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desperdiciada. “Ese animal está encantado —dijo—, pero en este país sólo se puede decir eso de las bestias. Ningún hombre, ¿me entiende?, ninguno de estos hombres está encantado”. Permaneció un momento allí de pie, a la luz de la luna, con su delicada nariz aguileña un poco torcida y sus ojos de mica brillando sin pestañear; después, con un brusco “Buenas noches”, se alejó a grandes zancadas. Pude observar que estaba molesto y considerablemente intrigado, lo cual me hizo sentirme más esperanzado de lo que había estado en muchos días. Sentí gran alivio al dejar a aquel hombre para volver a mi influyente amigo, el apaleado, torcido y arruinado vapor de hoja de lata. Subí a bordo. El barco crujía bajo mis pies como una caja vacía de galletas Huntley & Palmers a la que se hiciera rodar a puntapiés por un canalón; su estructura no era tan sólida y su forma era bastante más fea, pero le había dedicado tanto trabajo como para amarle. Ningún amigo influyente me habría sido de mayor utilidad. Me había deparado la oportunidad de revelarme un poco, de descubrir lo que era capaz de hacer. No, no me gusta el trabajo. Prefiero holgazanear mientras pienso en todas las cosas buenas que podrían hacerse. No me gusta el trabajo, a nadie le gusta, pero me gusta lo que hay en el trabajo; la oportunidad de encontrarse a uno mismo. Tu propia realidad (para ti mismo, no para los demás), lo que ningún otro hombre puede llegar a saber jamás. Ellos sólo pueden ver la representación, pero no pueden nunca saber lo que significa en realidad.

      »No me sorprendió ver que había alguien sentado a popa en la cubierta, con las piernas colgando sobre el fango. Yo prefería mantener una relación estrecha con los pocos mecánicos que había en aquella estación, a los que los otros peregrinos, naturalmente, despreciaban, supongo que a causa de la rudeza de sus modales. Éste era el capataz, calderero de profesión, un buen trabajador. Era un hombre flaco, huesudo, de tez amarillenta y ojos grandes e intensos. Tenía aspecto de estar preocupado, y la cabeza tan calva como la palma de mi mano; pero sus cabellos, al caer, parecían haberse adherido a la barbilla y haber medrado en su nuevo emplazamiento, pues la barba le llegaba a la cintura. Era viudo y tenía seis hijos pequeños (los había dejado al cuidado de una hermana suya para venir aquí); la pasión de su vida eran las palomas mensajeras. Era un entusiasta y un experto. Desvariaba cuando hablaba de las palomas. Después de su jornada de trabajo solía venir, a veces, desde su cabaña para hablar de sus hijos y de sus palomas; cuando tenía que trabajar arrastrándose en el fango bajo el casco del vapor, ataba su barba en una especie de toalla blanca que traía con esa finalidad, y que tenía unas lazadas con las cuales se la sujetaba detrás de las orejas. Al atardecer se le podía ver agachado en la orilla, aclarando con sumo cuidado aquel envoltorio en la corriente y extendiéndolo después solemnemente sobre los arbustos para que se secara.

      »Le di una palmada en la espalda y grité: “¡Vamos a tener remaches!”. Se puso en pie con dificultad y exclamó: “¡No! ¡Remaches!”, como si no pudiera dar crédito a sus oídos. Después dijo en voz baja: “¿Usted…, eh?”. No sé por qué nos comportábamos como locos. Coloqué un dedo sobre una de las paredes de mi nariz y moví la cabeza enigmáticamente. “¡Bravo!”, gritó, y chasqueó los dedos sobre su cabeza, levantando un pie. Probé a bailar. Hicimos cabriolas en la cubierta de hierro. Un estruendo horroroso salió de aquel casco, y la selva virgen, al otro lado de la corriente, lo devolvió en un redoble atronador sobre la estación soñolienta. Aquello debió hacer incorporarse a algunos de los peregrinos en sus cobertizos. Una figura oscura ensombreció el hueco iluminado de la puerta de la cabaña del director y desapareció; luego, como un segundo más tarde, el propio hueco de la puerta desapareció también. Nos detuvimos, y el silencio que nuestras pisadas habían ahuyentado fluyó de nuevo desde los lugares recónditos de la tierra. La gran muralla de vegetación, una exuberante y enmarañada masa de troncos, ramas, hojas, brazos de árbol, festones, inmóviles a la luz de la luna, era como una desenfrenada invasión de vida muda, una ola arrolladora de plantas, amontonadas, crestadas, a punto de venirse abajo sobre el río y arrancarnos a todos nosotros, ínfimos seres, de nuestra ínfima existencia. Y no se movía. Una amortiguada explosión de potentes chapoteos y resoplidos nos llegó desde lejos, como si un ictiosauro hubiera estado tomando un baño de resplandor en el gran río. “Después de todo —dijo el calderero en un tono razonable—, ¿por qué no íbamos a conseguir remaches?”. Verdaderamente, ¿por qué no? Yo no conocía ninguna razón por la que no debiéramos conseguirlos. “Llegarán en tres semanas”, dije confiado.

      »Pero no llegaron. En lugar de remaches tuvimos una invasión, un castigo, una visita. Llegó en secciones durante las tres semanas siguientes, cada sección encabezada por un asno sobre el que iba montado un hombre blanco vestido con ropa nueva y zapatos curtidos, que impartía reverencias a derecha e izquierda desde las alturas a los impresionados peregrinos. Una cuadrilla con aire belicoso, compuesta de ceñudos negros con los pies maltrechos, marchaba tras el asno; descargaban en el patio un montón de tiendas, taburetes de campaña, cajas de metal, cajones blancos y fardos marrones, y con ellos el aire de misterio se hacía aún más profundo sobre la confusión de la estación. Llegaron cinco de estas comitivas, con ese aire absurdo de huida desordenada, con el botín de innumerables talleres de pertrechos y almacenes de provisiones, que uno pensaría arrastraban hacia la selva, después de un ataque, para repartirlo equitativamente. Era una mezcla inextricable de cosas, decentes por sí mismas, pero que la locura humana hacía que parecieran el botín de un robo.

      »Esta cuadrilla de adeptos se denominaba a sí misma Expedición de Exploración Eldorado, y creo que habían jurado guardar secreto. No obstante, su conversación era la de ávidos filibusteros: era temeraria sin osadía, avariciosa sin audacia y cruel sin valor; no había en todo el grupo ni un átomo de previsión o de seria deliberación, y no parecían darse cuenta de que esas cosas son necesarias para andar por el mundo. Su deseo era arrancar tesoros de las entrañas de la tierra, sin más propósito moral que el que puedan tener unos ladrones al forzar una caja fuerte. Ignoro quién pagaba los gastos de la noble empresa, pero el tío de nuestro director era el jefe del grupo.

      »Su aspecto exterior era el de un carnicero de barrio bajo, y sus ojos tenían un aire de astucia soñolienta. Llevaba ostentosamente su obesa panza sobre sus cortas piernas, y durante el período en que su banda infestó la estación no habló con nadie aparte de su sobrino. Se les podía ver a los dos merodeando por allí todo el día con sus cabezas unidas en una interminable confabulación.

      »Yo había dejado de preocuparme por los remaches. La capacidad de uno para esa clase de locuras es más limitada de lo que cabría suponer. Pensé: ¡al diablo!, y dejé correr las cosas. Tenía tiempo de sobra para meditar, y de vez en cuando me dedicaba a pensar en Kurtz. No estaba demasiado interesado en él. No. Sin embargo, sentía curiosidad por ver si este hombre, que había venido aquí equipado con ideas morales de alguna clase, llegaría a la cúspide después de todo, y qué haría una vez allí.

      »Una tarde, estando yo tumbado en la cubierta de mi vapor, oí unas voces que se aproximaban, y allí estaban el sobrino y el tío deambulando por la orilla. Recliné de nuevo la cabeza sobre el brazo, y ya me había quedado medio dormido cuando alguien dijo, casi en mi oído: “Soy tan inofensivo como un niño pequeño, pero no me gusta estar a las órdenes de nadie. Soy el director, ¿no es así? Se me ha ordenado enviarle allí. Es increíble…”. Me di cuenta de que los dos estaban de pie en la orilla al lado de la proa del vapor, justamente debajo de mi cabeza. No me moví; no se me ocurrió moverme: estaba medio dormido. “Es muy desagradable”, gruñó el tío. “Ha pedido a la Administración que le envíen aquí —dijo el otro— con la intención de demostrar de lo que era capaz; y a mí se me han dado instrucciones en ese sentido. Date cuenta de la influencia que debe tener ese hombre, ¿no es terrible?”. Los dos convinieron en que era terrible, después hicieron varias observaciones extrañas: “Hacer lluvia y buen tiempo…, un hombre…, el Consejo…, a su antojo…”, fragmentos de frases absurdas que vencieron mi somnolencia, de manera que ya había recuperado casi por completo la lucidez cuando el tío dijo: “El clima puede resolverte esa dificultad. ¿Está él solo allí?”. “Sí —respondió el director—; envió a su ayudante río abajo con una nota para mí en estos términos: ‘Eche a este pobre diablo del país y no se moleste en enviarme más de esta clase. Prefiero

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