e inexplicable de desesperado dolor en medio de ese clamor salvaje que había pasado raudo a nuestro lado en la orilla del río, detrás de la blancura cegadora de la niebla.
»Dos peregrinos estaban discutiendo en apresurados susurros acerca de cuál de las dos orillas… “La izquierda”. “No, no; ¿cómo puede usted decir eso? La derecha, la derecha, por supuesto”. “Es muy serio —dijo la voz del director detrás de mí—. Me sentiría desolado si algo le sucediese al señor Kurtz antes de que llegáramos”. Le miré y no tuve la menor duda de que era sincero. Era justo el tipo de hombre que desearía siempre mantener las apariencias. Ése era su freno. Pero cuando murmuró algo acerca de continuar inmediatamente, no me tomé siquiera la molestia de contestarle. Yo sabía, y lo sabía él, que era imposible. En cuanto dejáramos de asirnos al fondo nos encontraríamos completamente en el aire, en el espacio. No hubiéramos podido decir a dónde nos dirigíamos, si estábamos remontando el río o navegando río abajo, o atravesándolo incluso, hasta que hubiéramos alcanzado una de las orillas. Y aun en ese caso no hubiéramos sabido en un primer momento de cuál se trataba. Naturalmente, no me moví. No tenía ganas de naufragar. No os podríais imaginar un lugar más siniestro para un naufragio. Tanto si nos ahogábamos en el acto como si no, era seguro que habríamos perecido todos rápidamente de una u otra forma. “Le autorizo a que se arriesgue cuanto sea necesario”, dijo él, después de un corto silencio. “Me niego a correr ningún riesgo”, dije yo con sequedad, que era exactamente el tipo de respuesta que él esperaba, aunque le pudo sorprender el tono. “Está bien, tengo que respetar su opinión. Usted es el capitán”, dijo él con notoria cortesía. Le volví la espalda para mostrar mi aprecio y miré hacia la niebla. ¿Cuánto iría a durar? La perspectiva era de lo más desesperada. El acceso hasta el tal Kurtz buscando afanosamente marfil en la maldita maleza estaba rodeado de tantos peligros como si se tratara de una princesa encantada durmiendo en un castillo fantástico. “¿Cree usted que atacarán?”, preguntó el director en tono confidencial.
»No pensaba que fueran a atacar por varias razones obvias. La espesa niebla era una. Si se alejaban de la orilla en sus canoas se perderían en ella, como nos ocurriría a nosotros si intentáramos movernos. Por otra parte, yo había juzgado que la jungla de ambas márgenes era absolutamente impenetrable (y, a pesar de ello, había allí ojos, ojos que nos habían visto). Los matorrales de la orilla eran realmente muy espesos; pero detrás, la maleza era evidentemente penetrable. No obstante, durante el corto ascenso yo no había visto canoas en ninguna parte del último tramo, y, desde luego, no a los costados del vapor. Pero lo que hacía inconcebible la idea de un ataque para mí era la naturaleza del ruido, de los gritos que habíamos oído. No tenían el carácter feroz que presagia una intención hostil inmediata. Inesperados, salvajes y violentos como habían sido, me habían producido una irresistible sensación de pesar. La visión momentánea del vapor había, por alguna razón, llenado a aquellos salvajes de una aflicción incontrolada. El peligro, si existía, expliqué, se derivaba de nuestra proximidad a una gran pasión humana desatada. Incluso el dolor más extremo puede desfogarse en última instancia en la violencia, pero más a menudo toma la forma de la apatía.
»¡Deberíais haber visto la mirada fija de los peregrinos! No tenían ánimos para sonreír, ni tampoco para insultarme, pero yo creo que pensaron que me había vuelto loco de miedo, tal vez. Les di una auténtica conferencia. Queridos amigos, de nada valía enojarse. ¿Mantenerse alerta? Bueno, os podéis imaginar que observaba la niebla en espera de síntomas de que fuera a levantar, como un gato observa a un ratón. Pero, para cualquier otra cosa, nuestros ojos eran tan poco útiles como si hubiéramos estado enterrados
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