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el sillón al lado mío… él siempre me decía que yo estaba con un papá, que no me preocupara… Nos sentábamos en el sofá, me hincaba y me hacía la señal de la cruz entre las pechugas —recuerda— me sentía incómoda. Eso sí que cuando casi me morí —titubea— una vez cuando me iba… me agarró y me dio un beso en la boca, me sentí muy mal, me fui llorando.

      Y le contó a su mamá, y ella le dijo que denunciara en el Arzobispado, pero nunca se atrevió a hacerlo, “¿cómo lo iba a acusar? Encontraba que era deslealtad”. Pero siempre volvía la necesidad de hablarlo. Recuerda a otros sacerdotes a los que contó la historia, “me daba cuenta de que siempre necesitaba contárselo a alguien, pero nunca pasó nada”, excepto el tiempo, que la hizo casi olvidar lo sucedido… “Cuando el cura me dio el beso, lo interpreté como ‘viejo verde’… sigo sintiendo la culpa —no sé por qué te estoy contando esto— tengo temor de Dios, de no estar siendo justa con él, de estar diciendo cosas malas de un cura… soy floja para pensar en esto”.

      EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CURA

      Los sacerdotes se enamoran de mujeres, también de hombres, pero esa es otra historia. Y las mujeres lo pasan mal porque no pueden hablar de lo que viven, cargan con un pesado secreto. Hoy, luego de los abusos conocidos y de los diversos estudios e investigaciones realizadas, parece un lugar común decir que muchos sacerdotes son afectivamente inmaduros o incapaces de gestionar sus emociones. Sin embargo, cuando se trata de relaciones amorosas, la clave está en el consentimiento, pero en el consentimiento legítimo —entre dos adultos en relaciones simétricas—. No como el consentimiento de Marina (25) que dijo “sí” sin reparar en que lo que estaba viviendo era un abuso.

      La historia empieza cuando ella es abusada por su hermano mayor a los cinco años. Lo bloquea. Lo reprime. Lo olvida. Cuando estaba en tercer año de universidad empezó a pololear y junto a los besos llegaron “cosas raras, sueños, pesadillas”. En esa época ella se confesaba cada 15 días con el cura párroco de su ciudad. Le contó. Él le sugirió ir al psicólogo. Ella fue y desenterró el abuso. Terminó con el pololo y se sumió en un largo proceso de memoria y recuperación. Tenía 22 años. Pensó, entonces, en hacerse religiosa, que eso le gustaría: “Yo quería servir de manera completa” e inicia un proceso de discernimiento vocacional. Y en ese contexto las cosas con el sacerdote, con el párroco que era su confesor, empezaron a cambiar…

      Las conversaciones periódicas se extendieron por cuatro, cinco meses. Hablábamos de mí, de mi proceso, pero también de la vida del cura. Él me preguntó cómo llevaba yo mi vida sexual, me preguntaba detalles, pero en esa época yo no tenía relaciones. Había pololeado dos veces, pero no había pasado nada. Era complicado para mí. Él me contaba sus experiencias amorosas de antes de meterse a cura. Yo me sentía a ratos un poco incómoda, pero fui entrando en una especie de juego de seducción.

      Un día hicieron un paseo con los jóvenes de la parroquia. En la noche, ella mandó las fotos que había tomado durante la actividad del día y se enfrascó en una conversación con el sacerdote. De a poco —recuerda— la conversación empezó a subir de tono al recordar un baño en la piscina…

      …me contó que había tocado uno de mis senos y lo que le había pasado. Me dijo que tenía una erección recordándolo. Me sentí confundida. Por un lado, esto está mal, es sacerdote, pero también, esto es normal, es un hombre. Me cuestioné. ¿Por qué no podía pararlo?, ¿quizás me gusta? Yo no podía hacer esto. Al día siguiente él me pidió disculpas. Conversamos. Me dijo que yo le gustaba, que sentía una conexión conmigo. Me dijo que no podíamos hacerlo. Yo le dije que también me gustaba, pero que no podía ser, así es que iba a cambiar de director espiritual.

      Y lo hizo. También se recibió y empezó a trabajar. Sin embargo, cambiar de director espiritual y trabajar no resolvió el asunto. No se pudo alejar completamente, hablaban, ella seguía vinculada a actividades de los jóvenes de la parroquia. Recuerda que estuvo cerca de tres meses en un tira y afloja: sabía que debía alejarse, pero no podía. “Él vivía en una permanente confusión —recuerda— le dije que buscáramos ayuda, pero se negó”.

      Una noche se quedaron solos en la casa de él. Habían tenido un encuentro de jóvenes de la parroquia, se hacía tarde. Conversaron, “bebimos un poco y nos acostamos”. Después se sintió culpable y con mucha vergüenza. Ella insistió en que buscaran ayuda, pero “él estaba preocupado de que se supiera. ‘Imagínate si se sabe —le dijo— ¡qué dirían de ti!, imagínate si la gente se entera de esto’”. Y la gente no se enteró. Ella no había tenido experiencia sexual antes, fue su primera vez.

      Yo sí lo quería, pero estábamos en una situación complicada. Yo estaba enamorada de él. Me conozco, sé que, si no hubiera estado enganchada, no me habría expuesto tanto. Y, además, me sentía un poco correspondida, a veces sí, a veces no; era una relación distinta a la con otros jóvenes, era una atención distinta hacia mí y yo pensé que estaba enamorado de mí y que en esa situación se iba a salir del sacerdocio, para dejar ese círculo de pecado. Nunca estuve segura de nada: te quiero, pero estoy confundido; me gusta estar contigo, pero no podemos; era ambiguo. Él se sentía muy culposo y eso se mezclaba con lo que yo sentía. Había que mantener una imagen, me decía que era necesario reprimir lo sexual… Me hacía leer libros de Monseñor Escrivá, Camino, por ejemplo y Síntesis de la espiritualidad católica de Rivera. Ese lo estábamos leyendo juntos, me lo explicaba.

      Tuvieron varios encuentros más. Ella recuerda que siempre ambiguos. En esto se lo pasaron cerca de un año hasta que ella ya no pudo más. Se deprimió, perdió el trabajo, tenía ideaciones suicidas: “Me preguntaba ¿y si dejo una carta y me mato?, ¿realmente van a entender? ¿O lo van a ver como una mujer despechada que se mata por un amor no correspondido”? Y lo contó a un amigo y luego a su papá. Y con su papá se animó a denunciarlo. Habló con el obispo, “al obispo lo vi genuinamente desesperado” —acota— y se inició una investigación. El obispado le costea el tratamiento psicológico y ella está a la espera del resultado de ese proceso. “Quiero que él se haga cargo de lo que suscitó en mí, que sea responsable de lo que generó. Necesito que la Iglesia entienda que no son solo relaciones amorosas/pecado/perdón y ya. Si no que hay una persona que queda en el aire”. Y continúa:

      Él nunca quiso pedir ayuda porque ser cura era su vocación, decía que era lo correcto para él, que no sentía que tenía que salir. Además, qué hacía, quién le daba trabajo… viendo cómo yo sufría en ese período de confusión él no fue capaz de decidir, prefería su beneficio, creo que él estaba mal, y estaba confundido, pero si me quería… no me cuidó. Él vio en mí a alguien que podía sacarlo un poco de lo que estaba pasando, de su confusión. Pienso que él estaba con algún trastorno del ánimo que se guardó mucho tiempo. Yo entiendo que él también estaba vulnerable…

      Ella recuerda que, en medio de su culpa, él la alentaba a confesarse con su nuevo confesor, y “él me decía que bastaba con que confesara que había tenido relaciones con un hombre, que no era necesario decir quién era ni menos que era el cura de la parroquia”. Le decía que debía callar, que la Iglesia no estaba preparada para entender estas cosas, y agregaba: “Tú eres mujer, si la gente se entera te van a apuntar con el dedo, te vas a tener que ir”. Y ella callaba. Pero no tanto, porque le contó al confesor. Pero el confesor calló. Hoy él reconoce que debió haber hablado con el obispo porque la vio muy mal: “Me dijo que no le dio mayor importancia porque no lo vio como abuso sino como una relación amorosa”.

      ERES MI CATEDRAL

      Ximena (55) es oriunda de La Serena. Fue quien introdujo al sacerdote, recién llegado de Santiago, a su grupo de amistades, al colegio de sus hijos. Su marido lo animó a trabajar en la capellanía del colegio, se convirtió en formador del seminario, en jefe de la comisión de prevención de abusos

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