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El libro de los gozos. Carlos Villalobos
Читать онлайн.Название El libro de los gozos
Год выпуска 0
isbn 9789930595145
Автор произведения Carlos Villalobos
Жанр Языкознание
Серия Sulayom
Издательство Bookwire
Y he aquí que ocurrió, por aquellos días, que una noche Abuela la Profeta, se levantó dando gritos, corrió por el zaguán a la cocina, llenó una palangana de agua y así, con el camisón de dormir puesto, se bañó desde la cabeza a los pies. Algunos de los huéspedes se levantaron y corrieron asustados pensando que se trataba de algún pervertido que había querido abusar de la vieja. Pero Abuela, empapada y aún con la palangana en sus manos, los calmó diciendo: «Tranquilos, ¿nunca han visto una vieja en cueros?»
Y he aquí, hermanos, que luego nos contó que cuando estaba en lo más profundo de su sueño tuvo una pesadilla. Soñó que se le presentaba el cura de Santalucía echando fuego por su virilidad y que la perseguía para quemarle el brazo, y entonces ella, hermanos, salió huyendo por los montes como una gallina a punto de ser alcanzada por coyotes. Y el cura, qué barbaridad, le gritaba que él lo único que deseaba era confesarla, que no huyera. Pero la anciana huía porque he aquí, queridísimos hermanos míos, que la intención de aquel hombre era quemarla viva. Y sucedió que el cura logró alcanzarla, apuntó su virilidad al brazo de la anciana y lanzó una llamarada que la cubrió por completo. Entonces la salida de la Santa Profeta fue buscar agua para apagarse. Y cuando despertó, un chorro de agua fría le bajaba por la espalda como un alivio sagrado. No se rían, por favor, hermanos, esto es muy serio y de mi Abuela no se burla nadie. La pobre vieja solo trataba de salvar la vida, pero los huéspedes no entendieron el gesto milagroso de este hecho. Ellos, herejes y no iniciados en las cosas del más allá, regresaron a sus cuartos muertos de risa y haciendo comentarios sobre la anciana, la virilidad ardiente del cura y la palangana de la media noche refrescando el ansia de la viuda.
Y fue tal el ridículo en que quedó frente a todos los que ahí estaban, que esa misma noche Abuela tomó una decisión que iba a ser trascendental en mi vida. Decidió que se iría definitivamente a vivir al Bajo de los Guindos, donde vivían cuatro de sus hijas. Decidió que iba a abandonar de una vez por todas aquel lugar a donde a veces llegaban hombres exhibicionistas que andaban desnudos por la casa y que a veces, hermanos, de por sí ni pagaban bien las curaciones de ollecarne que ella les hacía.
Queridos hermanos, reunidos aquí esta tarde, traten de memorizar lo que estoy diciendo, pues he aquí que mi mensaje es más profundo que cien viudas quemándose las ganas, es más profundo que un desfile de muchachos marchando al pelotón de fusilamiento. Aquella decisión de Abuela debe ser interpretada como un llamado a la transformación. Es ese llamado que hoy necesitan los pecadores. El llamado que todos los pobres de espíritu han estado esperando desde hace muchos siglos.
—¿Y cuándo nos vamos, Abuela? –le pregunté ansioso.
—En cuanto venda este mierdero, m’hijo –sentenció la vieja, y sus palabras fueron como un sermón en el Olimpo.
Entonces, hermanos, he aquí que mandó poner un rótulo al frente para anunciar la venta. Todavía no tengo muy claro qué tipo de negocio era el que tenía Abuela. Lo que sé es que se lo había dejado el finado Francisco Ortuño. Ahí ella hospedaba peregrinos a los que vendía sus famosas ollecarnes y preparaba curaciones con las yerbas que solo ella conocía.
A la semana siguiente apareció Misael Mendoza, un viejo con mucha plata pero tacaño como ningún otro. Dicen que no se bañaba para no gastar agua ni jabón y menos guardar la plata en un banco por miedo a que se la fueran a quitar. Los únicos que sabían dónde guardaba los billetes eran unos ratoncillos que quién sabe cómo se metían a la casa. Y he aquí, hermanos, que los malditos roedores de vez en cuando le quitaban billetes y he aquí que el viejo se ponía de los diablos. Juró que mataría a los ratones, ratas, perros, gallinas y caballos, si era el caso, con tal de evitar que aquello continuara. Y sucedió que les ordenó a sus hijos que buscaran bien los animales para matarlos y mientras estaban en la cacería casera, nunca supieron cómo, uno de los ratones se robó otro billete.
Y esto, hermanos, fue lo que provocó que don Misael decidiera invertir su dinero. Y claro, dándose cuenta de lo tonta que era mi Abuela, según él, inmediatamente la vino a buscar y le ofreció la mitad del precio que Abuela le propuso. Y la vieja, ni lerda ni zurda, inmediatamente, con una sonrisa de cana a cana, cerró el trato, escupió una cuecha de tabaco al suelo y dijo: «Pues entonces jale donde el licenciado don Jesús Calvo y arreglamos los papeles».
Me hubiera gustado que todos ustedes, hermanos, hubieran visto la cara del viejo. Se le apagó el cigarro, sudó unas gotas gruesas que olían a canfín. No le quedó más remedio que escupir también, pues no podía echarse para atrás ante la decisión tomada y menos frente a una mujer. Tal vez ahora eso de la palabra no es tan importante, pero en verdad, hermanos, en aquel tiempo hubiera sido un verdadero ridículo si no cierra el trato. La palabra en aquel entonces era la palabra.
«Este viejo idiota piensa que porque una es vieja y tonta pa’ los tratos me iba a poder echar. Mírela, Juanelito –me dijo Abuela, y ponía el dedo gordo así entre el índice y el pulgar–. Más sabe el buey cuando lo han enyugado mucho que aquel que apenas acaban de caparlo. Esa casa tiene las paredes tan podridas que ya no vale nada».
Y Clemencia Osejo, hermanos, viuda de Francisco Ortuño, se carcajeó de la idiotez de Misael Mendoza.
Aconteció, hermanos, que Abuela la Profeta, alistó maletas, guardó bien sus vestidos carmelos con todo y escapularios y rosarios. No olvidó los frascos con las milagrosas sustancias, las cartas de Tarot, los ungüentos antirreumáticos, la güija y los demás tiliches. Envolvió el dinero en un pañuelo y se lo acomodó en el buche, justo en medio de sus benditos senos. Según ella, hermanos, ahí estaba más seguro que en cualquier banco del mundo. Y ocurrió, hermanos, que salimos para el Bajo de los Guindos, un barriecillo a las afueras de la ciudad, el barrio que iría a recibir a la Santa Profeta y a este Elegido que les habla. El terreno había sido de mi bisabuelo y ahí mis tías habían construido tres casas.
Allá en el centro de la ciudad había quedado, hermanos míos, la casona, sin las ollecarnes y los mejunjes de Abuela, con unos cuantos peregrinos aún hospedados y los cuartuchos cayéndose de viejos. Todo quedó triste, con un vacío de nostalgia, sin gozo, como si aquello fuera un presagio de las cosas que habrán de ocurrirle al mundo, muy pronto, hermanos, muy pronto.
Los peregrinos recibieron como un balde de agua fría la noticia del viaje. Muchos, hermanos míos, no aguantaron las lágrimas y en medio de una gran conmoción, una lluvia de abrazos y manos levantadas nos despidieron del poblado de Santalucía. Y sucedió que también Pulgaloca y Jacharrata vinieron a despedirnos. ¿Se acuerda, hermano Jacharrata, cómo lloramos? ¡Qué momento aquel más triste, hermanos! Y he aquí que Abuela hizo una predicción, que la cito para que vean hermanos, que no estoy bateando, que la vieja tenía al que todo lo puede en el corazón. Predijo, ese día, que muy pronto Jacharrata y yo