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cierra ante él la estrecha acera, y a los transeúntes que gesticulan por encima de él, y ese zumbido que le perfora los tímpanos; con la mano derecha se palpa el cuerpo para localizar el dolor, pero no hay herida, y eso le da más miedo todavía, y además sus pensamientos lo abruman, su mujer postrada en la cama, su único hijo menor de edad, la empresa con deudas, y Andonis Cambanis pierde el conocimiento: vuelve a tener diecinueve años y a ser un extraño entre extraños.

      Medio mes después, y tras la recomendación y los consejos de un tal Suliotis, friegaplatos de profesión, Andonis Cambanis vivía en el estado de Nueva Jersey y trabajaba en los astilleros de Camden para la New York Shipbuilding Corporation, con la especialidad de soldador en las zonas de prefabricado, sacaba veintidós centavos por hora que le proporcionaban lo mínimo para la supervivencia: una habitación microscópica en Morgan Village, en la calle Sylvan, dos platos diarios de comida fría que le preparaba la noche de antes su casera polaca, y un paseo el domingo en la periferia oriental de la ciudad, terra incognita para él, el germanófono Cramer Hill y los barrios judíos de Marlton y de Parkside, mojados y bordeados por el curso zigzagueante del afluente Cooper, y como el natural de Nísiros seguía sin hablar inglés en condiciones, sus paseos eran solitarios y el dinero en el bolsillo escaso, y cada dos por tres se paraba a mirar con ojos de besugo las casas de madera de dos plantas, con familias de cuatro o cinco miembros, los escaparates de las pastelerías que vendían dulces orientales y helado a granel, las sinagogas, las hordas de judíos ortodoxos con sus trenzas negras y simétricas y los restaurantes kosher con sus apetecibles albóndigas de patata y gulash ucranianos.

      Tenía veintidós años; se quedaba huérfano de padre, madre, casa y parientes en una ciudad cuyo nombre no arrastraba recuerdos, solo presente, y entonces de repente ocurrió en su interior algo inesperado: la muerte de su madre lo liberó de los remordimientos que lo apresaban, porque el pobre tenía siempre en mente el regreso, y contaba el dinero que ahorraba, calculaba hasta el último centavo, cada dólar aplastado en el sobre debajo del colchón lo llevaba más cerca de su madre, de la tierra que tenían pensado comprar para cultivar, y de las albarradas que pensaban construir para hacer bancales, su muerte lo pilló con treinta y dos dólares y cincuenta y tres centavos que ya no iban a ninguna parte, así que una semana más tarde fue a los grandes almacenes de Kotlikoff y, tras deambular tres horas por estantes y escaparates, se compró un buen traje y un par de zapatos de piel; era el primer despilfarro que hacía en su vida, qué más daba el dinero, en la mente de todo estadounidense uno era lo que intentaba ser, y en el fondo los ahorros eran para gastarlos, así que él también tenía que encontrar el valor de despedirse del pasado para conseguir convertirse en alguien, en otra persona.

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