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y ejemplificación del espíritu sobre el cual el Salvador pronuncia aquí Su bendición, se encuentra en Lucas 18:9-14. Ahí, se nos presenta un vivo contraste frente a nuestra propia vista. Primero, se nos muestra a un fariseo que se auto-justifica mirando a Dios hacia arriba y diciendo, “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni aun como este publicano; ayuno dos veces a la semana, doy diezmos de todo lo que gano”. Quizás todo esto era verdad según como él lo veía, sin embargo, este hombre se fue a su casa en un estado de condenación. Sus finas prendas eran trapos, sus túnicas blancas eran inmundas, aunque él no lo sabía. Luego se nos muestra al publicano que estaba lejos, quien, en las palabras del salmista, estaba tan atribulado por sus iniquidades que no podía levantar la vista (Salmo 40:12). No se atrevió ni siquiera a alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho. Consciente de la fuente de corrupción que había en él, clamó, “Dios, sé propicio a mí, pecador.” Este hombre se fue a su casa justificado, porque él era pobre en espíritu y lloró por el pecado.

      Aquí, entonces, están las primeras marcas de nacimiento de los hijos de Dios. Aquel que nunca ha sido pobre en espíritu y nunca ha sabido lo que es llorar por el pecado, aunque pertenezca a una iglesia o sea el encargado de un ministerio en ella, no ha visto ni ha entrado al Reino de Dios. ¡Cuán agradecido debería estar el lector cristiano de que el gran Dios condescienda a habitar en el corazón contrito y humillado! ¡Esta es la maravillosa promesa hecha por Dios incluso en el Antiguo Testamento (por Él, en cuya mirada los cielos no están limpios, quien no puede encontrar en ningún templo que jamás haya construido el hombre para Él, no importando cuán magnifico, un lugar propicio para habitar —ver Isaías 57:15 y 66:2)!

      “Bienaventurados los que lloran.” Aunque la referencia principal es a aquel llanto inicial comúnmente llamado convicción de pecado, por ningún motivo ha de ser limitado tan sólo a esto. El llanto siempre será una característica del estado normal del cristiano. Hay muchas cosas por las que el cristiano tiene que llorar. La peste de su propio corazón lo hace llorar, “¡Miserable de mí!” (Romanos 7:24). La incredulidad “que nos asedia” (Hebreos 12:1) y los pecados que cometemos, que son más numerosos que los cabellos de nuestras cabeza, son un continuo dolor para nosotros. La esterilidad y la inutilidad de nuestras vidas nos hacen suspirar y llorar. Nuestra propensión a extraviarnos de Cristo, nuestra falta de comunión con Él y la superficialidad de nuestro amor por Él, nos llevan a colgar nuestras arpas en los sauces y dejar de elevar alabanzas a Dios.

      Pero existen muchas otras causas para llorar que asaltan los corazones de los cristianos: por todos lados existe la religión hipócrita que tiene apariencia de piedad, pero negará la eficacia de ella (2 Ti. 3:5); el horrible deshonor provocado a la verdad de Dios por las falsas doctrinas enseñadas en un sin número de púlpitos; las divisiones en el pueblo de Dios; los conflictos entre los hermanos. La combinación de estas causas provee un motivo para una continua tristeza de corazón. La horrible maldad en el mundo, el desprecio de Cristo e incontables sufrimientos humanos nos hacen gemir dentro de nosotros mismos. Mientras más cerca vive el cristiano de Dios, más llorará por todo lo que lo deshonra a Él. Esta es la experiencia común de las verdaderas personas de Dios. (Salmo 119:53; Jeremías 13:17; 14:17; Ezequiel. 9:4).

      “Ellos recibirán consolación.” Con estas palabras, Cristo se refiere principalmente a la eliminación de la culpa que carga la conciencia. Esto es logrado por la aplicación que el Espíritu hace del Evangelio de la gracia de Dios para aquel a quien Él ha convencido de su extrema necesidad de un salvador. El resultado es un sentir de libre y total perdón a través de los méritos de la sangre expiatoria de Cristo. Esta consolación divina es “la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento” (Filipenses 4:7), llenando el corazón de aquel que ahora está seguro de que es “[acepto] en el Amado” (Efesios 1:6). Dios hiere antes de sanar y humilla antes de exaltar. Primero hay una revelación de Su justicia y de Su santidad, luego nos da a conocer Su misericordia y Su gracia.

      Las palabras “ellos recibirán consolación”, también tienen un constante cumplimiento en la experiencia de un cristiano. Aunque él lamenta sus inexcusable fracasos y se los confiesa a Dios, aun así, es consolado por la certeza de que la sangre de Jesucristo, el Hijo de Dios, lo limpia de todo pecado (1 Juan 1:7). Aunque se lamenta por la deshonra provocada a Dios en todo aspecto, aun así, es consolado por el conocimiento de que se acerca rápidamente el día en el que Satanás será echado al infierno para siempre y los santos reinarán con el Señor Jesús en “cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 Pedro 3:13).

      Aunque a menudo, la mano del Señor es puesta sobre él y, aunque “ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza” (Hebreos 12:11), no obstante, es consolado al darse cuenta de que todo esto está resultando para él en “un cada vez más excelente y eterno peso de gloria” (2 Corintios 4:17). Tal como el apóstol Pablo, el creyente que está en comunión con su Señor puede decir, “Como entristecidos, mas siempre gozosos” (2 Corintios 6:10). Puede que él, a menudo, sea llamado a beber de las amargas aguas de Mara, pero Dios ha plantado un árbol muy cerca para endulzarlas. Sí, los cristianos que lloran son consolados aun ahora por el Consolador divino: por la ministración de Sus siervos, por las palabras de ánimo de hermanos cristianos y (cuando éstas no están a su disposición) por las preciosas promesas de la Palabra que son traídas a casa desde las bodegas de sus memorias, a sus corazones, en poder por el Espíritu.

      “Ellos recibirán consolación.” El mejor vino es reservado para el final. “Por la noche durará el lloro, y a la mañana vendrá la alegría” (Salmo 30:5). Durante la larga noche de Su ausencia, los creyentes han sido llamados a tener comunión con Él que fue el Varón de Dolores. Pero está escrito, “Si... padecemos juntamente con él... juntamente con él [seremos] glorificados” (Romanos 8:17). ¡Qué consuelo y gozo será nuestro cuando amanezca sin nubes! Entonces, “huirán la tristeza y el gemido” (Isaías 35:10). Entonces, serán cumplidas las palabras de la gran voz celestial en Apocalipsis 21:3, 4:

      He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo,y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte,ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron.

      La Tercera Bienaventuranza

      “Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad.” (Mateo 5:5)

      Ha habido diferencias de opinión considerables en relación al significado de la palabra manso. Algunos consideran que su significado es paciencia, un espíritu de resignación; algunos consideran que significa generosidad, un espíritu de auto-abnegación; otros, amabilidad, un espíritu de no represalias, cargando las aflicciones en la intimidad. Sin duda, hay una cuota de verdad en cada una de estas definiciones. Aun así, al escritor le parece que ellas no ahondan lo suficiente, ya que fallan al no considerar el orden de esta tercera Bienaventuranza. En persona, definiríamos la mansedumbre como la humildad. “Bienaventurados los mansos”, esto es, los humildes, los modestos. Veamos si es que otros pasajes así lo corroboran.

      La primera vez que aparece la palabra manso en las Escrituras es en Números 12:3. Aquí, el Espíritu de Dios ha señalado un contraste en relación al que está registrado en los versículos previos. Ahí leemos que María y Aarón hablan en contra de Moisés: “¿Solamente por Moisés ha hablado Jehová? ¿No ha hablado también por nosotros?” Tal lenguaje traicionó el orgullo y la soberbia de sus corazones, su búsqueda y ansias de honor. Como la antítesis de esto, leemos, “Y aquel varón Moisés era muy manso”. Esto debe significar que él fue movido por un espíritu totalmente opuesto al espíritu de su hermano y hermana.

      Moisés era humilde, modesto y una persona que renunciaba a sí mismo. Esto está registrado para nuestra admiración e instrucción en Hebreos 11:24-26. Moisés le dio la espalda a los honores del mundo y a las riquezas terrenales, escogiendo deliberadamente la vida de un peregrino, en lugar a la de un cortesano. El escogió el desierto en lugar del palacio. La humildad de Moisés es vista nuevamente cuando Jehová se le apareció por primera

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