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de interrogantes, entendí que la experiencia danzaria de la academia obedecía a otras lógicas e intenciones formativas distintas de aquellas que se dan en la tradición viva de los pueblos y que cada una tiene su propia forma-sujeto moldeada en la grafía de su performance. Su práctica causa y moldea la percepción de sí mismo bajo premisas diferentes, e incluso puede empoderar a sus practicantes hasta convertirlos en agentes de su propia resistencia y transformación subjetiva.

      LA RESOLUCIÓN DE LA TENSIÓN: EL POTENCIAL FORMADOR Y TRANSFORMADOR DE LA EXPERIENCIA DANZARIA EN LA CONFIGURACIÓN DE SUJETOS

      Mi comprensión sobre el entorno experiencial y su potencial transformador de los sujetos me condujo a interrogar de nuevo el ámbito educativo de la danza y la condición vivencial que se requeriría para formar artistas. La reflexión acerca del Arte Danzario y los matices de su práctica motivó la búsqueda investigativa de un currículo de danza pertinente para nuestro contexto, la que a su vez condujo a la consolidación de una nueva carrera profesional para el país que tiene como horizonte formar artistas a partir de un trabajo sobre sí, lo cual implica no solo la transformación física para la ejecución virtuosa del movimiento, sino, ante todo, la generación de espacios de transformación de la propia percepción desde y hacia el desarrollo de la posibilidad crítica y creativa. El cotidiano interrogante en este espacio es acerca de la experiencia transformadora de sí mismo que puede generarse a partir del encuentro formativo consolidado en las cambiantes vivencias educativas que buscan hacer artistas contemporáneos de la danza.

      La constante en mi búsqueda y práctica profesional como bailarina, psicóloga y docente ha sido entonces tratar de subvertir el potencial formador y transformador de la experiencia danzaria en la configuración de seres humanos, bien fuese, en un primer momento, pensada desde la transformación perceptiva de sí mismo en términos de autoimagen y autoestima o, en un segundo momento, como la experiencia mediada que pretende dar forma a los sujetos en los procesos académicos. Observar y vivenciar el performance de la danza viva en el cotidiano de los pueblos y el performance de los extracotidianos folclorismos escénicos me permitió contrastar estas prácticas como ámbitos experienciales distintos, cuya intención estructuradora es diferente e incluso opuesta en la generación de tipos de subjetividades. Asimismo, mi práctica en la formación de los artistas danzarios y la observación del performance escénico de lo folclórico vuelto arte en los escenarios contemporáneos me resultan experienciaciones diferentes de las anteriores y, por lo tanto, con efectos igualmente contrastantes en la forma-sujeto que promueven.

      Este camino, cuyo recorrido me condujo por los entramados de la práctica danzaria desde los folclorismos y la tradición viva en Colombia y, en suma, el devenir de mi oficio, me han llevado a cuestionarme hoy por la forma en que se manifiestan en la práctica danzaria del pueblo costero colombiano los contenidos políticos, éticos y estéticos archivados en la corporeidad y evidenciados en las manifestaciones sensibles e intersensibles de los sujetos del bullerengue. También me situaron ante el interrogante de cómo estos sujetos realizan prácticas de transformación existencial relacionadas con la vivencia de este baile-cantado, que agencian la conformación de sus propias subjetividades, caracterizadas por resistir históricamente a prácticas de violencia, esclavitud, dominación y muerte.

      DEL BULLERENGUE COMO VIVENCIA Y MOTIVO DE INDAGACIÓN

      Siendo una joven estudiante universitaria aprendí en Bogotá la danza de las costas, disfrutando de la guía de mi maestra Delia Zapata Olivella, quien disciplinada y amorosamente nos invitaba con su veteranía a rehabitar cada rincón de nuestro cuerpo en sesiones de música, danza y ritual. “Mira, chica, la cadera se siente aquí”, decía, colocando mi mano en el centro del cuerpo arribita del ombligo, es como si la boca del estómago devorara la mano. Mi cuerpo se dejaba mecer al son del iterativo bullerengue, mientras mi mente se adormecía en el trance y la repetición:

      Aguacero ‘e mayo, déjalo caer […]

      mañana cuando me vaya, quién se acordará de mí

      solamente la tinaja, por el agua que bebí

      solamente la tinaja, por el agua que bebí

      Aguacero ‘e mayo, déjalo caer […].4

      De la mano de la Yeya, como llamábamos a Delia cariñosamente, fui descubriendo que “las rayas y puntos, los puntos y rayas”5 de los mapas, como nos fueron mostrados, no alcanzan a contener el vaivén de los sentires. Descubrí que, vanamente, las convenciones de los mapas, las divisiones políticas, se imponen como corsés todopoderosos tratando de contener la voluptuosidad de los encuentros (Ospina y García 2009). Mi ser se estremecía con los sonidos del tambor y mi vida de bailarina andina iniciaba su transformación. La cumbia, el porro, el bullerengue, junto a las danzas de carnaval y de salón, motivaron el descubrimiento de aquel otro país, sus múltiples corporeidades y sus poéticos sentires.

      La danza del bullerengue era para nosotras el momento en que la música solicitaba al grupo de mujeres vestidas de blanco al ritual de iniciación, que nuestra maestra mostraba como la danza de origen africano que presentaba a las niñas púberes en sociedad, pues ya estaban listas para concebir y podían ser elegidas como parejas para formar un hogar. Era también la danza funebria6 dentro del ritual de lumbalú o el baile a Yemayá, la madre de los siete orishas. Danzado en los escenarios o repetido muchas veces en el patio de ensayos del palenque de Delia en La Candelaria, una y otra vez el bullerengue nos causaba estados de placidez y entrega al sensual movimiento de la cadera, al batir de palmas y al canto. Nunca pensé que su propuesta coreográfica y puesta en escena suscitarían tanta controversia entre folcloristas e investigadores.

      La enseñé muchas veces como me fue enseñada y más tarde inicié otras búsquedas intentando satisfacer mi deseo de creación escénica. Para ello me acerqué a libros, documentales y luego a investigadores, cuyas versiones contrastaban con lo aprendido. En mi aproximación a los festivales, concursos y talleres fui entendiendo que muchas danzas —entre ellas el bullerengue— se interpretaban de diversas formas y que existían aún como danzas vivas o bailes en sus lugares de origen y recorrido histórico, en donde su performance contrastaba con aquel representado por los grupos de danza folclórica en los escenarios. Así nació mi deseo de entrar en contacto con los verdaderos portadores de estas formas corporales y escénicas.

      El final de aquella época lo marcó la muerte de mi maestra Delia, justo cuando me encontraba “montando” el Bullerengue de velorio. Cuando lo mostramos en escena, lo hicimos como homenaje póstumo a ella. La Yeya siempre decía que le tenía mal agüero, pues cada vez que lo montaba, alguien conocido moría.

      Como docente de danza folclórica en la universidad, enseñé esta y otras danzas en las que se hacía necesario establecer una relación más cercana con su forma cotidiana para instaurar similitudes y contrastes y comprender cuál era su uso en la vida diaria, en la fiesta y en el arte danzario. Emprendí entonces, en medio de otras búsquedas investigativas y formativas, la creación de un semillero de investigación en danza tradicional colombiana al que llamamos Saberes, Rituales y Símbolos de la Tradición en la Danza, dentro del cual se desarrolló durante unos cuatro años el proyecto de investigación formativa denominado Danza Memoria. Emerge de este proceso la “Ruta de Bullerengue: entre Ríos, Lereos, Tambores y Baile”, una interesante propuesta de investigación formativa, cuyo objetivo era consolidar el conocimiento transmitido por los cultores en los talleres que se habían venido generando con el proyecto de Danza Memoria, desde la interacción directa con las gentes en sus territorios de origen, para dar lugar a un intercambio de saberes que fortaleciera la memoria de la danza tradicional bajo el enfoque investigativo de la urdimbre y la metodología de la trama.

      Desde la participación dentro de un recorrido que incluyó en ese momento Cartagena, Palenque de San Basilio, María la Baja y Puerto Escondido, se involucró a un grupo de estudiantes, docentes e investigadores en la fiesta y la cotidianidad de cada uno de estos lugares. Se motivó el intercambio desde pretextos vivenciales, entre ellos, los cruces de caminos: territorios y fronteras físicas y simbólicas; las fiestas y bailes, como los bailes cantaos, testimonios de vida y cuerpos que cantan y cuentan esperanzas,

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