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de la Rúa. El homicidio de Demonty ha sido un acontecimiento paradigmático como pocos, ya que puso en evidencia las condiciones más amplias que se juegan en el ejercicio situacional de la soberanía estatal. Ese ejercicio de la soberanía por parte de los agentes de la Federal no se producía en un vacío simbólico: hacía uso de valores vigentes para trazar las fronteras entre jóvenes policías –en su mayoría procedentes del Conurbano– y no policías –pobladores de la Villa Illia en la 1-11-14–. ¿Por qué empujarlos a cruzar hacia el Conurbano si eran porteños? ¿No era acaso un modo de volver a poner las cosas en su lugar, de donde nunca debieron moverse: los pobres lejos de la policía de la “civilización porteña”, y sobre todo, fuera de la capital? La valoración en juego se vuelve más nítida si la comparamos con los hallazgos en otras latitudes. Mientras en Francia los policías gestionan –u hostigan– a la población de origen africano o árabe desde la radicalidad de la diferencia social, puesto que ellos son blancos y de clases medias (Fassin, 2016), en la Argentina cualquier gestión de las poblaciones “conflictivas” o “criminales” se funda en condiciones contrarias. Aquí, la distancia social entre policías y no policías es lábil. El mestizaje atraviesa a nuestra población; aunque no lo nombremos, cuelga como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas. La crisis alcanza a esa Policía Federal demasiado aislada del resto de la Argentina, muy concentrada en la CABA como para gestionar conflictos sin potenciarlos.

      Los esfuerzos del gobierno nacional que asumió en 2003 por dejar atrás el neoliberalismo impulsaron el fortalecimiento de una fuerza federal para controlar y gestionar la conflictividad en los amplios bordes móviles de la economía informal y la desprotección que había dejado la profunda retracción del Estado de bienestar. Así las cosas, el ejercicio de la soberanía estatal reinventó a una fuerza no porteña, federal y militar –la Gendarmería Nacional Argentina–, cuyos integrantes reivindicaban su origen provinciano (Melotto, 2017) y su misión como Centinelas de la Patria (tal como se llamaba a la gestión de poblaciones en la frontera nacional).

      El recurso progresivo a estos funcionarios militares fue, creemos, una clara expresión de los obstáculos encontrados para restituir los modos de protección social del Estado forjado con el primer peronismo, cuyo imaginario dominó al gobierno nacional entre 2003 y 2015. La protección militar a través de esos recursos políticos operó como sustituto de esas otras formas de protección ya inaccesibles. En un escenario nacional y global fuertemente posneoliberal –o, mejor dicho, post-Estado benefactor–, esas formas antiguas de la soberanía estatal, de reconocimiento de la autoridad pública obtenido a través del bienestar social, parecían irrecuperables.

      Aunque resulte paradójico, fue un gobierno progresista el que decidió valerse de una fuerza militar –a la que duplicó en tamaño en menos de una década– para atender la conflictividad social y política y dar seguridad. En poco tiempo, los habitantes del Conurbano, la CABA y después Rosario nos acostumbramos a la presencia de miles de hombres y mujeres uniformados con ropa de combate verde, borceguíes y armas largas, que cumplían tareas de control y vigilancia en territorios donde reside más de un tercio de los habitantes del país.

      A nuestro entender, no es posible reducir este fenómeno a una política de seguridad y desconocer así los modos contemporáneos de ejercicio de la soberanía estatal, delegada en miles de uniformados. La decisión de expandir las fuerzas de seguridad y en particular apoyarse en la Gendarmería como “brazo armado” del Estado también recurrió al valor histórico de lo militar, fuente de orden y regulación, en la construcción de la soberanía estatal argentina durante el siglo XIX y parte del XX. La Gendarmería habría de encarnar esos valores.

      En este libro me propongo mostrar, desde la perspectiva de los y las gendarmes, dos fenómenos. Por un lado, el trabajo que se le asignó a la Gendarmería y que implicaba, en los hechos, apuntalar como fuerza militar las consecuencias de la desprotección estatal y del alicaído mercado laboral, administrando poblaciones “vulnerables”, “peligrosas”, “conflictivas”, “desocupadas”, “migrantes” y “bagayeras”; por otro, las líneas de quiebre interno, las contradicciones y las incongruencias que las nuevas condiciones provocaron en esta agencia estatal, y que se expresaron como adaptación, resistencia y rebeldía, sus modos de lidiar con la ampliación de su función política. Así, este libro se ocupará del fenómeno político que se esconde tras el problema “criminal” o de “seguridad”. Es decir, se ocupará de estudiar la intervención de la Gendarmería en poblaciones “conflictivas” o “criminalizadas” ubicadas en los márgenes siempre móviles de la soberanía estatal. Pero también mostrará cómo experimentaron estas intervenciones los y las gendarmes, cómo afectaban su salud física y psíquica mientras potenciaban las mutaciones de su carácter militar. Porque en ese proceso, como veremos, el factor militar no permaneció inalterado ni siquiera desde el punto de vista normativo y doctrinario. Así, este libro es también una etnografía sobre las transformaciones de las instituciones estatales a comienzos del siglo XXI en la Argentina.

      La llegada de la Gendarmería al Conurbano, allá por noviembre de 2003, muestra la experiencia primordial de mediación que luego alimentaría los sucesivos despliegues sobre territorios pensados como enclaves vulnerables, por la ausencia del Estado y por el hecho de tener una población más expuesta a percibirse dividida entre vecinos trabajadores, con derecho a la seguridad, y delincuentes. Néstor Kirchner, por entonces presidente, envió un escuadrón al barrio Ejército de Los Andes en el municipio Tres de Febrero, a pocas cuadras de la autopista que divide la CABA del Conurbano. Conocido y estigmatizado como Fuerte Apache, cuna del futbolista Carlos Tévez, se trataba de un complejo habitacional precarizado donde vivían unas 50.000 personas, creado por la dictadura militar en los setenta para ubicar a la población erradicada de la Villa 31 en la CABA.

      El despliegue de la Gendarmería en ese pequeño territorio marcó el rechazo del gobierno federal al tipo de gestión de poblaciones que caracterizaba a la Policía Bonaerense. Su régimen de policiamiento, también practicado en otros sitios, se había tornado brutalmente escandaloso en Fuerte Apache. La conflictividad producía tiroteos constantes y muchos muertos. La situación desbordó esa forma de “control policial” basada en extorsiones y pedidos de sobornos, y desató una violencia inadmisible, rechazada como modo de administrar la población en ese territorio. Desde la llegada de los gendarmes a fines de 2003, los vecinos no dejaron que se fueran. Aun con las modificaciones operativas implementadas con los años, la evaluación favorable del gobierno nacional respecto de sus procedimientos, a su vez basada en el consentimiento recogido entre los vecinos, significó el posterior despliegue de miles de gendarmes en los operativos Centinela en todo el Conurbano y Cinturón Sur en la CABA, además de otros en el resto del país.

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