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aparecí yo en su visión. Y yo era, muéranse de la risa, un predicador-cronista, se imaginan, que narraba como en un partido de fútbol los detalles del fiestón. Y sucedió, hermanos, que Abuela se moría de miedo por las frases que eran dichas por mí. Según ella, entre otras cosas, dije: «¡Ay, ay de ti, Abuela, he visto que te niegas al banquete!»

      En este punto la vieja levantó los pies como si quisiera pegarlos al techo, tosió tres veces, estiró las piernas y se quedó en el más completo silencio. Quedó con la boca abierta y un chorro de baba café maloliente a tabaco bajándole por un lado de la barbilla. Varios visitantes que habían venido a curiosear no aguantaron y corrieron al baño a vomitar. Y ahí estuvo la enferma durante cuarenta noches y cuarenta aguaceros recuperándose de la terrible profecía del fuego.

      Y he aquí, amadísimos hermanos, que un día cantó un gallo a las tres de la tarde. Y mi Abuela pensando que ya había amanecido se levantó. Y como si nada hubiera pasado, se quitó una venda contra las várices que usaba en la pierna y se la puso en el brazo. Se fue a la cocina y empezó, hermanos, a preparar una deliciosa ollecarne a la que agregó como toque especial un chorrito de agua bendita que uno de los visitantes le había traído desde un lejano lugar llamado Cartago de los Ángeles. De este modo supimos, amadísimos hermanos, que la Profeta se había recuperado, para gloria y gozo de la humanidad.

      Ese mismo día, supimos que Juan, el anciano tenorio, finalmente había muerto. Lo supimos cuando su fantasma apareció en el patio de la casa. Estaba otra vez con el pelo largo. Se masturbaba sin parar y eyaculaba lágrimas amargas. Abuela no tuvo necesidad de preguntarle lo que había ocurrido. Ella ya lo sabía, hermanos, porque lo había soñado cuando estuvo en cama. El día del conjuro con las velas, Dalila sintió un escalofrío recorrerle la espalda y tuvo unas ganas horribles de estar con Juan. Sus manos se deslizaron por entre las piernas y subieron, hermanos, subieron, subieron hasta topar con el tope que la estremeció. Y entonces ella gritó que no. Fue cuando las velas se apagaron, hermanos. Pero de nuevo sin saber cómo, otra vez sus manos subían, hermanos, subían hasta topar con sus calzones humedecidos y otra vez, hermanos, ella gritó que no. Y fue tan fuerte este no, que rompió con lo imposible y, según el sueño, la voz de la mujer vino a decirle la verdad a mi Abuela la Profeta. Le dijo quién era realmente el tal Juan. Nunca sabré, hermanos, cuál fue esta verdad. Lo que sí sé es que el fantasma del anciano seguía en el patio masturbándose y eyaculando para siempre lágrimas amargas.

      Tercera epístola a los santalucenses

      Hermanos:

      Esa mujer de los milagros que aparece en el evangelio que les hice llegar con la epístola anterior es nada más y menos que Clemencia Osejo, la santa viuda de Francisco Ortuño. Ella era una mujer de linaje. Su abuelo, un español de Castilla, había venido en busca de la cíbola dorada a Santalucía, porque él era hijosdalgo notorio y solar conocido. Por eso ella también era hijosdalga notoria. En su solar conocido nació, creció, se acostó, y quedó embarazada cinco aventuras de diferentes hombres, pues su marido Francisco Ortuño de la Peña, todo el mundo lo sabía, era impotente, pero importante.

      Sin decir ni pío, el tal Francisco Ortuño le puso su apellido a las cinco hijas que parió su esposa. Aquella genealogía de mujeres estuvo compuesta por Antonia, Ana Imelda, María Julia, Mariana e Isabel, la madre de Juanelí. De esta genealogía es heredero el Elegido, el fundador de la iglesia clemenciana.

      Hermanos santalucenses, yo soy el Apóstol Jacharrata y doy fe de que esto es cierto. Hoy se los narro, no como chisme, sino como parte de la verdad. La verdad que debe siempre estar presente en todos los que hemos sido llamados a la testificación clemenciana. Este es un evangelio nuevo. El evangelio de los nuevos tiempos. He vuelto a Santalucía para dar testimonio. He vuelto para buscar al Elegido y reconstruir la iglesia que destruyó la infamia del Cocodrilo Leviatán.

      He venido para que todos al fin crean de corazón y la única y última verdad les sea revelada. «¿Y qué sucede si no me da la gana de creer?» –podría preguntarse alguno de ustedes ahora mismo. Pero he aquí que está escrito: «Ay de los que no crean». Por eso como advertencia yo les digo que mejor crean». Es mejor prevenir que lamentar. «¿Y qué me podría suceder si no creo?» –se preguntará algún otro, quizá preocupado o a lo mejor molesto. Cálmense. Se los voy a explicar. Si alguno de ustedes no cree será atormentado por las mismas pesadillas de fuego que tuvo la vieja Osejo, será perseguido por terribles picudas que muerden el alma y eso duele como una pira de carbón ardiendo y lo que es peor, será apuntado en el libro de los olvidados y sufrirá, sufrirá, muchísimo, muchísimo, muchísimo. Si creen en lo que digo pararán de sufrir. Esa es la verdad y no hay otra. Paren de sufrir. Paren de sufrir, hermanos santalucenses. En verdad se los digo, el camino del gozo es el sendero clemenciano.

      Quizá están ustedes aterrados de miedo, porque no es fácil creer así, de buenas a primeras y quizá se preguntarán qué tipo de sufrimientos serán esos y querrán, como es normal, haber nacido muertos. Yo podría ser un cabrón con ustedes si me da la gana y no decir nada más, podría terminar aquí esta escritura y salvarme yo solo y a ustedes que se los lleve el carajo, que se pudran en los pantanos de Leviatán. Pero no. Quiero demostrar mi enorme bondad y de esa manera demostrar también que soy inocente. Así que les voy a confiar un truco que si ustedes utilizan les dará serenidad. Si no creen de corazón, como es normal en estos tiempos y por más esfuerzos que hagan no creen ni siquiera una pizca de lo que estoy diciendo, engáñense por un momento, finjan que están creyendo, que se engañan. Pero no hay tal engaño, pues esta es la verdad. Se los voy a explicar en otras palabras. Ustedes no creen. Entonces finjan que creen. Miéntase. Y ahora viene el truco. Lo que usted finge que cree de verdad es verdad. He aquí la clave de una fórmula de autoayuda que no falla, pues a fin de cuentas, aunque digan que se engañan, en verdad no se engañan. Los engañados, entonces, son los otros, los que no creen. Con esta fórmula he pensado escribir un libro que se titule ¿Cómo alcanzar el gozo en un día? Este libro se venderá por millones y sé que me haré inmensamente rico, pero antes debo encontrar a Juanelí para que tenga más peso mi proyecto. El Elegido es la fórmula que necesita esta misión para que tenga éxito.

      Que los santos yigüirros que siguieron a la Profeta al más allá los llenen de bendición y gozo. Y ahora, hermanos, llegó la hora de lo sublime. Les entrego el tercero de los santos sermones del Elegido.

      Homilías de gozo

       Tercer sermón

      Quien se jacta de sus platas

       gana amigos entre las ratas

       Salmo clemenciano

      Queridos hermanos míos, yo Juanelí Ortuño, nieto de Clemencia Osejo, confieso ante ustedes que no conocí a mis padres, pero tuve conmigo, gracias a la bendición de Santata, a mi Abuela la Profeta. He sido como un matorral solitario. Mi madre cometió el error de no fijarse bien en la cara del hombre que me engendró y cuando yo tenía tan solo un año me dejó con mi Abuela y se fue a Hollywood, con el único propósito de convertirse en una famosa actriz. Pero algo le pasó de camino y tuvo que quedarse en la capital. Ahí la contrataron en un lugar llamado Naiclú. Ahí, queridísimos hermanos, en los buenos tiempos la gente le aplaudía y dicen que muchos querían estar con ella y he aquí que ella, hermanos, era casi una diva que hacía tener sueños celestiales a los fans que la seguían.

      Pero no estoy predicando ante ustedes para hablarles de esos asuntos personales. Les predico, amados hermanos, para contarles la vida y obra de la Profeta Clemencia Osejo, mi Abuela. Yo me crie con esta vieja rascapulgas, mujer de agallas y así espuelas, que me enseñó a vivir y a sobrevivir en este mundo. Nadie, ni el mismo Nerón o Edipo han tenido la fortuna de compartir su vida con una mujer tan humilde y orgullosa.

      En verdad les confieso, hermanos, que durante mi vida he conocido muchas aflicciones. Y aquí está con nosotros Jacharrata, hermanos, que anduvo conmigo en aquel entonces y no me deja mentir. ¿Verdad, hermano? A usted le consta que no terminamos la secundaria, que yo llegué hasta tercero y usted hasta cuarto. Usted es testigo de que yo tuve que salir de la escuela, hermanos, porque al director una tarde se le metió entre ceja y ceja expulsarme del colegio. ¡Maldito! Algún día

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