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bajo la presión de las tácticas militares y la inversión económica, factores que construían una guerra cada vez más especializada, pero también más prolongada. Una vez que el discurso de la Seguridad Democrática logró instalar el imaginario del fin del fin, la continuidad de esa política se construyó bajo la inminencia del éxito final, lo cual justificaría la reelección del expresidente Uribe y la elección de Santos como una especie de “Uribe III”, que garantizaría un tratamiento idéntico del conflicto.

      No obstante, las condiciones sociopolíticas internas y externas en 2010 hacían inviable esa pretendida continuidad: la crisis económica mundial, que presionó la limitación del gasto militar (Ferrari, 2008) y las críticas internacionales a la violación de derechos humanos por parte de la fuerza pública en Colombia (Human Rights Watch, 2010; ONU, 2010) fueron dos aspectos que hicieron contrapeso a la Seguridad Democrática. No fue menor, además, el cambio presidencial en Estados Unidos; con la salida de George W. Bush (2001-2008) y la llegada de Barack Obama (desde 2009), la guerra antiterrorista se quedaba sin su mayor promotor, y, por tanto, los recursos económicos para el conflicto colombiano resultaban menos abundantes (Hernández, en Medina, 2010, págs. 242-243).

      Este fenómeno consiste en el traslado progresivo de la disputa entre las fuerzas estatales y la guerrilla hacia los márgenes geográficos y socioeconómicos del país: la presión militar ha generado un cambio en las zonas de disputa y en la población expuesta a la violencia producida en el marco de la guerra, llevándola a territorios aún más apartados, aún más distantes, aún más aislados y aún menos poblados.

      La toma de Bogotá nunca pudo concretarse, ni siquiera en su momento de mayor fortaleza militar en 2002. En el análisis de Ferro y Uribe (2002), esto constituye el factor clave para entender por qué la guerrilla no pudo ganar, pero tampoco perder la guerra:

      No han triunfado porque ellos no han conseguido influir políticamente en forma significativa sobre lo que denominan ‘el nudo gordiano de las contradicciones’, refiriéndose a las grandes ciudades. Pero tampoco han sido derrotados porque son conscientes de que la correlación de fuerzas política y militar en las ciudades no les permite realizar acciones más ambiciosas y arriesgadas (pág. 157).

      De 2002 a 2007 la Seguridad Democrática había logrado replegar a las FARC-EP a sus antiguas zonas de retaguardia; esto fue determinante para construir la percepción de que el Gobierno estaba a punto de ganar la guerra. El repliegue llevó a la guerrilla a concentrar sus tropas en aquellos departamentos que históricamente habían sido afines a su lucha, como el Cauca, Nariño, Meta y Caquetá, en el suroriente del país, y en Arauca y Norte de Santander, en el nororiente. Este desplazamiento incrementó exponencialmente la violencia en esas zonas, al tiempo que redujo las confrontaciones en los departamentos de Cundinamarca, Boyacá, Bolívar y Sucre, en el centro y noroccidente de país (Ávila, 2013, págs. 8-9; Medina, 2011).

      Otra zona de repliegue fue la fronteriza, especialmente aquellas de Colombia con Ecuador y con Venezuela. La presencia de campamentos guerrilleros en esas zonas llevó a que Uribe y su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, denunciaran públicamente que esos Gobiernos eran colaboradores de las FARC-EP. Las declaraciones y las incursiones militares en tales países, entre los años 2008 y 2009, ocasionaron enemistad entre los presidentes Uribe, Correa y Chávez, y generaron preocupación regional por estos roces diplomáticos, por parte de entidades como Unasur y de gobiernos conciliadores de la crisis, como el de República Dominicana (Cardoso, 2011).

      No obstante estos repliegues, durante los últimos dos años de la presidencia de Uribe (2008-2010) y los dos primeros de Santos (2010-2012), se incrementaron las acciones armadas de la guerrilla, se retomaron las acciones ofensivas –ya no solo defensivas, como hasta entonces– y los insurgentes volvieron a controlar algunas zonas urbanas (Ávila, 2012, págs. 19-20); de ahí que los analistas presenten la retirada de las FARC-EP menos como una derrota y más como un «repliegue táctico» (Ávila, 2013, pág. 6) o una lógica de flujos y reflujos, que hacen parte de la historia de esta guerrilla (Medina, 2011, pág. 296).

      En el 2009, año preelectoral, la guerrilla se esforzó en demostrar que la Seguridad Democrática no había logrado vencerla, y que, por el contrario, la lucha armada cobraba mayor vigencia frente a lo que llamaban el «terrorismo del Estado paramilitar», para referirse a los ocho años del gobierno de Uribe. Entre tanto, la fuerza pública profundizaba su táctica de atacar a los cabecillas de la organización y así aniquilar sus estructuras de mando (Ávila, 2010, págs. 20-21). Sin embargo, esta estrategia fue contrarrestada con el sistema de desdoblamientos de mando y de relevos inmediatos, que hace parte de la estructura organizativa de las FARC-EP. Incluso el vacío de poder, consecuencia del asesinato de su máximo dirigente, alias Alfonso Cano, en noviembre de 2011, fue cubierto rápidamente por la figura de alias Timochenko.

      Las victorias militares que había logrado sostener la fuerza pública empezaron a ceder. Los indicadores de muertos en combate apuntaban a que la guerrilla estaba perdiendo menos vidas y tenía menos heridos que las fuerzas armadas (Ávila, 2013, pág. 7). Este fenómeno ha sido explicado como efecto de los cambios tácticos de la guerrilla: eludir la confrontación prolongada entre tropas, movilizarse en grupos pequeños, usar masivamente carros bomba, minas antipersonales, minas muertas y francotiradores (Ávila, 2012, págs. 17-22).

      Según datos de la Corporación Nuevo Arco Iris, un observatorio no gubernamental del conflicto, al finalizar el año 2012, las FARC-EP controlaban 251 de los 1.123 municipios del país, esto es, el 22,4 % del país, a diferencia de los 336 municipios bajo su control en 2002 (el 30 % del país) (Ávila, 2012, pág. 1). Esta cifra ilustra que en diez años la Política de Seguridad Democrática avanzó en el control del territorio (especialmente sobre los centros de producción, comercialización y vías de comunicación) por parte del Estado, pero no logró consolidar ese control en la mayor parte del país.

      La observación crítica de ese periodo histórico, que aquí presentamos como un momento de inercia del conflicto armado interno, llevó a varios analistas políticos (Vargas et al., 2010) a coincidir en que era necesario y urgente buscar la paz con las FARC-EP a través del diálogo. Como lo sintetiza Vargas (2010, pág. 68):

      No solo por la experiencia histórica, sino por la realidad del conflicto interno armado, con una guerrilla golpeada, replegada y a la defensiva, pero lejos de estar derrotada y con una alta capacidad de producir daño, lo que se coloca al orden del día es la necesidad de diseñar una propuesta realista de salida política negociada al conflicto interno armado, sin que ello signifique que el Estado disminuya su accionar militar contra la guerrilla.

      Precisamente, el proceso de paz, cuyo inicio anunciaron Santos y las FARC-EP al finalizar el mes de agosto de 2012, se planteó bajo esa figura de diálogo en medio de la guerra. El bienio que precede a ese anuncio (2010-2012), que identifico como el final del fin del fin, representa el momento de quiebre de la salida del conflicto armado por vías exclusivamente militares, y, en el plano discursivo, permite analizar el tratamiento retórico del desgaste de un discurso militarista-belicista que no podía ser negado o borrado, por parte tanto de la figura presidencial como de la cúpula guerrillera, pero que debía también romper la inercia del conflicto y virar hacia el discurso del proceso de paz. La reconstrucción retórica de la oposición política durante ese periodo es clave para entender esos procesos cruciales de la historia contemporánea en Colombia

      10 Esta expresión sería usada en repetidas ocasiones por el general

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