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como en contra [nuestra].

      Hoy, Consuelo está divorciada, tiene varios nietos y dejó de “escuchar a los curas. Hace más de 15 años que no comulgo. De haber ido a misa todos los domingos y muchas veces durante la semana, hoy nada. No quiero seguir sintiéndome con cargo de conciencia. No quiero que me hagan sentir en pecado, ni responsable del pecado de otro”.

      También se sintió responsable Elena. Recuerda un día, mientras se confesaba con Karadima, que él la retó porque el pololo le había contado que se estaban “dando besos”. El cura le dijo que “era una pecadora e incitadora al mal”:

      Me preguntó ¿qué tipo de pololeo estaba teniendo? Que yo estaba incitando al mal a mi pololo, que una mujer no tenía que provocar, que le estaba haciendo mal a él y que tenía que ser mucho más prudente. Yo era bien idiota, estaba en la parroquia desde los 13 años, era muy gansa. Yo me sentí pésimo. Fue terrible.

      La crisis de los abusos en la Iglesia está haciendo que muchas mujeres despierten. Rosa (58): “Como que ahora veo cosas que antes no veía. Eso de que te decían cómo vivir tu sexualidad, que me hacían sentir culpable, ¡ya no más! Eso es abuso de conciencia”. Y Marta: “Con todo lo que se ha sabido y escuchado he empezado a ver situaciones que antes no me parecían raras, o cosas que me dijeron que no me llamaban la atención. Pero hoy, las veo distintas, y tengo que discriminar”. Y agrega:

      ¿Por qué la crisis gatilla en mí este reconocimiento de haber sido reprimida, castrada sexualmente? ¿esa sensación tan fuerte? Porque yo me negaba a sentir, no podía sentir placer porque no estaba bien, era malo sentir placer en la relación con mi marido, el placer no estaba en mis libros, la relación sexual era algo de trámite, el goce, el placer, yo no lo permitía. Y hoy entiendo que mi marido lo que buscaba era que yo disfrutara. Creo que eso me vino de haber escuchado tanto que el cuerpo es pecado, de los pecados de la carne de Pablo, por desconocimiento mío… ¡Hoy todo lo que me dijeron era falso, todo era mentira, ¡ustedes hacían todo lo contrario a lo que nos decían! La sexualidad era pecado, el sexo era para engendrar, no para el goce de la pareja. Me siento muy tonta…yo tengo rabia conmigo por eso, yo, que me creo inteligente ¡qué es todo eso, toda esa mierda!”.

      Y llora, y llora un buen rato.

      LA CARICIA PERVERTIDA

      Josefina (35) profesora, “célibe por el reino de Dios”, sabe de prácticas obscenas y de cómo el tacto, de alguna manera, la mató. Ella recuerda que cuando empezó su proceso de recuperación debía conectarse con su cuerpo abusado y el cuerpo se negaba… recuerda que sentía el cuerpo —su cuerpo— “como un detenido desaparecido que ha sido encontrado. Alguien encontró mi cuerpo que estaba muerto, después de tantos años… ¡alguien lo encontró!”. Tenía 21 años cuando el encargado de pastoral de su universidad y además compañero de comunidad, varios años mayor, la abusó. Ella recuerda las conversaciones con él respecto de su vocación religiosa, de sus búsquedas espirituales, de sus anhelos. Recuerda que el grupo de jóvenes partió al sur en bus a misiones, el encargado de pastoral con ellos.

      Recuerda que era de noche, tarde, ella dormía y, de pronto, un sobresalto… algo, alguien, la recorría, la buscaba, la manoseaba… La abrumó el terror, el desconcierto. Se agarrotó, se inmovilizó, se rigidizó, se paralizó —la parálisis del terror, la llamó—… y lo dejó hacer… Y mientras él hacía, ella gritaba en silencio “¿por qué nadie pasa? ¿por qué alguien no le pega? ¿por qué no lo muerdo? ¿por qué no viene Dios?”…

      …y ahí hubo un momento en que desconecté, no sé qué más pasó. No sé cuánto tiempo más duró ni en qué momento me conecté de nuevo. Desde que empecé a elaborarlo digo que morí, se me recalentó el computador y me morí yo y se murió Dios también, hasta aquí llegamos, no podemos más. Cuando recobré la conciencia, volví a estar alerta. ¿Qué hacía en las cuatro horas que quedaban de viaje? Tenía que decidir qué hacía ¿a quién se lo digo?, ¿a mi mamá?, ¿a mi comunidad?, ¿por qué no pude pararlo? La gente tiene una imagen de mí como una mina activa ¿cómo no había podido pararlo?

      Mientras el sujeto la recorría con una mano, con la otra se masturbaba. Ella recuerda la imagen, de costado, siempre de costado. Nunca pudo mover la cabeza o girarse o moverse y sentía el ritmo sexual en el asiento de al lado y la respiración agitada y se fue nublando, nublando…

      El tacto fue, también, clave para Amelia. Ella huía. Huía permanentemente de ese profesor sacerdote. Empezó a huir cuando él le tocaba el brazo sin motivo aparente, la buscaba con la mirada en los recreos, se acercaba a los grupos en que ella estaba. Hasta que un día, ella estaba sentada en los bancos de la facultad hablando con sus amigos, él se acercó por detrás, puso las manos sobre sus hombros y apoyó —casualmente— su cadera en la espalda de Amelia, mientras conversaba con el grupo. Ella sentía los genitales de su profesor contra su espalda y sus manos sobre sus hombros y ya no pudo huir: “Me paralicé… él, mientras, continuaba la conversación. Yo me quedé confundida ¿qué es esto? No supe qué hacer ¿me paraba?, ¿gritaba? ¿Por qué sus genitales estaban en mi espalda? Me sentí muy mal”. En otra ocasión él entró a la oficina donde Amelia hablaba con una amiga “y me toma del brazo, pero esta vez me pasa la mano por el cuello y deja la mano ahí, bajando por la espalda. Cuando se fue, mi amiga me dijo ‘¿qué onda?’ Fue la primera vez que conversé con alguien que vio lo que pasaba”.

      A María (49), religiosa, le pasó algo similar mientras estudiaba. Ella debía ir a la oficina de su profesor. Fue. Cuando se abrió la puerta y él la miró, se sintió “desnudada con la mirada”. Entró, se sentó y luego de un rato de conversación, vino el acercamiento por la espalda:

      Él se paró, sacó un libro de su librero y me lo puso al frente, sobre el escritorio. Apoyó la mano izquierda y por detrás mío y con la mano derecha me envolvió y fue mostrándome algo del libro. Yo podía sentir su respiración en mi oído, no supe qué hacer, me quedé helada. Solo se me ocurrió decirle que mejor sacaba el libro de la biblioteca y me paré y me fui. Fue muy incómodo.

      En el caso de Cristina (65) fue también un asalto, pero no por la espalda. Ella tenía 35 o 40 años, no recuerda bien. Había muerto su hermano, su padre estaba muy enfermo, estaba con problemas en su matrimonio, “estaba todo bastante mal” y quería una ayuda espiritual. “Yo soy muy religiosa, para mí ir a misa es lo máximo, buscaba la instancia espiritual y encontré a este cura maravilloso, con mucho arrastre en toda edad y que me tiraba bola fue ¡guau!”. Entonces se acercó al sacerdote, unos 30 años mayor que ella, “una persona muy admirada”. El sacerdote le decía que era como un papá para ella, que tuviera confianza, y ella la tenía…

      Me sentía muy cómoda con él, no me sentía en peligro. Yo le conté lo que pasaba en mi matrimonio y lo pienso hoy… —y se pierde divagando en voz alta— tenía hora con él, yo me sentía pecadora de por vida y digo ¡pucha a lo mejor yo lo provoqué!… yo me sentí

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