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bien puede que se sea una criatura tan tremendamente exaltada como para ser completamente ciega y sorda a todo lo que no sean visiones y sonidos celestiales. En estos casos la tierra no es para uno más que un lugar donde estar; y no voy a pretender decidir si ser así es un inconveniente o una ventaja. Pero la mayoría de nosotros no somos ni una cosa ni otra. La tierra es, para nosotros, un lugar donde vivir, donde tenemos que soportar visiones, sonidos y también olores, ¡por Júpiter! Tenemos que respirar hipopótamo podrido, por así decirlo, sin contaminarnos. Y es ahí, ¿os dais cuenta?, donde entra en juego la fuerza, la fe en la propia capacidad de cavar discretamente agujeros donde enterrar la sustancia: el poder de dedicación, no a uno mismo, sino a una empresa oscura y agotadora. Y eso ya es suficientemente difícil. Creedme, no estoy tratando de disculpar, ni siquiera de explicar; estoy intentando entender al… señor Kurtz…, a la sombra del señor Kurtz. Ese fantasma surgido de detrás de la Nada me honró con su asombrosa confianza antes de desaparecer por completo. Y lo hizo porque podía hablar en inglés conmigo. El Kurtz original había sido educado en parte en Inglaterra, y, como él mismo era capaz de admitir, sus simpatías se hallaban en el lugar adecuado. Su madre era medio inglesa, su padre medio francés. Toda Europa contribuyó a hacer a Kurtz; y más tarde me enteré de que la Sociedad Internacional para la Supresión de las Costumbres Salvajes le había confiado, muy acertadamente, la redacción de un informe que les sirviera de guía en el futuro. Y además lo había escrito. Yo lo he visto. Lo he leído. Era elocuente, vibrante de elocuencia, pero era demasiado tenso, creo yo. ¡Había encontrado tiempo incluso para escribir diecisiete apretadas páginas! Pero esto debió de hacerlo antes de que sus nervios, digamos, le fallaran y le llevaran a presidir ciertas danzas nocturnas que terminaban en indescriptibles ritos, que, según pude colegir de mala gana en varias ocasiones, se le ofrecían a él, ¿entendéis?, al propio señor Kurtz. Pero se trataba de un hermoso escrito. Sin embargo, el primer párrafo me resulta ahora ominoso a la luz de ulteriores informaciones. Comenzaba con el argumento de que nosotros, los blancos, desde el nivel de desarrollo que hemos alcanzado, «tenemos, necesariamente, que parecerles (a los salvajes) seres sobrenaturales; nos acercamos a ellos con el mismo poder que una deidad», y así sucesivamente. «Por el simple ejercicio de nuestra voluntad podemos tener un poder benefactor prácticamente ilimitado», etc. A partir de ese punto se elevaba, y me arrastró con él. La peroración era magnífica, aunque difícil de recordar, ya sabéis. Me hacía imaginar una exótica Inmensidad gobernada por una augusta Benevolencia. Me hizo estremecer de entusiasmo. Éste era el ilimitado poder de la elocuencia, de las palabras, de las ardientes y nobles palabras. No había alusiones prácticas que interrumpieran la corriente mágica de las frases, a menos que una a modo de anotación al pie de la última página, evidentemente garabateada mucho después con mano insegura, pueda ser considerada como la exposición de un método. Era muy simple, y al final de aquella conmovedora apelación a toda clase de sentimientos altruistas le deslumbraba a uno, luminoso y aterrador, como un relámpago en un cielo sereno: «¡Exterminar a todos los salvajes!». Lo curioso era que parecía haber olvidado por completo aquella valiosa posdata, porque más tarde, cuando recuperó el sentido, por así decirlo, me suplicaba, repetidamente, que me hiciera cargo de «mi panfleto» (así lo llamó), ya que iba sin duda a ejercer en el futuro una influencia positiva sobre su carrera. Yo estaba bien informado acerca de todas estas cosas, y, además, resultó que fui yo quien se tuvo que ocupar de su memoria. He hecho por ello lo suficiente como para que se me otorgue el derecho incontestable, si tal es mi deseo, de depositarlo para su eterno descanso en el cubo de la basura del progreso, entre todas las heces y, metafóricamente hablando, todos los gatos muertos de la civilización. Pero ya veis que no puedo escoger. Él no va a ser olvidado. Sería cualquier cosa, pero no era vulgar. Tenía el poder de obligar a las almas rudimentarias a ejecutar una danza embrujada en su honor valiéndose del hechizo y del terror; podía colmar también las pequeñas almas de los peregrinos de amarga aprensión: tenía al menos un fiel amigo y había conquistado un alma en el mundo que no era rudimentaria ni estaba corrompida por el egoísmo. No; no puedo olvidarle, aunque no estoy dispuesto a afirmar que el individuo mereciera la vida que habíamos perdido por llegar hasta él. Echaba horriblemente de menos a mi viejo timonel, le echaba de menos incluso mientras su cuerpo yacía todavía en la garita. Quizá os parezca sumamente extraño este sentimiento por un salvaje que no tenía mayor importancia que un grano de arena en un Sahara negro. Bueno, ¿no veis?, él había hecho algo, había llevado el timón, durante meses le tuve a mi espalda: una ayuda, un instrumento. Éramos como socios. Él conducía para mí y yo tenía que cuidar de él: me preocupaba por sus deficiencias, y así se había creado un sutil vínculo, del que sólo llegué a darme cuenta cuando fue súbitamente roto. Y la íntima profundidad de aquella mirada que me dirigió cuando fue herido permanece aún en mi memoria, como una llamada de parentesco lejano afirmado en un momento supremo.
»¡Pobre insensato! Si hubiera dejado en paz aquel postigo… No tenía ningún autocontrol, ninguno… igual que Kurtz… era como un árbol mecido por el viento. En cuanto me hube puesto un par de zapatillas secas, le llevé a rastras afuera, después de haberle arrancado la lanza del costado, operación que confieso que realicé con los ojos bien cerrados. Sus dos talones saltaron a la vez sobre el pequeño escalón de la puerta; sus hombros oprimían mi pecho; le abracé por detrás con desesperación. ¡Oh! Era pesado, muy pesado; más pesado que ningún otro hombre sobre la tierra, me atrevería a decir. Luego le tiré por la borda sin más. La corriente lo atrapó como si fuera una brizna de hierba, y vi al cuerpo dar dos vueltas antes de perderle de vista para siempre. El director y todos los peregrinos se congregaron entonces en la cubierta entoldada, alrededor de la garita del timonel, parloteando unos con otros como una bandada de urracas excitadas, y hubo un murmullo escandalizado ante mi despiadada diligencia. No puedo imaginar para qué querían conservar aquel cuerpo por ahí rodando. Para embalsamarlo, tal vez. Pero también había oído otro murmullo, y muy ominoso, en la cubierta de abajo. Mis amigos los leñadores estaban igualmente escandalizados, y con mayor razón, aunque admito que la razón era en sí misma bastante inadmisible. ¡Oh, bastante! Yo había decidido que si mi difunto timonel había de ser devorado, sólo los peces lo harían. En vida había sido un timonel muy de segunda clase, pero ahora que estaba muerto podría haberse convertido en una tentación de primera clase, y causar posiblemente algún problema serio. Además, yo estaba ansioso por tomar el timón, ya que el hombre del pijama rosa había demostrado ser una nulidad sin esperanza en la materia.
»Eso es lo que hice en cuanto terminó el sencillo funeral. Íbamos a media máquina, manteniéndonos justo en el centro de la corriente, y yo escuchaba lo que se hablaba a mi alrededor. Daban por perdido a Kurtz, daban por perdida la estación; Kurtz estaba muerto y la estación había sido incendiada, y así sucesivamente. El peregrino pelirrojo estaba fuera de sí, con la idea de que al menos ese pobre Kurtz había sido debidamente vengado. “¿Qué opináis? Debemos haber hecho una buena matanza en la maleza. ¿Eh? ¿Qué pensáis? ¿Verdad que sí?”. Hasta bailaba el pequeño y sanguinario mendigo pelirrojo. ¡Y casi se desmayó cuando vio al herido! No pude evitar decir: “Han producido ustedes una fantástica humareda en todo caso”. Yo había visto, por el modo en que las copas de los arbustos crujían y se agitaban, que casi todos los disparos habían sido demasiado altos. No se puede hacer blanco en nada a menos que se apunte y se dispare con el arma apoyada en el hombro; pero aquellos individuos disparaban con el arma apoyada en la cadera y los ojos cerrados. La retirada, mantenía yo (y tenía razón) la había causado el pitido del silbato. Con esto se olvidaron de Kurtz y empezaron a vociferar protestas de indignación.
»El director estaba junto al timón, murmurando confidencialmente acerca de la necesidad de alejarnos lo más posible río abajo, de una manera u otra, antes de que oscureciera, cuando a lo lejos vi un claro en la orilla y el contorno de alguna clase de edificio. “¿Qué es eso?”, pregunté. Dio unas palmadas con asombro. “La estación”, gritó. Me pegué a la orilla inmediatamente, yendo todavía a media máquina.
»A través de mis gemelos vi la falda de una colina salpicada de árboles raros y enteramente libre de maleza. El largo y deteriorado edificio que había en la cima se hallaba medio sepultado por la alta hierba; los grandes agujeros del tejado puntiagudo mostraban su negra boca a lo lejos; la jungla y el bosque formaban el fondo. No había ni cerca ni valla de ninguna clase; pero, al parecer, había habido una, ya que cerca de la casa quedaban media docena
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