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dos jóvenes deslizáronse de sus asientos y cayeron de hinojos a los pies del doctor, que poniendo las manos sobre sus cabezas, alzó los ojos al cielo brillándole de gozo la mirada mientras sus labios parecían murmurar una oración de gracias al Altísimo. Ellos, en tanto, con timidez y en voz baja se decían:

      —¿Es cierto que me amaba usted hace ya tiempo, Antoñita?

      —Así, pues, su amor ¿no era una ilusión, Amaury?

      —¿No está usted viendo mi alegría?—exclamaba éste.

      —Y usted ¿no ve mis lágrimas?—replicaba ella.

      Y en palabras entrecortadas, apretones de manos y miradas de intensa ternura, desbordábase su amor por tanto tiempo contenido, mientras el bondadoso anciano, presto a dejar ya esta vida, desde el borde de su tumba impetraba de Dios bendiciones sobre la cabeza de los que aun debían disfrutar los goces de la existencia.

      —Ea, hijos míos, yo no estoy para sufrir emociones—dijo el señor de Avrigny.—Ahora soy completamente feliz con esta unión, y me iré muy tranquilo al otro mundo. Pero no tenemos tiempo que perder; por lo menos yo, no puedo tener más prisa. La boda se habrá de efectuar dentro de este mismo mes. Como yo no puedo ni quiero salir de Ville d'Avray enviaré poderes e instrucciones al conde de Mengis para que me represente. Dentro de un mes, Amaury, el 1.º de agosto, me traerás a tu esposa y aquí pasaremos, como hoy, el día los tres juntos.

      En aquel instante, mientras Amaury y Antonia, muy emocionados contestaban al doctor cubriendo de besos y de lágrimas sus manos, se oyó un gran rumor en el vestíbulo y abriéndose la puerta de la estancia entró el criado José.

      —¿Quién viene ahora a molestarnos?—preguntó Avrigny.

      —Señor—respondió el sirviente—es un caballero que ha venido en un simón y dice que necesita verle a usted a toda costa para hablarle de un asunto del cual depende la felicidad de la señorita Antonia. Pedro y Jaime se han visto muy apurados para contenerle. En fin, ahí le tiene usted.

      Efectivamente, cuando el fiel José pronunciaba estas palabras, entró Felipe, encendido y jadeante: saludó al doctor y a su sobrina y estrechó la mano a Amaury. José se retiró discretamente.

      —¡Ah! ¿Estás aquí, amigo Amaury?—dijo Felipe.—Me alegro mucho; así podrás decirle luego al conde de Mengis cómo sabe Felipe Auvray reparar los desaciertos que le hace cometer su torpeza.

      Amaury y Antoñita cambiaron una mirada y Felipe, avanzando con gravedad hacia el doctor le dijo solemnemente:

      —Pídole mil perdones, señor de Avrigny, por presentarme aquí con tal desaliño en el traje, que hasta traigo agujereado el sombrero; pero las circunstancias que me obligan a venir son tan especiales que no admiten dilación. Caballero, tengo el honor de pedirle la mano de su sobrina la señorita Antonia de Valgenceuse.

      —Y yo a mi vez, caballero—contestó el doctor—tengo el honor de invitarle a usted a la boda de mi sobrina, la señorita Antonia de Valgenceuse, con el conde Amaury de Leoville, la cual habrá de celebrarse a fines de este mes.

      Felipe de Auvray lanzó un grito agudo, desgarrador, indefinible, y sin saludar, sin despedirse de nadie, huyó de aquella casa como un loco, y un momento después el simón llevaba al desesperado mozo camino de París.

      El desdichado Felipe había llegado, como siempre, con media hora de retraso.

      Conclusión

      Índice

      Era el día 1.º de agosto. Los dos esposos, instalados en su lindo palacio de la calle de los Maturinos, no observaban en medio de su arrulladora conversación de recién casados, que el día avanzaba a pasos agigantados.

      —Oye, Amaury—dijo de pronto Antoñita.—Tenemos que marcharnos; ya son cerca de las doce y mi tío nos aguarda.

      —Ya no les aguarda, señorita—dijo a su espalda la voz de José.—El señor de Avrigny, que sintiendo agravarse su enfermedad estos días me prohibió en absoluto comunicárselo a ustedes para no entristecerlos, dejó de existir ayer a las cuatro de la tarde.

      A aquella misma hora, Antoñita y Amaury habían recibido la bendición nupcial en la iglesia de Santa Cruz de Autin.

      ———

      Al concluir el secretario del conde de M… la lectura del manuscrito, reinó un sepulcral silencio que al fin hubo de romper el conde para decir:

      —Ya ven ustedes ahora cuál es el amor del cual se muere y cuál es aquél que no consigue matarnos.

      —Sí—repuso un joven,—pero, ¿y si yo dijese que cuando ustedes quieran puedo contarles una historia en la cual el novio muere sin remedio y el padre es allí el superviviente?

      —Eso nos demostraría—dijo el conde riendo—que, si las historias pueden probar mucho en literatura, no prueban en moral absolutamente nada.

      Los tres mosqueteros

       Índice

       Prefacio

       Capítulo 1 Los tres presentes del señor D’Artagnan padre

       Capítulo 2 La antecámara del señor de Tréville

       Capítulo 3 La audiencia

       Capítulo 4 El hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis

       Capítulo 5 Los mosqueteros del rey y los guardias del señor cardenal

       Capítulo 6 Su majestad el rey Luis XIII

       Capítulo 7 Los mosqueteros por dentro

       Capítulo 8 Una intriga de corte

       Capítulo 9 D’Artagnan se perfila

       Capítulo 10 Una ratonera en el siglo XVII

       Capítulo 11 La intriga se anuda

       Capítulo 12 Georges Villiers, duque de Buckingham

       Capítulo 13 El señor Bonacieux

       Capítulo 14 El hombre de Meung

       Capítulo 15 Gentes de toga y gentes de espada

       Capítulo 16 Donde el señor guardasellos Séguier buscó más de una vez la campana para tocarla como lo

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