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los reyes y los miembros de los clanes aristocráticos, al ser poseedores de una energía psíquica (mana) mucho más poderosa que el pueblo llano, son capaces de violar tabúes y saltarse prohibiciones sin que los dioses los castiguen por ello. Una de las transgresiones más habituales en las familias de alta cuna es el incesto; cabía esperarlo tratándose de personas adoctrinadas desde la niñez en la superioridad de su linaje. Si un joven aristócrata, para quien las mujeres de la plebe son mercancía de usar y tirar, busca un alma digna de entregarle su amor, recurrirá a una muchacha de su familia cercana... ¿y quién más cercano que su propia hermana? Queda así justificada la endogamia, prerrogativa aristocrática que, no muy afortunada en términos biológicos, ha sido causa de desgracias genéticas sin cuento dentro de las familias reales. Todo esto viene de muy antiguo. A Tolomeo II, monarca helenístico de Egipto, le apodaban «Filadelfo» porque se casó con su hermana. «Filadelfo» (literalmente «amigo de la hermana») es un blando eufemismo; lo más adecuado, como amante de su hermana, hubiera sido «Adelferasta»... pero claro, suena más feo.

      Es natural que, elevados por encima de la chusma merced a la nobleza de su sangre, los miembros de las familias reales sientan la soledad de las alturas y busquen consuelo acostándose con quienes son de su misma camada. No hace falta irse al Antiguo Egipto para encontrar ejemplos: mismamente, nuestros Borbones han sido una familia de gran tradición endogámica, aunque ahora van de modernos y consienten en mestizarse con la plebe. En las últimas décadas han incorporado a las ramas más bajas de su árbol genealógico, como si fuesen esquejes de otra variedad botánica, a vulgares periodistas y deportistas sin rastro de sangre azul en sus venas. De este modo, los actuales miembros de la Casa Real exorcizan el fantasma del incesto que revolotea sobre su apellido y se atienen ejemplarmente a los tabúes del sistema de parentesco igual que todo hijo de vecino. Al menos en apariencia. No seré yo quien se ponga a investigar, desde luego. Estas cosas es mejor no tocarlas: mirad cómo acabó Eddard Stark.

      El candor de Bettie Page

      Hace poco tuve la ocasión de ver The Notorious Bettie Page (Mary Har-ron, 2005), un biopic sobre la icónica modelo fotográfica. Tal como está planteado en el guión, escrito por Guinevere Turner (Go Fish) y la propia Mary Harron (American Psycho), el meollo de la película radica en el conflicto moral que bulle en las mientes de la protagonista al verse implicada en un proceso judicial contra su empleador, Irving Klaw, que fue llevado ante los tribunales acusado de pornógrafo. La pobre Bettie Page, que había crecido en Nashville en un entorno conservador y cristianísimo, no termina de entender por qué las fotografías para las que ha posado suponen un atentado contra la moral pública o, peor aún, un pecado. Así, se puede decir que las reflexiones de Bettie sobre la pornografía toman un cariz teológico, como si estuviéramos leyendo una adaptación pulp de Dostoievski.

      En primer lugar, nos topamos con el problema del desnudo. Bunny Yeager, que la fotografió para la entonces recién nacida revista Playboy, decía que Bettie era una nudista nata. Esta moderna Friné, espontánea, sin complejos y dotada de un cuerpo privilegiado, era inmune a la vergüenza de exhibirse que atenaza al común de los mortales. Frente a una cámara se encontraba más cómoda sin ropa que con ella. Partiendo de esto, la contradicción que Bettie no era capaz de encajar se resume en que, si bien por una parte los guardianes de la decencia (esto es, las autoridades civiles y religiosas) condenan unánimemente la desnudez como inmoral, por otra parte el acto de mostrar el propio cuerpo y enorgullecerse de él es, al fin y al cabo, una forma de honrar la obra del Creador. Adán y Eva no se cubrieron hasta el momento en que entraron en conciencia de haber desobedecido el mandato divino. Bettie, que siempre fue muy devota, experimenta el desnudo como una prenda de inocencia en las antípodas del pecado. Mirándolo en perspectiva dentro de la historia del cristianismo, la pin-up no ha sido la única en seguir este razonamiento. En la Antigüedad tardía floreció la secta de los adamitas, que reivindicaban el desnudo como expresión de la pureza del espíritu. Sobre ellos escribió San Agustín que «conviven desnudos hombres y mujeres, escuchan sus lecciones desnudos, desnudos celebran los sacramentos y por eso piensan ellos que su Iglesia es el paraíso». Ni que decir tiene que fueron furiosamente perseguidos por los curas del establishment, que desde siempre han preferido aferrarse a esa triste fórmula paulina que ve la carne como feudo del Maligno.

      Pero si la cuestión de lo pecaminoso del desnudo ya desazonaba a Bettie Page, aún más perpleja se quedaba al ver que los tribunales consideraban mucho más peligrosas que sus fotos sin ropa otro tipo de instantáneas. Se trata de las sesiones para las que posaba en el estudio de Irving Klaw. En ellas no se mostraba desnudez alguna. Según Bettie, eran simplemente una extravagancia, una mascarada para satisfacer el gusto de clientes sofisticados. Tacones imposibles, guantes largos, corsés de cuero, lencería negra y un amplio repertorio de objetos de atrezo (mordazas, cuerdas, fustas de guardarropía) con los que escenificaban juegos de dominación, raptos inverosímiles y azotainas de lo más kitsch. Bettie y sus compañeras se lo pasaban en grande posando para aquellos carnavalescos tableaux vivants. No le cabía en la cabeza que hubiera algo criminal en ello. En los años anteriores a su carrera como modelo, Bettie había sido víctima de abuso infantil, maltrato doméstico y una violación en grupo. Sin embargo, a juzgar por lo que decían los medios en referencia al caso Klaw, lo que había hecho ella disfrazándose ante la cámara era mucho más terrible que todo eso. El informe dictaminaba que aquellas imágenes de bondage eran una amenaza para la juventud estadounidense.

      Bettie Page en acción

      De acuerdo con un especialista clínico que fue llamado a declarar, más allá de convertir a los indefensos chavales en pervertidos sexuales, la exposición a este tipo de materiales les podía conducir «al suicidio, al asesinato y a la psicosis».

      La reina de las pin-ups no fue capaz de desentrañar aquel acertijo que le planteaban las esfinges macartistas de la censura. Consumida por el estigma de un pecado cuya naturaleza no alcanzaba a comprender, dejó la vida de modelo y se dedicó a predicar el Evangelio en Central Park. Sic transit gloria mundi.

      Tricofilia

      Aquellos pioneros con levitas negras y bigotes encerados que escribieron los grandes tratados decimonónicos de psicología sexual no olvidaron incluir en su catálogo de parafilias el fetichismo del cabello o tricofilia: según Émile Laurent, «una perversión sexual de gran interés médico-legal» (L’amour morbide, 1891). Havelock Ellis, a quien entre todos estos cuervos hay que conceder que tenía una gran imaginación, interpretaba la fascinación erótica por los cabellos como una desviación relacionada con la zoofilia, al considerar el pelo como una materia más animalesca que humana. Visones, armiños, perrillos de aguas, gatos de angora, osos de peluche... ¡qué gusto acariciarlos, como el pelo de la mujer amada! Para Havelock Ellis todo era cuestión de texturas: la estola de pieles, el vestido de terciopelo y la cabellera exuberante de anuncio de champú son artificios con los que la hembra humana, para atraer al macho, reivindica su condición de miembro de la gran familia de los mamíferos peludos.

      La cabellera femenina como mecha que prende el deseo del amante es uno de los lugares comunes más universales de la literatura. Voy a ofrecer tan solo dos ejemplos, entre los que media un lapso de casi mil ochocientos años. El primero es el elogio del cabello que hace Lucio Apuleyo en el segundo libro de El asno de oro (s. ii ec). El protagonista, arrobado ante la visión de la melena de Fotis, la bella criada tesalia, se tira sus dos páginas largas razonando por qué el cabello es la parte más excitante del cuerpo de las mujeres: «Ha sido siempre mi obsesión examinar primero, con todo cuidado y en público, la cabeza y el pelo y deleitarme con ello, después, en casa». No vamos a indagar más sobre qué es lo que hacía luego en casa, en privado, mientras se deleitaba con sus memorias capilares.

      Proust nos va a brindar un segundo ejemplo; procede de A la sombra de las muchachas en flor (1919), segundo volumen de ese milagro de la literatura que es En busca del tiempo perdido. En el pasaje en cuestión, el narrador relata vívidamente su amor de adolescencia por Gilberta Swann, recreándose en el éxtasis al que le transportaba el contacto con sus trenzas. «Esas trenzas, por lo fino de su grama, que parecía a la vez natural y sobrenatural,

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