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la sangrienta Primera Guerra Mundial marcaba la consagración de una época brillante y llena de esperanza.

      Y mientras las luces de neón se reflejaban en los charcos y centelleaban fuera de los clubes de entretenimiento y los cines, y la gente hacía cola para divertirse hasta la mañana, Andonis Cambanis se esforzaba por entender qué hacía mal y por qué vivía sin esperanza alguna sumido en la mísera pobreza, por qué nunca le alcanzaba para el alquiler y su casera se mostraba cada mañana desabrida y disgustada, por qué corrían los gastos y no entraban los ingresos. En el astillero aguantó tres dilatados inviernos y dos gotas de profundo verano; el trabajo era duro y las condiciones adversas, el dinero contado y aún más escaso para los que no hablaban bien la lengua; al llegar el cuarto inverno, a finales de septiembre, su casera polaca le anunció que había encontrado un inquilino mejor, obsequioso y puntual en el pago, y que le agradecería mucho que recogiese los bártulos y se marchase con viento fresco antes de que acabase la semana. Esa misma mañana tardó alrededor de media hora en embutir todas sus pertenencias en la misma maleta de antes de la guerra que había pertenecido a su tío, se puso el traje bueno por primera vez, dejó dos mensualidades sin pagar y se echó a la calle. Era un día gris, de esos en los que no se ve el azul del cielo, las nubes se lanzaban en picado para abrazar el humo que salía de las chimeneas, y Andonis semejaba una misteriosa figura matinal que había perdido el rumbo y el paso, conforme, hora tras hora, daba vueltas a la misma manzana con una maleta desvencijada en la mano, hasta que oscureció.

      Era tarde y la noche lo sorprendió al oeste de Waterfront, deambulando entre casas de piedra con las puertas cerradas y las luces apagadas, y las cumbres de Filadelfia titilaban en medio del río Delaware, las calles estaban desiertas y mal iluminadas, la nieve caía con suavidad y cuajaba en el asfalto, y Andonis Cambanis, con su maleta marrón en la mano, encontró refugio en el vano de la puerta de un ultramarinos cerrado. Le asaltó un sopor al que se rindió con dulzura y que lo sumió en sueños cálidos; se le cerraron los ojos y se le pusieron los labios blancos; se confundió con la nieve y el paisaje blanco hasta que una violenta y prolongada sacudida lo devolvió a la vida y sus labios probaron y sorbieron un brandy casero de los más fuertes: una grappa asesina, capaz de resucitar a un muerto.

      Andonis Cambanis había recuperado el sentido por completo, aparte de un entumecimiento temporal en las manos y un aterimiento que llevaba a flor de piel como un temblor, cuando, entre gestos espasmódicos y extrañas guasas, se dio cuenta de que se había despertado en la antesala de unas pompas fúnebres y de que estaba rodeado de féretros de ébano, cruces y vírgenes, y su primer impulso y reacción fue santiguarse tres veces antes de desmayarse de nuevo. Lo hizo volver en sí una mano femenina de mediana edad que le enjugó con ternura el rostro y le dio de beber agua salada. Abrió los ojos y la tibieza del ambiente, la chimenea que ardía y el olor a comida guisada le hicieron recordar a su madre, y empezó a lloriquear en silencio.

      Se quedó una semana y dos días en casa de Tony Mecca, hasta reponerse, en un pequeño trastero de la planta baja que contaba, por todo mobiliario, con un diván y un antiguo gramófono manual Berliner; al lado, nada más salir, se alzaban las remesas de grappa apiladas en cajones, el sótano olía a madera barnizada, a otoño noruego con abedules y alcornoques, a hojas podridas y primeras lluvias; se pasaba las noches con la puerta cerrada, sin moverse del sitio y sin pegar ojo, no fuera a ser que lo persiguieran las sombras, los espíritus y las voces, la muerte de su madre y por poco la suya; lo recogieron de la calle tres negros, le encontraron encima papeles y pasaporte italiano y, dándolo por muerto, lo llevaron a la tienda de féretros de Tony, que tenía el negocio y la casa enfrente de la parroquia de la Virgen Carmiótisa, en el barrio italiano de Waterfront. La casa blanca de dos plantas que se hallaba en la calle 4 vibraba toda la noche con los bailes, el ruido de los tacos de billar y las guasas; en la planta de abajo estaba el establecimiento de pompas fúnebres y en el primer piso la casa: allí se juntaban desde bien temprano los italianos y bebían a escondidas en la planta baja, junto a los muertos, con la excusa de acompañarlos, con el bromista de Tony a la cabeza; Tony, que ayudaba a quien hiciese falta, hacía de traductor, de enterrador y de consejero sin cargo alguno, rellenaba papeles y solicitudes, enterraba a los necesitados, comparecía en juicios, ofrecía falso testimonio en caso de necesidad, y todo porque se le había metido en la cabeza la idea de participar en la arena política y subir al palco de la gloria póstuma. Era tal su fama y su influencia en la zona italohablante de Camden que, en los exámenes para el permiso de residencia, ante la pregunta habitual de «¿dónde se encuentra la Casa Blanca?», los italianos recién llegados respondían sin darle más vueltas «en la casa blanca, en la funeraria de Tony Mecca, calles 4 y Division, en la ciudad de Camden, estado de Nueva Jersey, Estados Unidos», y para estar seguros de quedar bien con lo divino, ponían entre paréntesis «justo enfrente de la parroquia de la Todopoderosa Virgen Carmiótisa, que grande sea su gracia».

      La rueda de la fortuna no tardó en girar; Tony Mecca lo tomó bajo su protección, le alquiló una habitación en Bergen Square y le prometió un jornal satisfactorio a condición de que le solucionase la papeleta: al principio le asignó pequeños recados, entregas de paquetes confidenciales o mensajes amenazadores, y le recomendó que zanjase a porrazo limpio cualquier malentendido o confusión y, dos meses después, cuando Mecca comprobó que Andonis, además de tocayo, era persona de confianza y buena voluntad, le puso de apodo Nondas y lo metió de cabeza en el negocio: por las mañanas arreglaba junto con otros dos los cadáveres que cruzaban el umbral, por las noches se afanaban con las medidas para fabricar en el sótano una grappa casera y reconstituyente y, antes de que amaneciese, cuando aún era noche cerrada, cargaban las petacas de cristal en los coches fúnebres y las mandaban con Peppito, el lechero, a unos pocos clientes elegidos y a amigos de distinguida posición.

      Y a lo mejor no era exactamente mal de ojo lo que había noqueado a Nondas, sometiendo su resistencia corporal a base de sucesivos estornudos, ojos rojos y una nariz que, cual

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