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      —¡Y yo —exclamó D’Artagnan— no quiero que nadie ría cuando no me place!

      —¿De verdad, señor? —continuó el desconocido más tranquilo que nunca—. Pues bien, es muy justo —y girando sobre sus talones se dispuso a entrar de nuevo en la hostería por la puerta principal, bajo la que D’Artagnan, al llegar, había observado un caballo completamente ensillado.

      Pero D’Artagnan no tenía carácter para soltar así a un hombre que había tenido la insolencia de burlarse de él. Sacó su espada por entero de la funda y comenzó a perseguirle gritando:

      —¡Volveos, volveos, señor burlón, para que no os hiera por la espalda!

      —¡Herirme a mí! —dijo el otro girando sobre sus talones y mirando al joven con tanto asombro como desprecio—. ¡Vamos, vamos, querido, estáis loco!

      Luego, en voz baja y como si estuviera hablando consigo mismo:

      —Es enojoso —prosiguió—. ¡Qué hallazgo para su majestad, que busca valientes de cualquier sitio para reclutar mosqueteros!

      Acababa de terminar cuando D’Artagnan le alargó una furiosa estocada que, de no haber dado con presteza un salto hacia atrás, es probable que hubiera bromeado por última vez. El desconocido vio entonces que la cosa pasaba de broma, sacó su espada, saludó a su adversario y se puso gravemente en guardia. Pero en el mismo momento, sus dos oyentes, acompañados del hostelero, cayeron sobre D’Artagnan a bastonazos, patadas y empellones. Lo cual fue una diversión tan rápida y tan completa en el ataque, que el adversario de D’Artagnan, mientras éste se volvía para hacer frente a aquella lluvia de golpes, envainaba con la misma precisión, y, de actor que había dejado de ser, se volvía de nuevo espectador del combate, papel que cumplió con su impasibilidad de siempre, mascullando sin embargo:

      —¡Vaya peste de gascones! ¡Ponedlo en su caballo naranja, y que se vaya!

      —¡No antes de haberte matado, cobarde! —gritaba D’Artagnan mientras hacía frente lo mejor que podía y sin retroceder un paso a sus tres enemigos, que lo molían a golpes.

      —¡Una gasconada más! —murmuró el gentilhombre—. ¡A fe mía que estos gascones son incorregibles! ¡Continuad la danza, pues que lo quiere! Cuando esté cansado ya dirá que tiene bastante.

      Pero el desconocido no sabía con qué clase de testarudo tenía que habérselas; D’Artagnan no era hombre que pidiera merced nunca. El combate continuó, pues, algunos segundos todavía; por fin, D’Artagnan, agotado dejó escapar su espada que un golpe rompió en dos trozos. Otro golpe que le hirió ligeramente en la frente, lo derribó casi al mismo tiempo todo ensangrentado y casi desvanecido.

      En este momento fue cuando de todas partes acudieron al lugar de la escena. El hostelero, temiendo el escándalo, llevó con la ayuda de sus mozos al herido a la cocina, donde le fueron otorgados algunos cuidados.

      En cuanto al gentilhombre, había vuelto a ocupar su sitio en la ventana y miraba con cierta impaciencia a todo aquel gentío cuya permanencia allí parecía causarle viva contrariedad.

      —Y bien, ¿qué tal va ese rabioso? —dijo volviéndose al ruido de la puerta que se abrió y dirigiéndose al hostelero que venía a informarse sobre su salud.

      —¿Vuestra excelencia está sano y salvo? —preguntó el hostelero.

      —Sí, completamente sano y salvo, mi querido hostelero, y soy yo quien os prequnta qué ha pasado con nuestro joven.

      —Ya esta mejor —dijo el hostelero—: se ha desvanecido totalmente.

      —¿De verdad? —dijo el gentilhombre.

      —Pero antes de desvanecerse ha reunido todas sus fuerzas para llamaros y desafiaros al llamaros.

      —¡Ese buen mozo es el diablo en persona! —exclamó el desconocido.

      —¡Oh, no, excelencia, no es el diablo! —prosiguió el hostelero con una mueca de desprecio—. Durante su desvanecimiento lo hemos registrado, y en su paquete no hay más que una camisa y en su bolsa nada más que doce escudos, lo cual no le ha impedido decir al desmayarse que, si tal cosa le hubiera ocurrido en Paris, os arrepentiríais en el acto, mientras que aquí sólo os arrepentiréis más tarde.

      —Entonces —dijo fríamente el desconocido—, es algún príncipe de sangre disfrazado.

      —Os digo esto, mi señor —prosiguió el hostelero—, para que toméis precauciones.

      —¿Y ha nombrado a alguien en medio de su cólera?

      —Lo ha hecho, golpeaba sobre su bolso y decía: «Ya veremos lo que el señor de Tréville piensa de este insulto a su protegido.»

      —¿El señor de Tréville? —dijo el desconocido prestando atención—. ¿Golpeaba sobre su bolso pronunciando el nombre del señor de Tréville?… Veamos, querido hostelero: mientras vuestro joven estaba desvanecido estoy seguro de que no habréis dejado de mirar también ese bolso. ¿Qué había?

      —Una carta dirigida al señor de Tréville, capitán de los mosqueteros.

      —¿De verdad?

      —Como tengo el honor de decíroslo, excelencia.

      El hostelero, que no estaba dotado de gran perspiscacia, no observó la expresión que sus palabras habían dado a la fisonomía del desconocido. Este se apartó del reborde de la ventana sobre el que había permanecido apoyado con la punta del codo, y frunció el ceño como hombre inquieto.

      —¡Diablos! —murmuró entre dientes—. ¿Me habrá enviado Tréville a ese gascón? ¡Es muy joven! Pero una estocada es siempre una estocada, cualquiera que sea la edad de quien la da, y no hay por qué desconfiar menos de un niño que de cualquier otro; basta a veces un débil obstáculo para contrariar un gran designio.

      Y el desconocido se sumió en una reflexión que duró algunos minutos.

      —Veamos, huésped —dijo—, ¿es que no me vais a librar de ese frenético? En conciencia, no puedo matarlo, y sin embargo —añadió con una expresión fríamente amenazadora—, sin embargo, me molesta. ¿Dónde está?

      —En la habitación de mi mujer, donde se le cura, en el primer piso.

      —¿Sus harapos y su bolsa están con él? ¿No se ha quitado el jubón?

      —Al contrario, todo está abajo, en la cocina. Pero dado que ese joven loco os molesta…

      —Por supuesto. Provoca en vuestra hostería un escándalo que las gentes honradas no podrían aguantar. Subid a vuestro cuarto, haced mi cuenta y avisad a mi lacayo.

      —¿Cómo? ¿El señor nos deja ya?

      —Lo sabéis de sobra, puesto que os he dado orden de ensillar mi caballo. ¿No se me ha obedecido?

      —Claro que sí, y como vuestra excelencia ha podido ver, su caballo está en la entrada principal, completamente aparejado para partir.

      —Está bien, haced entonces lo que os he pedido.

      —¡Vaya! —se dijo el hostelero—. ¿Tendrá miedo del muchacho?

      Pero una mirada imperativa del desconocido vino a detenerle en seco. Saludó humildemente y salió.

      —No es preciso advertir a milady sobre este bribón —continuó el extraño—. No debe tardar en pasar; viene incluso con retraso. Decididamente es mejor que monte a caballo y que vaya a su encuentro… ¡Sólo que si pudiera saber lo que contiene esa carta dirigida a Tréville!…

      Y el desconocido, siempre mascullando, se dirigió hacia la cocina.

      Durante este tiempo, el huésped, que no dudaba de que era la presencia del muchacho lo que echaba al desconocido de su hostería, había subido a la habitación de su mujer y había encontrado a D’Artagnan dueño por fin de sus sentidos. Entonces, tratando de hacerle comprender que la

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