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Diana J. Torres reside en la inversión de los roles tradicionales, convirtiendo en víctima a quien mira y en agresor a quien muestra, a mala leche, lo que el otro no quiere ver. Es un feminismo violento, rabioso, visceral en el sentido más literal de la palabra. Un feminismo (o, como Diana prefiere llamarlo, transfeminismo) de vulvas poderosas y temibles, apoteosis del cuerpo como teatro de transgresiones en toda su gloriosa diversidad de agujeros y prótesis, fluidos y funciones. El pornoterrorismo es también bienvenido como antídoto frente a ese porno convencional que presenta los cuerpos como objetos de consumo plegados a las tristes restricciones de la heteronormatividad: hembras como barbies plastificadas y complacientes, machos como eficaces máquinas de perforar. Pero, todo hay que decirlo, este tipo de activismo obsesionado por una visibilidad sin concesiones corre el peligro de desembocar en un callejón sin salida. Cuando ya nada permanece oculto a la mirada sobreestimulada, los engranajes del deseo podrían dejar de girar, arriesgándonos a quedarnos varados en un desmotivador vacío de erotismo. Porque el todopoderoso deseo, más que una función corporal, es una actividad de la ima-ginación.

      Carne de presidio

      El castillo es, en la obra de Sade, el espacio por excelencia para la escenificación de los placeres criminales. Leer al marqués es embarcarnos en un tortuoso viaje de encierro en encierro, de castillo en castillo. Entre todos, el más minuciosamente descrito es el siniestro castillo de Silling, marco de orgías y horrores en Las 120 jornadas de Sodoma. Pero más que en su arquitectura o en su apariencia, en lo que Sade se recrea, con la fruición de un científico del vicio, es en registrar sus rutinas al más mínimo detalle: horarios, códigos de vestimenta, protocolos... incluso los menús. El resultado es un lugar donde cada gesto está estrictamente normatizado, sujeto a un asfixiante código de leyes totalmente ajenas a las que rigen al otro lado de sus muros. Impera allí la lógica de la prisión: no en vano Sade pasó la mitad de su vida entre rejas. El castillo sadiano es una sociedad dentro de la sociedad, un entorno de esos que Foucault llamó «heterotopías»: un microcosmos de terror aislado del resto del mundo, habitado por una pequeña comunidad de libertinos y sus víctimas, renovables y constantemente renovadas. Los repugnantes personajes de Sade (tan magistralmente recreados por Pasolini en el cuarteto protagonista de Saló) encuentran su placer en dictar, y en hacer cumplir, las leyes que aplicarán en su castillo. Bien podrían hacer suyo ese eslogan de «La república independiente de mi casa». Era de esperar que hubiera alguna conexión entre ikea y Sade.

      Casi dos siglos después, con la novela erótica Historia de O (1954), aparece en Francia un nuevo avatar literario del castillo sadiano. La autora, barruntando el revuelo que causaría su publicación, protegió su verdadera identidad durante décadas en un juego de seudónimos como muñecas rusas: Pauline Réage, que firmaba el libro, era realmente Dominique Aury, que en realidad se llamaba Anne Desclos. La señorita Aury (o Réage, o Desclos) era una intelectual de la pandilla de Camus; es sabido que mantuvo un pertinaz romance con Jean Paulhan, ensayista y académico de prestigio, por entonces ya tirando a crepuscular. Dominique (o Pauline, o Anne) escribió Historia de O para disfrute personal de su amante. Sabiendo que Paulhan era un sadiano empedernido, la escritora hace arrancar la acción de su novela en el castillo de Roissy, un nido de depravación que nos retrotrae deliberadamente al imaginario del divino marqués. Sin embargo, si el castillo sadiano era un lugar de crimen, transgresión y salvajismo hiperbólico, Roissy se queda en un morboso pero inofensivo balneario sexual para mujeres sumisas: una especie de parque temático sadomaso. Y no paran ahí las diferencias: en los desenfrenos narrados por Sade, tanto víctimas como verdugos son de ambos sexos; el castillo de Historia de O, por el contrario, es un lugar donde, unidireccional e invariablemente, las mujeres se someten a los hombres. Esto a Jean Paulhan le parecía lo más natural del mundo: el prefacio que él mismo escribió para la primera edición de la novela, titulado Le bonheur dans l’esclavage, puede ser uno de los manifiestos machistas más nauseabundos del siglo pasado. En él defiende, con petulante autocomplacencia, que la naturaleza de la mujer es la sumisión y que, en realidad, lo que todas desean en lo más íntimo de su corazón es obedecer a un amo que las maltrate gratuitamente.

      Pero no solo apelando a sus convicciones sobre los roles de género quiso Dominique Aury dorarle la píldora a su amante. Roissy es un homenaje a los castillos de Sade, que Paulhan tanto admiraba. La pormenorizada normatización de las tareas, el ambiente aristocrático de peluca y chimenea, las mazmorras subterráneas, las libreas que lucen los criados... Todo es simulacro. Hasta tiene un punto ridículo. Para mí que Susan Sontag dio en el clavo al afirmar que Historia de O es, en realidad, una parodia. Pero, en todo caso, Paulhan estaba encantado; en el susodicho prefacio, el rijoso académico cuenta cómo, al recorrer con su imaginación los pasillos de Roissy, le embargaba un arrobamiento semejante al que sentiría un niño al entrar en un castillo de cuento de hadas (porque, dice, «es sabido que los cuentos de hadas son novelas eróticas para niños»).

      A finales del siglo pasado, Dominique Aury, ya octogenaria y apergaminada, decidió revelar a la prensa que ella era la verdadera autora de Historia de O. A la sazón Jean Paulhan llevaba ya casi cuarenta años muerto. ¿Y si esta confesión hubiera sido un delirio senil o, lo que es más verosímil, una broma? Aury era una mujer muy inteligente. Quizás, antes de morir, quiso burlarse de la posteridad y del fantasma de su antiguo amante, apropiándose la identidad hueca de Pauline Réage. En francés, «Pauline» y «Paulhan» suenan prácticamente igual. Tiene mucho sentido que el propio Paulhan hubiera sido el artífice de una novela que ilustra de manera tan diáfana sus propias teorías (y fantasías) sobre género, sexo y poder.

      Historias de Filadelfia

      La industria del porno, que genera sus contenidos basándose en las leyes sacrosantas de la oferta y la demanda, es un indicador infalible para saber por dónde van las fantasías más inconfesables de los consumidores. Pues bien, no sé si os habéis dado cuenta de que en los motores de búsqueda de porno en la red se han multiplicado últimamente los vídeos de temática incestuosa. Entre ellos, me han llamado la atención los catalogados como «sister jerk off instruction». La actriz, insinuante, habla a la cámara, dirigiéndose en segunda persona al espectador; se hace pasar por hermana de este y le invita a masturbarse bajo su atenta mirada y sus indicaciones. El incesto es una de las transgresiones sexuales más incómodas para la opinión pública, así que los buscadores especializados, para evitarse problemas, han optado por catalogar este tipo de clips bajo la categoría de «not sister», equívoca a la par que elocuente. Estos contenidos son tan polémicos porque se pueden interpretar como una apología del incesto, aunque, obviamente, lo que ofrecen no es más que un simulacro. Tanto la fingida hermana (o «no-hermana») que graba el vídeo como el usuario que lo reproduce tienen que poner mucho de su parte para creerse la ficción... a no ser que se dé el caso de que el masturbando sea, efectivamente, hermano de la actriz. (Apostilla sobre género: hablo en todo momento de actriz porque no he sido capaz de encontrar vídeos de «brother jerk off instruction», ya sea dirigidos a un público masculino o femenino.)

      Todo esto no puede dejar de recordarme a Freud, y en particular a Tótem y tabú (1913), donde habla in extenso de las muchas prohibiciones que las sociedades primitivas imponen a las relaciones del hermano con la hermana. En algunas tribus, el horror al incesto llega hasta el punto de considerar necesario evitar todo contacto entre ambos, incluido el verbal o el visual. Según Freud, estos tabúes son una herramienta desarrollada por la comunidad para reprimir el deseo por la hermana, pulsión experimentada universalmente por nuestra especie: «El psicoanálisis —dice Freud— nos ha demostrado que el primer objeto sobre el que recae la elección sexual del joven es de naturaleza incestuosa condenable, puesto que tal objeto está representado por la madre o por la hermana». Supongo que, si el sabio austríaco levantara la cabeza, le parecería fascinante que el hombre de hoy, siempre potencialmente incestuoso, pueda realizar frente a la pantalla de su ordenador un ritual de sustitución en el cual, en lugar de acostarse con su hermana, derrama su semilla ante el fantasma de una actriz (llamadla pornosacerdotisa) que representa su papel. Así queda descargada limpiamente la tensión sexual generada por los deseos prohibidos. Deseos que, sin embargo, no dejan de embrujar el imaginario colectivo. Sin ir más lejos, el opus magnum de George R. R. Martin, la saga de ficción de más éxito mediático hoy en día, tiene como hilo conductor el tormentoso

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