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      Flick seguía viviendo en Islington, en la mansión de estilo georgiano donde Allegra había crecido. Era un lugar precioso, decorado con mucho gusto; la gente se quedaba atónita cuando entraba en la casa y contemplaba su belleza, pero Allegra prefería el hogar de los Warriner, con sus sillas desgastadas y sus mesas viejas.

      Las cenas de Flick eran famosas. No tanto por la comida, que siempre era excelente, como por los invitados. Políticos, periodistas, empresarios, diplomáticos, escritores, músicos y artistas de toda clase se peleaban por conseguir una invitación de Flick. Y aquella noche no fue diferente. Allegra se encontró sentada entre William, un político prometedor, y Dan, un funcionario de primer nivel con toda una carrera por delante.

      Allegra hizo todo lo posible por concentrarse en la conversación, pero su mente volvía una y otra vez a Max y a su cita con Darcy. ¿Por qué le incomodaba tanto la posibilidad de que se acostara con la modelo? No era asunto suyo. Además, Max se iba a ir a Shofrar y, en cualquier caso, no estaba interesado en ella.

      Un momento después, William se inclinó para llenarle el vaso de vino y la sacó de sus pensamientos. Era un hombre de ojos cálidos que, obviamente, la encontraba muy atractiva. Allegra le devolvió la mirada e hizo un esfuerzo por encontrarlo atractivo a su vez. Para entonces, ya había averiguado que William se había separado un año antes de su prometida, aunque seguían siendo amigos.

      Allegra pensó que era un hombre inteligente. Al parecer, las separaciones no le dejaban una huella emocional. No era como Max, que todavía echaba de menos a Emma.

      Y era muy guapo. Encantador y seguro, a diferencia de Max.

      Y se iba a quedar en Londres, a diferencia de Max.

      Y la encontraba sexy, a diferencia de Max.

      Y era el novio perfecto, a diferencia de Max.

      Allegra no lo dudó. Se dijo que, si le pedía que salieran juntos, aceptaría. ¿Cómo se iba a negar? Siendo tan maravilloso, hasta era posible que se enamorara de él.

      Capítulo 6

      FLICK volvió al salón y frunció el ceño al ver que su hija estaba ayudando a los empleados de la mansión, que se afanaban por limpiar la mesa. Acababa de despedir al último de sus invitados, un ministro del gobierno.

      –Deja que se encarguen ellos. Para eso les pago –dijo–. Y sígueme, por favor. Quiero hablar contigo.

      Nadie habría pensado que eran madre e hija. Flick tenía el pelo rubio, ojos azules y rasgos perfectos, aunque era más bien baja. Allegra era morena, alta y de aspecto algo extravagante. A su modo, se querían mucho; pero Allegra, que admiraba profundamente a Flick, habría preferido una madre capaz de dar un cálido abrazo o de animarla cuando estaba deprimida, como la madre de Libby y de Max.

      Flick la llevó al despacho y se sentó detrás de la mesa; después, hizo un gesto a su hija para que se sentara al otro lado.

      –Ha sido una velada excelente –dijo Flick, complacida.

      –Sí, la comida estaba muy buena.

      Allegra miró la hora. Era la una de la madrugada, y su mente se volvió a llenar de preguntas. ¿Max seguiría con Darcy? ¿Se habría rendido a sus encantos?

      –Pareces distraída, Allegra. Has estado distraída toda la noche. No has prestado la atención debida a nuestros invitados.

      –Ah, lo siento. Es que estoy preocupada por el artículo que tengo que escribir.

      Flick arqueó las cejas.

      –Dudo que un artículo para una revista de moda justifique ningún tipo de preocupación –replicó con frialdad–. Pero leí tu columna de la semana pasada y reconozco que era interesante. Has mejorado mucho. ¿De qué tienes que escribir ahora?

      Allegra se lo contó y añadió, sintiéndose algo estúpida:

      –Si tengo éxito, espero que Stella me conceda la oportunidad de escribir cosas distintas.

      Flick asintió con aprobación.

      –Supongo que la experiencia te vendrá bien, pero deberías trabajar para una revista más seria. ¿Te acuerdas del hijo de Louise, Joe?

      –Sí, claro.

      –Ahora trabaja en The Economist.

      Allegra apretó los dientes.

      –Sinceramente, no creo que esté preparada para trabajar en ese tipo de medios. El salto entre Glitz y The Economist es demasiado grande.

      –No para quien tiene lo que se tiene que tener. Pero tú nunca has sido ambiciosa –dijo con pesar.

      Allegra guardó silencio y su madre cambió de conversación.

      –Esta noche estás muy atractiva. Tus pendientes no me parecen los más adecuados, pero el estampado de flores te sienta bien. Tengo la impresión de que le has gustado a William. ¿Piensas verlo otra vez?

      –Es posible –mintió.

      Tal como esperaba, William le había pedido una cita. Pero, en lugar de aceptar, le había dicho que estaba muy ocupada.

      –Es un hombre con mucho futuro. Deberías pasar más tiempo con personas como él y menos con el tipo de gente que te rodea en esa estúpida revista –declaró su madre–. ¿Con quién estás trabajando ahora?

      –Con Max, el hermano de Libby.

      –¿Max? Ah, sí… un hombre muy aburrido.

      –¡Max no es aburrido! –protestó Allegra.

      –Pues no recuerdo que me pareciera precisamente interesante. De hecho, ni siquiera recuerdo que a ti te pareciera particularmente interesante –dijo Flick, entrecerrando los ojos con desconfianza.

      –Y no me lo parece. Es un amigo. Se va a quedar en casa un par de meses, mientras Libby está en París.

      –No te habrás encaprichado de él.

      –No, aunque tampoco sería tan terrible. Es un hombre respetable, un ingeniero que lleva una vida de lo más normal.

      –Estoy segura de que será un buen profesional, pero no se puede decir que tenga un futuro muy prometedor –observó Flick–. Siempre me ha preocupado que te conformes con hombres mediocres, Allegra. Pero es culpa mía, por haber permitido que pasaras tanto tiempo con esa familia, los Warren.

      –Warriner –puntualizó Allegra–. Y son unas personas maravillosas.

      –Serán maravillosas, pero no son precisamente excepcionales.

      –¡Por supuesto que lo son! –replicó Allegra, alzando la voz un poco–. Son excepcionalmente generosas y excepcionalmente divertidas. Puede que la familia de Max no haya ganado ningún premio de elegancia, pero su madre es encantadora y su padre, bueno y honrado. De hecho, me habría gustado tener un padre como él.

      Flick palideció y guardó silencio.

      –Lo siento. Sé que ese tema te disgusta –continuó Allegra–. Pero no entiendo que te niegues a hablar de mi padre.

      –No es un asunto del que me apetezca charlar –dijo Flick, tensa–. En tu caso, tu padre es un hecho biológico y nada más. Lamento no haber sido suficiente para ti.

      –Yo no he dicho eso.

      –Siempre he intentado ser la mejor madre posible. Siempre he querido lo mejor para ti. Tienes mucho potencial, pero no eres consciente de ello. Y me disgustaría que terminaras con un mediocre que te arrastre a su propia mediocridad.

      Allegra suspiró.

      –Si estás preocupada por Max, olvídalo. No hay nada de nada entre nosotros y, aunque lo hubiera, se va a ir del país.

      –Tanto mejor.

      Tras unos minutos,

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