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tarde, y sientes sudores y escalofríos por todo el cuerpo. No pretendo decir que aquel vapor flotara todo el tiempo. Más de una vez tuvo que vadear durante un rato, con veinte caníbales chapoteando alrededor y empujando. Habíamos enrolado varios de esos hombres a modo de tripulación. Buenos hombres, caníbales, en su lugar. Eran hombres con los que se podía trabajar y les estoy agradecido; y después de todo no se devoraban unos a otros en mi presencia: habían traído consigo una provisión de carne de hipopótamo que se pudrió e hizo que el misterio de la selva hediera en mis narices. ¡Puf! Todavía puedo olerlo. Llevaba a bordo al director y a tres o cuatro peregrinos con sus cayados, todo completo. A veces nos tropezábamos con una estación cercana a la orilla, pegada a las faldas de lo desconocido, y los hombres blancos, que salían a toda prisa de una cabaña destartalada, con grandes gestos de alegría, sorpresa y bienvenida, parecían muy extraños: daba la impresión de que un hechizo los tenía cautivos allí. La palabra marfil resonaba durante un rato en el aire y luego volvíamos al silencio, a lo largo de extensiones vacías, doblando los mansos recodos, entre los altos muros de nuestra sinuosa ruta, mientras el pesado golpe del timón reverberaba en huecos palmoteos. Árboles, árboles, millones de árboles, masivos, inmensos, que trepaban hacia lo alto; y a sus pies, apretujando la orilla contra la corriente, se arrastraba el pequeño vapor tiznado, como lo hace un perezoso escarabajo por el suelo de un grandioso pórtico. Le hacía sentir a uno muy pequeño, muy perdido. Y, sin embargo, ese sentimiento no era del todo deprimente. Después de todo, aunque fueras pequeño, el mugriento escarabajo seguía arrastrándose, que era exactamente lo que se pretendía que hiciera. Hacia dónde se imaginaban los peregrinos que se deslizaba, eso ya no lo sé. Apuesto a que hacia algún lugar donde esperaban obtener algo… Para mí, reptaba hacia Kurtz, exclusivamente; pero cuando las tuberías del vapor comenzaron a tener fugas, nos deslizamos muy lentamente. Las extensiones de agua se abrían ante nosotros y se cerraban a nuestra espalda como si el bosque se hubiera adentrado tranquilamente en el agua para obstruir nuestro camino de regreso. Penetramos más y más en el corazón de la oscuridad. Reinaba un gran silencio allí. A veces, por la noche, el redoble de los tambores, detrás de la cortina de árboles, remontaba el río y permanecía ininterrumpido, pero débil, como flotando en el aire, en lo alto, por encima de nuestras cabezas, hasta el alba. Si aquello significaba guerra, paz u oración, es algo que no hubiéramos podido decir. Las auroras eran anunciadas por el descanso de una fría quietud; los leñadores dormían, sus fuegos ardían débilmente; el chasquido de una ramita le habría sobresaltado a uno. Éramos vagabundos en tierra prehistórica, en una tierra que tenía el aspecto de un planeta desconocido. Podíamos haber soñado que éramos los primeros hombres que tomaban posesión de una herencia maldita que debía ser sometida al precio de una profunda angustia y de enorme esfuerzo. Pero de pronto, cuando luchábamos por doblar un recodo, vislumbrábamos momentáneamente unas paredes de juncos, unos techos de hierba puntiagudos, un estallido de alaridos, un revuelo de extremidades negras, una masa de manos dando palmadas, de pies pateando, de cuerpos tambaleándose, de ojos girando bajo la inclinación del pesado e inmóvil follaje. El vapor avanzaba penosa y lentamente al borde de un negro e incomprensible frenesí. El hombre prehistórico nos estaba maldiciendo, suplicando, dándonos la bienvenida, ¿cómo saberlo? Estábamos aislados de la comprensión de todo aquello que nos rodeaba, pasábamos deslizándonos como fantasmas, asombrados y secretamente aterrados, como lo estarían hombres cuerdos ante un brote de entusiasmo en un manicomio. No podíamos comprender porque estábamos demasiado lejos, y no podíamos recordar porque estábamos viajando en la noche de los primeros tiempos, de aquellos tiempos que se han ido, dejando apenas una señal y ningún recuerdo.

      »La tierra parecía algo no terrenal. Estamos acostumbrados a verla bajo la forma encadenada de un monstruo dominado, pero allí, allí podías ver algo monstruoso y libre. No era terrenal, y los hombres eran… No, no eran inhumanos. Bueno, sabéis, eso era lo peor de todo: esa sospecha de que no fueran inhumanos. Brotaba en uno lentamente. Aullaban y brincaban y daban vueltas y hacían muecas horribles; pero lo que estremecía era pensar en su humanidad (como la de uno mismo), pensar en el remoto parentesco de uno con ese salvaje y apasionado alboroto. Desagradable. Sí, era francamente desagradable; pero si uno fuera lo bastante hombre, reconocería que había en su interior una ligerísima señal de respuesta a la terrible franqueza de aquel ruido, una oscura sospecha de que había en ello un significado que uno, tan alejado de la noche de los primeros tiempos, podía comprender. ¿Y por qué no? La mente del hombre es capaz de cualquier cosa, porque está todo en ella, tanto el pasado como el futuro. ¿Qué había allí, después de todo? Júbilo, temor, pesar, devoción, valor, ira, ¿cómo saberlo?, pero había una verdad, la verdad despojada de su manto del tiempo. Que el necio se asombre y se estremezca; el hombre sabe y puede mirar sin parpadear. Pero por lo menos debe ser tan hombre como esos de la costa. Debe hacer frente a esa verdad con su propia verdad, con su propia fuerza innata; los principios no sirven. Adquisiciones, ropas, bonitos harapos (que se irían volando a la primera sacudida). No; se necesita una creencia deliberada. ¿Qué hay en ese diabólico alboroto algo que me llama? Pues muy bien; lo oigo, lo reconozco; pero yo también tengo una voz, y, para bien o para mal, la mía es un habla que no se puede acallar. Desde luego, un necio, aunque esté muy asustado y lleno de buenos sentimientos, está siempre a salvo. ¿Quién es el que gruñe? ¿Os asombráis de que no desembarcara para aullar y danzar? Bueno, pues no, no desembarqué ¿Nobles sentimientos decís? ¡Al diablo los nobles sentimientos! No tuve tiempo. Tuve que perderlo con el albayalde y las tiras de manta de lana, ayudando a vendar los escapes de esas tuberías, os digo. Tenía que estar atento al timón, esquivar aquellos troncos y conseguir que ese bote de hojalata marchara por las buenas o por las malas. Había en la superficie de aquellas cosas suficiente verdad como para salvar a un hombre más sabio que yo. Y de cuando en cuando tenía que ocuparme del salvaje que trabajaba de fogonero. Era un ejemplar perfeccionado; podía encender una caldera vertical. Estaba allí, debajo de mí, y, palabra de honor, mirarle resultaba tan edificante como ver a un perro haciendo una parodia con calzones y sombrero de plumas caminando sobre sus patas traseras. Unos cuantos meses de preparación habían sido suficientes para aquel muchacho realmente estupendo. Escudriñaba el manómetro de vapor y el indicador del nivel de agua con un evidente esfuerzo de intrepidez; además tenía dientes limados, el pobre diablo; la lana de su cabeza, afeitada en una forma muy extraña y tres cicatrices ornamentales en cada una de sus mejillas. Hubiera debido estar dando palmas y brincos en la orilla, en lugar de lo cual se esforzaba en su trabajo, presa de un extraño maleficio, lleno de un conocimiento provechoso. Era útil porque había sido instruido y lo que sabía era esto: que cuando el agua desapareciera de aquella cosa transparente, el espíritu maligno que se hallaba dentro de la caldera se pondría furioso por causa de la enormidad de su sed, y se tomaría una terrible venganza. Y así, sudaba, encendía y miraba el cristal temerosamente (con un amuleto improvisado, hecho con trapos, atado a su brazo, y un trozo de hueso pulimentado del tamaño de un reloj, que le atravesaba horizontalmente el labio inferior), mientras las orillas cubiertas de árboles pasaban deslizándose lentamente ante nosotros, el ruidito quedaba atrás, interminables millas de silencio se sucedían, y nosotros seguíamos arrastrándonos hacia Kurtz. Pero los troncos eran gruesos, el agua traicionera y poco profunda, la caldera parecía realmente albergar un demonio hostil en su seno, y por eso ni el fogonero ni yo teníamos un solo momento para asomarnos a nuestros horripilantes pensamientos.

      »Unas cincuenta millas más abajo de la Estación Interior nos topamos con una cabaña hecha de caña, un mástil torcido y melancólico con los irreconocibles jirones de lo que había sido una bandera de alguna clase que había ondeado desde él, y una pila de leña hacinada. Aquello era algo inesperado. Llegamos a la orilla, y sobre el montón de leña encontramos una tablilla con algo borroso escrito a lápiz. Cuando quedó descifrado, vimos que decía: “Leña para ustedes. Apresúrense. Acérquense con precaución”. Había una firma, pero era ilegible. No ponía Kurtz, sino una palabra mucho más larga. Apresúrense. ¿Hacia dónde? ¿Río arriba? “Acérquense con precaución”. No lo habíamos hecho así. Pero la advertencia no podía estar pensada para un lugar al que había que acercarse para encontrarlo. Algo iba mal más arriba. Pero ¿qué, y en qué grado?, ésa era la cuestión. Hicimos algunos comentarios adversos a la imbecilidad de aquel estilo telegráfico. La maleza de alrededor no decía nada, y tampoco nos permitía mirar muy a lo lejos. Una desgarrada cortina de sarga roja colgaba a la entrada de la cabaña y aleteaba

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