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las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero. En la actualidad, en relación con 1750, la atmósfera contiene un 150% más de gas metano y un 45% más de dióxido de carbono producto de emisiones antrópicas (Bonneuil y Fressoz, 2013: 19). Como consecuencia de estas emisiones, desde mediados del siglo XX la temperatura aumentó 0,8 ºC, y el Grupo Intergubernamental de Expertos para el Cambio Climático (IPCC, por sus iniciales en inglés)[5] anticipa un incremento de la temperatura de entre 1,2 y 6 ºC desde la fecha hasta fines del siglo XXI. Para los científicos, la barrera de más de 2 ºC ya constituye un umbral de peligro, pero el aumento podría ser mayor si todo continúa como hasta ahora (business as usual).

      El informe “The Carbon Majors” (2017), realizado por una organización sin fines de lucro (Carbon Disclosure Project [CDP]), encontró que más de la mitad de las emisiones industriales mundiales desde 1988 correspondían a veinticinco empresas y entidades estatales. Grandes empresas petroleras como ExxonMobil, Shell, BP y Chevron son algunas de las mayores emisoras de contaminantes. Asimismo, de acuerdo con ese informe, si continúa la extracción de combustibles fósiles al ritmo actual durante los próximos veintiocho años, las temperaturas medias subirán cerca de 4 ºC hacia el final del siglo.

      El segundo factor de alarma se refiere a la pérdida de biodiversidad –la destrucción del tejido de la vida y de los ecosistemas– acelerada por el cambio climático. Baste subrayar que en los últimos decenios la tasa de extinción de las especies ha sido mil veces superior que la normal geológica. Pero los ecosistemas terrestres no son los únicos amenazados. La acidificación de los océanos, producto de la concentración de dióxido de carbono que cambia la química del agua y pone en riesgo la vida de los ecosistemas marinos, es la otra cara del calentamiento global. Por eso se habla de la “sexta extinción”, aunque a diferencia de las cinco anteriores, que se explicaban por factores exógenos (el enfriamiento global o la caída de un asteroide), la hipótesis de una sexta extinción es de origen antrópico, lo cual indica la responsabilidad central de la acción humana y su impacto sobre la vida del planeta.

      Es cierto que las sucesivas extinciones terminaron con una parte importante de las especies debido a factores exógenos, pero la vida en la Tierra siempre mostró una gran capacidad de resiliencia. Donna Haraway (2016), citando a la bióloga Anna Tsing, sostiene que en el Holoceno todavía abundaban las áreas de refugio donde los distintos organismos podían sobrevivir en condiciones desfavorables para luego desarrollar una estrategia de repoblamiento. Lo novedoso y lo drástico del Antropoceno es que implica la destrucción de espacios y tiempos de refugio para cualquier organismo –animal, vegetal o humano–, no solo por la magnitud del proceso sino también por su velocidad. Todo indica que la aceleración de los cambios dificultaría la posibilidad de adaptación. En consecuencia, el Antropoceno es menos una nueva era que una “bisagra” y nos obliga a reconocer que “lo que viene no será como lo que vino antes”.

      Otro de los factores críticos alude a los cambios en los ciclos biogeoquímicos, que son fundamentales para mantener el equilibrio de los ecosistemas. Tal como sucedió con el ciclo del carbono, los ciclos del agua, del nitrógeno, del oxígeno y del fósforo –esenciales para la reproducción de la vida– quedaron bajo control humano en los últimos dos siglos. El aumento desmedido de la actividad industrial, la deforestación, la contaminación del agua y de los suelos por acción de los fertilizantes alteran estos ciclos. Por ejemplo, la creciente demanda de energía implicó una modificación del ciclo del agua mediante la construcción de represas (Castro Soto, 2009). Además de la afectación de los ecosistemas y la pérdida de bienes naturales y del patrimonio cultural que queda sumergido para siempre, las represas han generado entre cuarenta y ochenta millones de personas desplazadas en el mundo.

      Todos estos indicadores reflejan un aumento exponencial de impactos de origen antrópico sobre el planeta a partir de 1950, período en el cual la población mundial se duplicó, el producto bruto global aumentó unas quince veces y el número de automotores cerca de veinte veces (Steffen y otros, cit. en Barros y Camilloni, 2016: 20). El descubrimiento y la utilización de energía abundante y barata fue lo que posibilitó este salto cualitativo en la vida moderna. Hoy por hoy, la huella ecológica global de la humanidad excede la capacidad de regeneración de los ecosistemas. Consumimos una vez y media más de lo que el planeta puede proveer de manera sustentable. De persistir el actual sistema de consumo, hacia 2030 necesitaremos el equivalente a dos planetas Tierra para mantener a la humanidad, y hacia 2050, tres planetas.

      Otro factor de alarma son los cambios en el modelo de consumo, fundado en el esquema de obsolescencia precoz y programada de los productos, que obliga a renovarlos una y otra vez, y tiende a maximizar los beneficios del capital. Este proceso se ha inscripto, en las últimas décadas, en un movimiento mucho más amplio vinculado con un modelo alimentario a gran escala y de enorme impacto sobre la salud de las personas y la vida de animales, plantas y campos, promovido por lógicas de marketing y poderosos lobbies empresariales apoyados por políticas de Estado. Un modelo construido por las grandes firmas agroalimentarias que genera una degradación de todos los ecosistemas: expansión de monocultivos, aniquilación de la biodiversidad, tendencia a la sobrepesca, contaminación por fertilizantes y pesticidas, desmonte y deforestación, acaparamiento de tierras. También genera un incremento de la emisión de gases de efecto invernadero, no solo en el proceso de producción sino durante el transporte de los bienes. Como sostienen Nazaret Castro y otros (2019), enfrentamos la consolidación de “un régimen agroalimentario corporativo” con impacto negativo sobre la salud y las condiciones de vida de millones de personas. Estos modelos alimentarios no alimentan; antes bien, el consumo de productos ultraprocesados conlleva graves perjuicios para la salud: generan adicción y numerosas enfermedades, entre ellas, la obesidad, que ya es una epidemia mundial (Barruti, 2013). Asimismo, reflejan una tendencia a la homogeneización: “La apariencia de variedad de marcas y coloridos envases que ofrecen las góndolas de los supermercados oculta un agudo proceso de homogeneización de los ingredientes y de oligopolización de la alimentación a escala planetaria” (Castro y otros, 2019).

      Aunque estos modelos de desarrollo se han impuesto en las últimas décadas, su transformación o su desmantelamiento no resultarán fáciles, y no solo por causa de los grandes lobbies empresariales. Cuanto más compleja es una sociedad, más expuesta y vulnerable deviene; o sea, más dependiente de su propia complejidad y de los recursos (energéticos) que la mantienen en funcionamiento. Es tal la complejidad organizativa de la sociedad global actual que requiere cada vez mayor cantidad de energía per cápita para mantenerse. Capitalismo y complejidad van así de la mano.

      A diferencia de lo que ocurría en un pasado no tan lejano, nuestras narrativas del fin no se nutren de creencias religiosas, sino que poseen una amplia base científica y un correlato más estrecho con la realidad. El dramático acoplamiento entre tiempos geológicos y tiempos humanos instala numerosos interrogantes. En el auge de la aceleración del metabolismo social que impulsa la extracción desenfrenada de recursos no renovables, destruye la biodiversidad, cambia los ciclos de la naturaleza, fomenta un consumo irresponsable e insostenible y modelos alimentarios insustentables, ¿es posible tomar decisiones a nivel global y local que contribuyan a detenerlo? ¿Es una mera cuestión de complejidad social o es parte del discurso

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