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de la primera década y media del siglo XXI por tramitar la brecha entre la proyección del ideal de Estado de bienestar, la aspiración a reinstalarlo al cabo de diez años de neoliberalismo (aparentemente erradicado con la crisis de 2001) y las enormes dificultades para conseguirlo. Los elementos de ese proceso recogieron y combinaron de otro modo aquellos del primer peronismo, el momento fundacional de la protección social, cuando la faz militar se desplegó a través del general Perón.

      La crisis de 2001 fue objeto de profusos análisis. Se creía que el colapso del régimen de convertibilidad monetaria que había regido la década anterior había hecho colapsar también el orden neoliberal. El gobierno nacional, al calor de su ideal de Estado proteccionista, implementó medidas en un sentido distinto. A partir de 2003 –pero sobre todo desde 2007–, avanzó con medidas como reestatizar el sistema previsional y el servicio de agua potable, crear la Asignación Universal por Hijo (AUH) y recuperar la línea aérea de bandera nacional y Yacimientos Petrolíferos Fiscales, entre muchas otras que evocaban al Estado benefactor. Desde entonces y hasta 2015, la expansión de derechos y beneficios sociales, culturales, educativos, sanitarios y jurídicos, a través de programas estatales –algunos de ellos conocidos como “planes sociales” de promoción educativa, sanitaria, productiva, del empleo, social, de la obra pública, cultural, energética–, significó el desarrollo de un régimen redistributivo que buscó frenar la incidencia del neoliberalismo. Dentro de este esquema se destacan los efectos redistributivos estructurales de la AUH y del régimen previsional inclusivo. Es probable que el rápido desmantelamiento de la mayoría de estos programas –ocurrido durante el primer año de presidencia de Mauricio Macri– haya sido una señal tardía de la fragilidad de aquel régimen de ampliación de la soberanía a través de un sistema de protección estatal basado en programas y planes.

      Aun así, durante la primera década del siglo XXI las variables económicas relacionadas con el crecimiento del empleo registrado –principal garante de derechos y protección social– dan cuenta de las enormes mejoras, así como de las dificultades para disminuir el trabajo “en negro”, la precarización laboral y el desempleo. Por un lado, hubo un crecimiento anual del empleo de un 2,4% entre 2002 y 2014, y el poder adquisitivo del salario –que había perdido un 30% en 2002– alcanzó en 2009 los valores del último trimestre de 2001 (Beccaria y Maurizio, 2016: 25). También se constató una disminución de empleos no registrados o informales si se los compara con los índices de 2001, pero a la vez se advierte su persistencia. Según datos de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en el documento Informalidad del trabajo en la Argentina, hubo dos períodos marcados. Hasta 2008, y principalmente desde 2006, bajó el empleo no registrado porque la creación de empleo asalariado registrado fue superior a la destrucción neta de empleo asalariado no registrado, es decir, al blanqueo laboral. Pero desde la profunda crisis financiera internacional de 2009, el empleo asalariado no registrado presenta un ligero amesetamiento en torno al 33% del total de los asalariados (Bertranou y Casanova, 2014: 34), que también es producto de la desaceleración de los niveles de actividad a partir de 2011 (Beccaria y Maurizio, 2016: 39). Sin embargo, aun cuando los estudios mencionados coinciden en reflejar los esfuerzos redistributivos del período y las medidas tendientes a reducir el empleo no registrado y la precarización laboral, para reforzar la protección social a través del empleo e incluso fuera de este con los programas sociales, los datos de la época no eran alentadores.

      Así, la protección social ofrecida a través de aquellos programas y de una serie de regulaciones que desde 2003 habían ampliado el mercado de trabajo formal, bajado los índices de desocupación e incrementado el poder adquisitivo del salario coexistió con amplios y profundos espacios de desprotección. Porciones significativas de la población permanecían fuera del empleo formal, muy precariamente contenidas por el beneficio estatal, y debían buscar por otros medios su sustento.

      En este contexto asistimos al crecimiento y la diversificación del despliegue de la Gendarmería en todo el territorio nacional, que la llevó a contribuir con la gestión de organizaciones o movimientos con capacidad para “alterar el orden público”. Su actuación se nutrió de la figura de los negociadores especialmente formados, quienes se ocupaban de indagar las características

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