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en otras conquistas, y que nunca regresaron. Había conocido los barcos y los hombres. Habían partido de Deptford, de Greenwich, de Erith. Aventureros y colonos; naves reales y naves de la casa de Contratación; capitanes, almirantes; oscuros «traficantes» del comercio con Oriente, «generales» comisionados de las flotas de las Indias Orientales. Buscadores de oro o perseguidores de gloria, todos habían zarpado en esa corriente, empuñando la espada, y a menudo la antorcha, mensajeros del poder de la nación, portadores de una chispa de fuego sagrado. ¡Qué grandeza no habrá flotado en el flujo de ese río hacia el misterio de una tierra desconocida!… Los sueños de los hombres, la semilla de las colonias, el germen de los imperios.

      El sol se puso; el crepúsculo descendió sobre el río, y empezaron a aparecer luces a lo largo de la costa. El faro de Chapman, un objeto de tres patas erigido sobre un llano pantanoso, brillaba intensamente. En el canalizo se movían luces de barcos; una gran agitación de luces que subían y bajaban. Y más hacia el Oeste, en el curso alto del río, el lugar de la monstruosa ciudad estaba aún señalado ominosamente en el cielo, una sombra amenazadora a la luz del sol, un lóbrego resplandor bajo las estrellas.

      —Y éste también —dijo Marlow de repente— ha sido uno de los lugares oscuros de la tierra.

      Era el único de nosotros que todavía «seguía a la mar». Lo peor que se podía decir de él era que no representaba a su clase. Era marino, pero también vagabundo, mientras que la mayoría de los marinos suelen llevar, si se puede decir así, una vida sedentaria. Son de espíritu hogareño, y su casa, el barco, está siempre con ellos, como también lo está su patria, el mar. Un barco se asemeja mucho a otro, y el mar es siempre el mismo. En la inmutabilidad de lo que les rodea, las costas extranjeras, las caras extranjeras, la cambiante inmensidad de la vida resbalan sobre ellos, velados no por una sensación de misterio, sino por una ignorancia ligeramente desdeñosa, ya que no hay nada que resulte misterioso a un marino, salvo la propia mar, que es la dueña de su existencia y tan inescrutable como el destino. Por lo demás, después de su jornada de trabajo, un despreocupado paseo o una borrachera accidental en tierra bastan para desvelarle los secretos de todo un continente, y con frecuencia descubre que el secreto no vale la pena. Las historias de los marinos son de una simplicidad directa, cuyo significado cabe todo en una cáscara de nuez. Pero Marlow no era un caso típico (si se exceptúa su propensión a contar historias), y para él el significado de un episodio no se hallaba dentro, como el meollo, sino fuera, envolviendo el relato, que lo ponía de manifiesto sólo como un resplandor pone de manifiesto a la bruma, a semejanza de uno de esos halos neblinosos que se hacen visibles en ocasiones por la iluminación espectral de la luna.

      Su observación no nos sorprendió en absoluto. Era muy propia de él. Fue aceptada en silencio. Nadie se tomó siquiera la molestia de murmurar, y al instante dijo, muy despacio:

      —Estaba pensando en tiempos remotos, cuando los romanos vinieron aquí por vez primera, hace mil novecientos años, el otro día… Surgió la luz de este río a partir de entonces. ¿Decís, caballeros? Sí, fue como una llamarada que se propaga en la llanura, como un relámpago entre las nubes. Vivimos en ese aleteo de la llama, ¡ojalá dure mientras la tierra siga girando! Pero aquí había oscuridad tan sólo ayer. Imaginaos los sentimientos del comandante de un espléndido, ¿cómo se llama?, trirreme en el Mediterráneo, que es enviado súbitamente al Norte; transportado por tierra a través de las Galias a toda prisa; puesto a cargo de uno de esos barcos que los legionarios (y debían ser un considerable número de hombres hábiles) construían, al parecer, a centenares, en uno o dos meses, si podemos dar crédito a lo que leemos. Imagináoslo aquí, en el mismísimo fin del mundo, un mar del color del plomo, un cielo del color del humo, un barco tan rígido como una concertina, navegando río arriba con provisiones, u órdenes, o lo que fuera. Bancos de arena, marismas, bosques salvajes; bien poco que comer para un hombre civilizado, nada que beber salvo el agua del Támesis. Sin vino de Falerno, ni posibilidad de desembarcar. Aquí y allá un campamento militar perdido en la selva, como una aguja en un pajar; frío, niebla, tempestades, enfermedades, exilio y muerte; la muerte acechando en el aire, en el agua, en la maleza. Debieron morir como moscas. Oh, sí, lo hizo. Y lo hizo muy bien, sin duda, sin pensar mucho en ello, excepto quizá después, para jactarse de lo que había hecho en su vida. Eran lo bastante hombres como para afrontar las tinieblas. Y quizá le alentaba pensar en la posibilidad de un ascenso a la flota de Rávena más tarde, si tenía buenos amigos en Roma y sobrevivía al horrible clima. O pensad en un joven y honrado ciudadano vistiendo una toga (a quien quizá le gusta el juego demasiado, ya sabéis) y que llega aquí en la comitiva de algún prefecto o recaudador de impuestos, o de algún comerciante incluso, para rehacer su fortuna. Desembarca en una zona pantanosa, atraviesa bosques, y en algún enclave tierra adentro siente que la barbarie, la más absoluta barbarie, le va rodeando; toda esa misteriosa vida de la selva que se agita en los bosques, en las junglas, en los corazones de los salvajes. No hay posible iniciación en semejantes misterios; tiene que vivir en medio de lo incomprensible, que es también detestable. Y esto ejerce además una fascinación que actúa sobre él: la fascinación de la abominación; ya sabéis, imaginaos el creciente arrepentimiento, el ansia de escapar, la impotente repugnancia, la renuncia, el odio.

      Hizo una pausa.

      —Figuraos —comenzó de nuevo, extendiendo un brazo con la palma de la mano hacia fuera, de modo que, con las piernas cruzadas, tenía la pose de un Buda predicando vestido a la europea y sin flor de loto—. Figuraos, ninguno de nosotros se sentiría exactamente así. Lo que nos salva es la eficiencia, la devoción a la eficiencia. Pero aquellos muchachos en realidad no valían mucho. No eran colonizadores; su administración era simplemente opresión, y sospecho que nada más. Eran conquistadores, y para ello sólo se necesita la fuerza bruta; no hay nada en ello de qué jactarse cuando se tiene, ya que la fuerza de uno es sólo un accidente que se deriva de la debilidad de los otros. Se apoderaban de todo lo que podían por simple ansia de posesión, era un pillaje con violencia, un alevoso asesinato a gran escala y cometido a ciegas, como corresponde a hombres que se enfrentan a las tinieblas. La conquista de la tierra, que más que nada significa arrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente o la nariz ligeramente más aplastada que nosotros, no posee tanto atractivo cuando se mira desde muy cerca. Lo único que la redime es la idea. Una idea al fondo de todo; no una pretensión sentimental, sino una idea; y una fe desinteresada en la idea, algo que puede ser erigido y ante lo que uno puede inclinarse y ofrecer un sacrificio…

      Se interrumpió. Las luces se deslizaban por el río, como pequeñas llamas verdes, rojas, blancas, persiguiéndose, adelantándose, uniéndose, cruzándose entre sí, para más tarde separarse lenta o apresuradamente. El tráfico de la gran ciudad proseguía en la noche que se iba cerrando sobre el río insomne. Continuamos observando y aguardando pacientemente —no podíamos hacer otra cosa hasta que no terminara la subida de la marea—; y sólo al cabo de un largo silencio, cuando dijo con voz vacilante: «Supongo, amigos, que recordaréis que en una ocasión me convertí durante algún tiempo en marinero de agua dulce», supimos que estábamos condenados, antes de que comenzara a bajar la marea, a escuchar una de las poco convincentes experiencias de Marlow.

      —No quiero aburriros demasiado con lo que me ha ocurrido personalmente —comenzó, mostrando en esta observación la debilidad de muchos narradores que a menudo parecen no tomar en cuenta lo que su auditorio preferiría oír—, y, sin embargo, para entender el efecto que ha tenido en mí, debéis saber cómo llegué hasta allí, lo que vi, cómo remonté aquel río hasta el lugar donde encontré por primera vez al pobre hombre. Era el más remoto lugar navegable y el punto culminante de mi experiencia. Parecía proyectar de alguna manera como una luz sobre todo mi alrededor y sobre mis mismos pensamientos. Era bastante sombrío también —y miserable—, sin nada de extraordinario, y tampoco muy claro. No, no muy claro. Y aun así parecía proyectar una especie de luz.

      »Como recordaréis, acababa de regresar a Londres después de una buena temporada en el océano Índico, el Pacífico y el Mar de la China (una dosis considerable de Oriente), unos seis años, y andaba ocioso, entorpeciéndoos en vuestro trabajo e invadiendo vuestras casas, como si tuviera la misión divina de civilizaros. Estuvo muy bien durante algún tiempo, pero pronto me harté de descansar. Entonces empecé a buscar un barco… Diría que es la cosa más

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