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todos los aspectos de la vida en comunidad y orientó la toma de decisiones públicas que asegurasen órdenes políticos ligados al autoritarismo, al elitismo y al modelo neoliberal (Cárdenas, 2013; Estrada, 2006; Pardo Abril, 2010).

      La administración uribista logró aglutinar las fuerzas armadas del Estado y a la población civil en un combate a muerte contra las guerrillas, bajo el esquema militar, jurídico y político de guerra integral contra el narcoterrorismo. El resultado más destacado de esa guerra fue el repliegue de las FARC-EP hacia sus zonas de retaguardia, debido a la recuperación militar del territorio y al asesinato de un número significativo de sus combatientes, incluyendo a dos miembros de su Estado Mayor Central (González, 2014, pág. 450).

      Todas las operaciones involucradas en esos hechos de la guerra fueron profusamente difundidas e instrumentalizadas en un régimen mediático gubernamental, que logró articular a grandes sectores de la población civil en torno a la aprobación y la defensa de la Política de Seguridad Democrática (Bonilla, Rincón y Uribe, 2014; Cárdenas, 2013; Gómez, 2005; López de la Roche, 2014; Pardo Abril, 2009). Ese fenómeno de opinión pública contra un enemigo definido favoreció la reelección del proyecto gubernamental uribista, que se extendería ocho años (2002-2010), y le serviría también a su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, para postularse como candidato y ser elegido en 2010, bajo la promesa de continuidad de la Política de Seguridad Democrática.

      Análisis provenientes de sectores no gubernamentales han revisado la visión exitosa de la Política de Seguridad Democrática y han ofrecido versiones en las cuales se destacan los efectos perniciosos de esa política. A continuación, se enumeran estos efectos negativos:

      Violación de los derechos humanos por parte de las fuerzas armadas

      A partir de 2008 se empezó a denunciar públicamente que el Ejército Nacional había realizado ejecuciones extrajudiciales desde el año 1990 (León, 2009). Los militares implicados desaparecieron, torturaron y asesinaron a un sinnúmero de civiles, a quienes presentaron ante sus conocidos y ante la opinión pública como guerrilleros caídos en combate, para cobrar recompensas avaladas por incentivos económicos que les proveyeron la institución y la ley (CNMH, 2013; León, 2009; revista Semana en línea, 25 de enero de 2009). Las víctimas fueron campesinos, trabajadores informales, personas en situación de calle, menores de edad y, en general, población vulnerable; ninguno de ellos tenía relación demostrada con grupos guerrilleros. Los cuerpos eran enterrados como anónimos en fosas comunes, mientras que los asesinos –soldados y comandantes de la Fuerza Pública– eran premiados con recompensas monetarias por cada cuerpo reportado como «positivo».

      De acuerdo con el informe del relator especial de la ONU (Alston, 2009, pág. 3), «las cantidades mismas de casos, su repartición geográfica y la diversidad de unidas militares implicadas, indican que estas fueron llevadas a cabo de una manera más o menos sistemática, por una cantidad significativa de elementos dentro del Ejército». La presión a las tropas para aumentar el número de bajas de guerrilleros, como resultado más tangible de la Política de Seguridad Democrática, derivó en una práctica macabra y premeditada de victimización de los sectores más vulnerables de la población civil. Algunos familiares y líderes sociales que denunciaron estos crímenes también fueron hostigados o asesinados, para evitar que la institución militar y sus miembros de altos rangos se vieran afectados (ONU, 2010, pág. 13; Amnistía Internacional, 2010, pág. 150). En este sentido, Ávila (2010, págs. 13-14) hace notar que estos crímenes se han caracterizado por su alto grado de impunidad y sus bajos niveles de juzgamiento.

      Involucramiento de la población civil en la lucha contrainsurgente

      En el marco de la Política de Seguridad Democrática se desarrollaron programas que involucraron a la población civil en el esquema antiterrorista propuesto. El programa conocido como Red de Cooperantes (MinDefensa, 2006) promovió ese involucramiento bajo argumentos como el de la cooperación voluntaria, la participación ciudadana, el patriotismo y el deber constitucional frente a la prevención del terrorismo. Esta política creó una relación entre solidaridad y seguridad, en términos que tensionaban las acciones voluntarias con los deberes constitucionales, según los cuales los ciudadanos tenían que proporcionar información sobre las organizaciones armadas ilegales. Por esa información no se obtenían beneficios económicos, sino «morales» y comunitarios (MinDefensa, 2006, pág. 5).

      Las redes hicieron que la vigilancia pasara de ser tarea de las fuerzas armadas estatales a ser responsabilidad cívica del conjunto anónimo de la sociedad colombiana, con lo cual la sospecha sobre el otro contribuyó a la creación de un clima de peligrosidad generalizado: cualquiera podía ser vigilante y todos podían ser vigilados (Mantilla, 2004, pág. 160). En esta perspectiva, varios trabajos de investigación han identificado en la Política de Seguridad Democrática la generación del miedo como factor estructurante que garantizó su instalación, aceptabilidad y continuidad durante el periodo presidencial de Uribe (Arrieta, 2009; Botero, 2008; Castellanos, 2014; Delgado, 2016; Quintero y Castañeda, 2011; entre otros). De ahí que la población civil terminara siendo adherida a la confrontación como un actor no objetivo, que ya no podría gozar de la protección debida, como establece el Protocolo de Guerra (CICR, 2008). La provocación de temor generalizado cubrió tanto la identificación de un enemigo común (el terrorista) como la advertencia de que el país podría colapsar si no se prolongaba el esquema de seguridad pública instalado, es decir, sirvió también para legitimar la continuidad de la política bélica.

      Reacomodamientos en la confrontación armada

      La principal razón de que las cifras de los combates no disminuyeran fue la capacidad de aprendizaje militar de la guerrilla: más que la toma de medidas de repliegue desesperadas, las FARC-EP demostraron que podían reacomodarse relativamente rápido, e incluso rearmarse, según las estrategias bélicas de su enemigo (Ávila, 2010; Ferro y Uribe, 2002; Granada et al., 2009; Medina, 2010b, 2011; Zinecker, 2013). Como explican Granada et al. (2009, pág. 98), el efecto de la presión militar sobre estas organizaciones armadas se traduce en la generación de aprendizajes y la readaptación permanente de estos grupos armados; así, por ejemplo, tales características han estado presententes a lo largo de la historia de las FARC-EP (Medina, 2011, pág. 297). Si para finales del primer periodo presidencial de Uribe (2002-2006) se generalizó la percepción de que las FARC-EP habían tenido que volver a sus zonas rurales de retaguardia, la situación en el segundo periodo de la Seguridad Democrática (2006-2010), y particularmente en los últimos dos años, fue muy distinta: la guerra estaba retornando a las cabeceras municipales y a las zonas urbanas. Las FARC-EP «iniciaron una fase de profesionalización de tropas. Ante la pérdida de la superioridad que solían tener en terreno, incrementaron el número de acciones derivadas de francotiradores y de expertos en explosivos, con el fin de eludir combates» (Ávila, 2010, pág. 17).

      La reingeniería de la guerrilla fue leída por analistas, como Medina (2010b, pág. 117) y Rangel (1998, 2010), desde orillas opuestas, en términos de un retorno a la guerra de guerrillas después de haber intentado pasar a una guerra de posiciones, dentro del esquema clásico de las guerras irregulares.

      Militarización de la economía

      Al finalizar el mandato presidencial de Uribe, Colombia era el país con mayor porcentaje del FARC-EP destinado a gasto militar en el conjunto de países latinoamericanos (3,7 %, según SIPRI, 2010). El déficit fiscal, superior a los tres puntos, contrarrestó el crecimiento económico experimentado entre 2001-2008 y la venta de los activos del patrimonio estatal; asimismo, la deuda externa alcanzó un récord histórico del 22,1 % del PIB (Banco

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