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comandada por Bolivia[12] y celebrada por su carácter rupturista denunció la responsabilidad del capitalismo en el deterioro del ambiente y la deuda ecológica, y buscó poner en agenda los Derechos de la Naturaleza y el Buen Vivir. Sin embargo, la iniciativa del gobierno boliviano fue de corto aliento. Un año después su propuesta no fue contemplada en la COP de Cancún; los movimientos sociales que cuestionaban la cumbre fueron mantenidos lejos del recinto oficial y Bolivia quedó sola a la hora de las votaciones. Como broche de oro, el fondo verde creado en la COP y orientado a mitigar los impactos del cambio climático quedó bajo la supervisión del Banco Mundial.

      Para explicar el fracaso de las sucesivas cumbres del clima, la periodista Naomi Klein alude al proceso de radicalización del capitalismo en las últimas décadas. Sostiene que el fracaso está vinculado a la importancia del libre comercio desde la creación de la OMC, en 1995. Esto deja en claro que el negacionismo no es solo una ideología del libre mercado, puesto que, al calor de la globalización, tuvo profundas consecuencias en el armado de la nueva arquitectura comercial mundial. A través de la OMC y sus nuevos acuerdos comerciales, el fundamentalismo de mercado –el capitalismo neoliberal en su formato actual– es el gran responsable de sobrecalentar el planeta (Klein, 2015: 122).

      A nivel global, desde la Cumbre de Río en 1992, se sucedieron numerosas crisis económicas, sociales y políticas, entre ellas la del sudeste asiático (1997/1999), el efecto tequila en México (1994), la crisis argentina (1998/2001) y, por supuesto, la gran crisis financiera de 2008, que comenzó en los Estados Unidos pero impactó sobre el mundo entero y generó millones de desocupados. La crisis de 2008 fue un trampolín para los nuevos negocios: los países centrales comenzaron a impulsar el modelo denominado “economía verde con inclusión”, que extiende el formato financiero del mercado del carbono hacia otros elementos de la naturaleza –como el aire y el agua– y también hacia sus procesos y funciones. Por paradójico que suene, los modelos económicos que mercantilizan todavía más la naturaleza fueron vistos como una alternativa para combatir la profunda recesión.

      En su forma más básica, la economía verde presenta bajas emisiones de carbono, utiliza los recursos naturales de forma eficiente y es incluyente en lo social. En una economía verde, el aumento de los ingresos y la creación de empleo deben derivar de inversiones públicas y privadas destinadas a reducir las emisiones de carbono y la contaminación, a promover un uso eficiente de la energía y los recursos, y a evitar la pérdida de diversidad biológica y de servicios de los ecosistemas, ya que de esa diversidad depende la provisión de recursos (como alimentos, aire limpio, agua potable), o de procesos (como la descomposición de desechos) (Pnuma, 2011: 9). Sin embargo, esta visión no cuestiona el crecimiento indefinido de la economía ni los impactos socioambientales y su relación con el modelo capitalista. La premisa general sostiene que los mercados han operado con “fallas de información”, sin incorporar el costo de las externalidades y con políticas públicas inadecuadas, como los “subsidios perversos” para el ambiente.

      Una vez más, será necesario imponer modificaciones sustanciales a los ordenamientos jurídicos nacionales para acompañar la transición hacia una economía verde en el contexto del llamado “desarrollo sostenible”. Por ejemplo, muchos bienes comunes deberán cambiar su estatus jurídico para pasar a ser bienes sujetos a la apropiación privada y de esta forma ingresar en los mercados y constituirse en nuevas fuentes de financiamiento. Por otra parte, los procesos de los ecosistemas mercantilizados como “servicios ambientales” crearán nuevos derechos patrimoniales, que serán instrumentados en títulos de crédito o de propiedad para los cuales habrá que crear nuevos mercados. En suma, bajo la denominación engañosa de economía verde, asistimos a la profundización de la mercantilización de la naturaleza, que traerá consigo una rotunda acentuación de los daños y las desigualdades que el capitalismo produjo hasta el presente. Incrementará la apropiación de los territorios de las comunidades locales e indígenas por las empresas transnacionales y estimulará los efectos adversos del neoextractivismo. No por casualidad, numerosas organizaciones y movimientos sociales rechazaron la estrategia de la economía verde –a la cual rebautizaron como “capitalismo verde”– por considerar que, lejos de representar un cambio positivo, propicia una mayor mercantilización de la naturaleza.

      En efecto, el negacionismo responde a una matriz ideológica ultraliberal y conservadora, que objeta el rol regulador del Estado. Es un discurso homogéneo que atraviesa diferentes problemáticas ambientales y sanitarias, tanto cuando refiere a la negación de los efectos nocivos del tabaco sobre la salud como cuando rechaza los impactos del calentamiento global. Desde esta perspectiva, cualquier intervención reguladora del Estado supone un atentado contra la libertad de mercado y, por ende, contra la libertad individual. En los Estados Unidos, esta posición involucró durante décadas a un mismo conjunto de actores sociales y políticos que, para poder rechazar la intervención reguladora del Estado, negaban la evidencia científica.

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