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las viviendas también habían desaparecido. No obstante, pasé por varios poblados abandonados. Hay algo patéticamente pueril en las ruinas de muros de hierba. Día tras día, con el pisar y el arrastrarse de sesenta pares de pies desnudos detrás de mí, cada par bajo una carga de sesenta libras. Acampar, cocinar, dormir, levantar el campo, emprender la marcha. De vez en cuando un porteador muerto en servicio, tirado en la alta hierba junto al sendero, con una cantimplora vacía y su largo cayado a su lado. Sobre él y a su alrededor un gran silencio. Tal vez en alguna noche tranquila el temblor de tambores lejanos, apagándose, subiendo, un temblor dilatado, desmayado; un sonido sobrenatural, atractivo, sugerente y salvaje; y tal vez con un significado tan profundo como el sonido de las campanas en un país cristiano. En una ocasión un hombre blanco con un uniforme desabrochado, acampado en el sendero con una escolta armada de desfallecidos zanzíbares, muy hospitalario y festivo —por no decir borracho—, dijo estar a cargo del mantenimiento de la carretera. No puedo decir que viera ninguna carretera ni ningún mantenimiento, a menos que el cuerpo de un negro de mediana edad, con un agujero de bala en la frente, con el que me tropecé tres millas más adelante, pudiera ser considerado como una mejora permanente. Yo tenía también un compañero blanco, no era mal chico, pero era demasiado grueso y con el exasperante hábito de desmayarse en las calurosas pendientes, a millas de distancia del menor indicio de sombra y agua. Os aseguro que resulta enojoso sostener la propia chaqueta como parasol sobre la cabeza de un hombre que está volviendo en sí. No pude evitar preguntarle en una ocasión qué propósito le había impulsado a ir allí. “Hacer dinero, por supuesto. ¿Qué cree usted?”, respondió desdeñosamente. Después le dio la fiebre y hubo de ser llevado en una hamaca colgada de un palo. Como pesaba dieciséis piedras, tuve continuas peleas con los porteadores. Protestaban, se escapaban, se iban a escondidas con sus cargas por la noche: todo un motín. Así es que una tarde pronuncié un discurso en inglés acompañado de gestos que fueron seguidos con atención por los sesenta pares de ojos, y a la mañana siguiente conseguí que la caravana se pusiera en marcha con la hamaca al frente. Una hora más tarde me encontré con todo el tinglado naufragado en un matorral: hombre, hamaca, gemidos, mantas, horrores. El pesado palo había desollado su pobre nariz. Quería a toda costa que yo matara a alguien, pero no había ni rastro de los porteadores en las cercanías. Me acordé del viejo doctor: “Sería interesante para la ciencia observar los cambios mentales de los individuos in situ “. Sentí que me estaba convirtiendo en algo científicamente interesante. Sin embargo, todo eso no viene al caso. En el decimoquinto día volví a avistar de nuevo el gran río, y llegué cojeando a la Estación Central. Estaba en un remanso rodeado de maleza y bosque, con un bonito borde de maloliente barro a un lado y cercado en los otros tres por una absurda valla de juncos. Una abandonada abertura era todo lo que tenía por puerta, y una primera ojeada era suficiente para darse cuenta de que el demonio flácido dirigía aquel espectáculo. Hombres blancos con largos cayados en la mano aparecieron lánguidamente de entre los edificios, acercándose a mirarme, y después desaparecieron de mi vista. Uno de ellos, un hombre robusto, excitable y de negros bigotes, me informó con gran locuacidad y muchas digresiones, en cuanto le expliqué quién era, que mi vapor estaba en el fondo del río. Me quedé estupefacto. ¿Qué?, ¿cómo?, ¿por qué? ¡Oh!, “no pasaba nada”. El “director en persona” estaba allí. Todo estaba “en orden”. “Todos se habían comportado espléndidamente. ¡Espléndidamente!”. “Tiene usted que ir a ver al director general inmediatamente —dijo agitado—. ¡Le está esperando!”.

      »No vi el verdadero significado de aquel naufragio en seguida. Me imagino que lo veo ahora, pero no estoy seguro; no lo estoy en absoluto. Realmente el asunto era demasiado estúpido —cuando pienso en él— para ser natural. Sin embargo… Pero en aquel momento parecía simplemente una odiosa molestia. El vapor se había hundido. Se habían puesto en marcha hacía dos días con repentina urgencia río arriba, con el director a bordo, a cargo de algún capitán voluntario, y cuando aún no llevaban navegando tres horas le arrancaron el casco inferior contra unas piedras, y se hundió cerca de la orilla sur. Me pregunté qué iba a hacer yo allí, ahora que mi barco se había ido a pique. En realidad, tenía bastante con sacar mi barco del río. Me tuve que poner a ello al día siguiente. Esto y las reparaciones cuando hube traído los trozos a la estación, llevaron meses.

      »Mi primera entrevista con el director fue curiosa. No me invitó a sentarme después de mi caminata de veinte millas de aquella mañana. Su aspecto, sus rasgos, sus modales y su voz eran vulgares. Era de mediana estatura y de constitución corriente. Sus ojos, de un azul corriente, eran notablemente fríos, y sin duda podía hacer que su mirada cayera sobre uno tan incisiva y pesadamente como un hacha. Pero incluso en estas ocasiones el resto de su persona parecía desmentir tal intención. Por lo demás, únicamente en sus labios había una expresión relajada, difícil de definir, algo furtivo entre sonrisa y no sonrisa; lo recuerdo, pero no lo puedo explicar. Era inconsciente (me refiero a la sonrisa), aunque se intensificaba momentáneamente cada vez que había dicho algo. Aparecía al final de sus discursos, como un sello estampado sobre las palabras, que convertía el significado de la frase más usual en algo absolutamente inescrutable. Era un vulgar comerciante, empleado en esta región desde su juventud; nada más. Se le obedecía, aunque no inspiraba ni afecto, ni fervor, ni siquiera respeto. Inspiraba malestar. ¡Eso era! Malestar. No una clara desconfianza definida; siempre malestar, nada más. No tenéis idea de lo eficaz que puede ser semejante… facultad. No tenía talento para organizar, para la iniciativa, ni siquiera para el orden. Eso se evidenciaba en cosas tales como el lamentable estado de la estación. No tenía estudios ni inteligencia. Su puesto había venido a él, ¿por qué? Tal vez porque nunca estaba enfermo… Había servido tres períodos de tres años allí… Porque una salud triunfante sobre la derrota general de los organismos constituye por sí misma una especie de poder. Cuando iba a su casa con permiso cometía todo tipo de excesos de una manera ostentosa. Marinero en tierra, pero con la diferencia de que lo era sólo en lo externo. Esto se podía deducir de su conversación superficial. No creaba nada; podía mantener la rutina, pero nada más. Sin embargo, era extraordinario. Era extraordinario por el pequeño detalle de que era imposible imaginar qué podía controlar a semejante hombre. Nunca reveló ese secreto. Quizá no había nada dentro de él. Tal sospecha le hacía a uno reflexionar, puesto que allí no había controles externos. Una vez, cuando varias enfermedades tropicales tenían postrados a casi todos los “agentes” de la estación, le oyeron decir: “Los hombres que vienen aquí no deberían tener entrañas”. Selló el comentario con aquella sonrisa tan suya, como si fuera una puerta que se abría a una oscuridad de la que él era custodio. Uno se imaginaba haber visto cosas, pero el sello se interponía. Cuando se hartó de las constantes peleas entre los blancos por cuestiones de precedencia en las comidas, ordenó fabricar una inmensa mesa redonda, para la cual hubo de ser construida una casa especial. Éste era el comedor de la estación. El lugar donde él se sentaba era la presidencia; el resto no contaba. Era obvio que ésta era su convicción inalterable. No era ni cortés ni descortés. Era tranquilo. Consentía que su boy, un negro joven y sobrealimentado de la costa tratara en su presencia a los blancos con una insolencia provocativa.

      »Empezó a hablar en cuanto me vio. Yo había estado mucho tiempo en camino. No pudo esperar. Tuvo que empezar sin mí. Había que relevar a las estaciones del interior. Se habían producido ya tantos retrasos que no sabía quién estaba vivo y quién muerto, y cómo se las arreglaban, etc. No prestó atención a mis explicaciones y, mientras jugueteaba con una barra de lacre, repitió varias veces que la situación era “muy grave, muy grave”. Corrían rumores de que una estación muy importante estaba en peligro, y su jefe, el señor Kurtz, estaba enfermo. Esperaba que no fuera cierto. El señor Kurtz era… Me sentí abatido e irritable. Al cuerno con Kurtz, pensé. Le interrumpí diciendo que había oído hablar de Kurtz en la costa. “¡Ah!, de modo que hablan de él por ahí abajo”, murmuró para sus adentros. Entonces volvió a empezar, asegurándome que el señor Kurtz era el mejor agente que tenía, un hombre excepcional, de la mayor importancia para la compañía; por consiguiente, podía comprender su inquietud. Dijo que estaba “muy, muy intranquilo”. Desde luego, se agitaba incesantemente en la silla; exclamó: “¡Ah! ¡El señor Kurtz!”, rompió la barra de lacre y pareció quedarse atónito ante este accidente. Después quería saber “cuánto tiempo llevaría”… Le interrumpí de nuevo. Como estaba hambriento, y además

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