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y “movimientos” de “cabecillas” (políticos o gremiales)– permite apreciar la faceta política de su accionar. Más allá de su ilegalidad –o junto con ella–, fue un recurso para el ejercicio de la soberanía estatal. Su carácter ilegal –denunciado en febrero de 2012 por dirigentes de partidos de izquierda, organizaciones de derechos humanos y políticos opositores al gobierno de la presidenta Cristina Fernández– opacó la lógica de su existencia. Aquello que tanto las denuncias como las explicaciones de los denunciados rechazaban mostraba, por la negativa, la faz política de la Gendarmería. En sus acusaciones, la dirigencia opositora de izquierda planteaba que se obtenía información con “metodología” propia del “espionaje político” –prohibida por la Ley de Inteligencia Nacional–, para generar causas judiciales contra dirigentes gremiales que en aquellos tiempos organizaban piquetes en la zona norte del Conurbano. En respuesta a esto, la Gendarmería y el Ministerio de Seguridad argumentaron que la información se generaba a pedido de la justicia, y no por iniciativa propia. Para los acusadores, lejos de atenuar el problema, esta situación mostraba la conversión de la protesta gremial en delito. Entre tantas acusaciones y justificaciones, que incluyeron un discurso de la entonces presidenta, se pudieron conocer las circunstancias en que se recababa esa información. La Gendarmería le respondió por escrito al juez federal que entendía en la causa y su planteo no hizo más que ratificar la versión de los denunciantes, según la cual esa forma de espionaje había generado cientos de causas judiciales contra los dirigentes y “criminalizado la protesta”. ¿En qué consistía la tarea política asumida por la Gendarmería en la gestión de esta población conflictiva en aumento?

      Según la versión del Ministerio de Seguridad, la base de datos consistía en un software al que había recurrido la justicia federal y provincial en unas 5000 causas. Su diseño original databa de 2002, durante la presidencia de Eduardo Duhalde, y había sido actualizada en 2006 durante el gobierno de Néstor Kirchner. En sus primeros años de existencia, se alimentó del trabajo político de la Gendarmería, orientado a “contener”, “negociar”, “evitar” y/o “encauzar” las protestas sociales bajo la forma de piquetes. En el momento del escándalo, se conoció que los dirigentes de izquierda habían sido perseguidos judicialmente con información producida en las manifestaciones y cortes sobre la autopista Panamericana, jurisdicción del Destacamento Móvil Antidisturbios 1 de la Gendarmería en Campo de Mayo, intensificados a partir de 2009.

      De las declaraciones de tres gendarmes –dos varones y una mujer, integrantes de la Unidad Especial de Procedimientos Judiciales– ante la secretaria del juez que entendía en la causa se desprende la faz política de sus prácticas. En sus testimonios señalaron que se les había ordenado “constituirse en el lugar” de la manifestación, y además aportaron al expediente fotos tomadas por ellos, que fueron reproducidas en la página <www.plazademayo.com>. En ese expediente, la oficial de la Gendarmería:

      El énfasis en las negociaciones indica que la circulación del personal de la fuerza sin uniforme, prohibido por el protocolo aprobado por el Ministerio de Seguridad, era el modo en que los supuestos “espías” complementaban la tarea de los negociadores, quienes debían “charlar” con los cabecillas. Todo apunta a que la intensificación de los cortes por parte de trabajadores despedidos a partir de 2009 y la dificultad política para gestionarlos dejaron en manos de la Gendarmería y de ciertos funcionarios judiciales la criminalización de la protesta, a través de la persecución de los cabecillas por “alteración del orden público”. Así lo explica en julio de 2013 la diputada Myriam Bregman, querellante en la causa por espionaje, en una nota periodística donde responde al rechazo de la entonces presidente CFK a su acusación:

      El rechazo, la denuncia y la acusación cuestionaban el contenido político de las prácticas de los y las gendarmes, y al mismo tiempo lo confirmaban. El hecho es que, como veremos, en cada tipo de intervención –ya fuera en poblaciones de frontera, barrios segregados u organizaciones políticas– la Gendarmería convocada para gestionar poblaciones que bordeaban la estatalidad desplegaba también tareas de inteligencia y reunía información obtenida de referentes barriales, gremiales y políticos para ganar consentimiento, negociar y/o reprimir.

      En este proceso, la militarización intensificaba el componente político de las prácticas de los agentes de esta fuerza, que era rechazada por buena parte del arco político progresista, lo que potenciaba la ambigüedad respecto de sus verdaderas funciones. Como señala Jean-Paul Brodeur, todo policiamiento, visible o secreto, imprime un ordenamiento político:

      El alto policiamiento, es decir, la vigilancia, el seguimiento y el mantenimiento de archivos secretos sobre la actividad cotidiana, es en realidad el paradigma de toda la vigilancia política […] busca amenazas potenciales en un intento sistemático por preservar la distribución del poder en una sociedad determinada (Brodeur, 1983: 513).

      Al respecto, Peter Manning aclara:

      Es la política en nombre del policiamiento, o más específicamente el policiamiento como política (Manning, 2012: 6; la traducción me pertenece).

      Esa politicidad de las prácticas de los uniformados discurría en la trastienda y por supuesto iba contra el “deber ser”. Las aspiraciones normativas de políticos y expertos habían ubicado las fuerzas de seguridad en el espacio de la inseguridad provocada por el crimen, e intentaban expropiarles su capacidad política sometiéndolas a una auténtica conducción política, mientras simultáneamente ampliaban la faz política en el cotidiano de las intervenciones de Gendarmería. Las decisiones de los sucesivos gobiernos nacionales desde 2002 en adelante habían trazado ese derrotero, incluso en un sentido contradictorio.

      Esos y otros vínculos entre prácticas policiales y prácticas políticas cuestionan la idea de que un aumento en la cantidad de gendarmes –o en los integrantes de cualquier fuerza militar– es una mera “militarización” de la seguridad, entendida como reactualización del Estado autoritario o represivo. Como argumentaba Brodeur contra las posiciones desviacionistas que en los setenta rechazaban la intervención policial sobre la disidencia política en los Estados Unidos y Canadá, esta clase de intervención ya se había expandido más allá de los cuerpos policiales de inteligencia.

      Proponemos entonces aquí descubrir el solapamiento de la política detrás del policiamiento sumando a la visión de Brodeur una concepción más amplia y menos institucionalista de la política, como la que sostienen los abordajes antropológicos. Como argumentó Marc Abélès (2005, 2007) al recuperar la tradición analítica de esta disciplina sobre la política –y como puede verse en los innumerables estudios etnográficos sobre política incluso en la Argentina (Balbi y Rosato, 2003)–, se trataría de una dimensión sin autonomía respecto de otras, como por ejemplo las relaciones familiares, las transacciones económicas, la religión, las emociones, el cuerpo o la ciencia. Abélès plantea que la política normativa heredada de la filosofía iluminista se centra en la idea de representación y autonomiza los vínculos políticos en instituciones y personas, en tanto que la etnografía descubre a la política imbricada en otras relaciones, prácticas y ámbitos sociales.

      Desde nuestra perspectiva, la multiplicación de los despliegues de la Gendarmería fue un modo de complementar la gestión de poblaciones “excluidas”

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