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abogan por que los estudios enfaticen en la importancia de las percepciones, las autopercepciones, las modalidades de acción y las estrategias que los actores ponen en juego cuando se manifiestan como oponentes políticos:

      Mientras que la bibliografía sobre antipolítica y actores populistas presta atención al lenguaje y la retórica, por lo general este aspecto ha sido pasado por alto en los estudios sobre oposición política. Sin embargo, un análisis más sistemático y exhaustivo del lenguaje y la retórica podría conducir a una mejor comprensión de las oposiciones, incluyendo sus estrategias y modalidades de acción (Brack y Winblum, 2011, pág. 75).

      Para la introducción de esa dimensión en el análisis de la oposición política, la retórica deberá superar el marco estrecho de la estratagema y el legado de desprestigio que pesa sobre ella, en cuanto disciplina. El recelo hacia la retórica ha provocado su asociación con lo vacío o lo engañoso de la palabra; como lo advierte Pernot (2013):

      Al lado de literario, prosaico, sofístico –términos con los que se la relaciona–, la palabra retórica es en ocasiones portadora de un rechazo y de una sospecha que responden a miedos muy profundos ante el poder del lenguaje, ante su facultad de autonomía en relación con las cosas y con las ideas, y ante los riesgos de su mal uso (pág. 19).

      Un desprestigio tal que, tanto en su uso como sustantivo y como adjetivo, la retórica termina siendo sancionada, subestimada o apartada de las cuestiones políticas. Se la sanciona cuando califica peyorativamente un decir que contradice un hacer, y, por tanto, se la muestra como prueba del engaño malintencionado. Se la subestima cuando su presencia indica que el discurso es banal y está vacío de política (“eso es pura retórica”). Se la aparta cuando las cuestiones que le conciernen generan desinterés entre los analistas y terminan desplazadas por temas que se consideran más importantes en los estudios políticos. Sanción, subestimación y desinterés son, entonces, los efectos del desprestigio de la retórica, que se evidencian en la falta de un tratamiento retórico de la oposición política en la bibliografía disponible.

      En 1986 Pinzón analizaba cómo se estabilizó una equivalencia entre oposición y sectarismo violento, a partir de las generaciones posfrentenacionalistas (década del setenta) en Colombia, dada la sensación de exclusión derivada del reparto del poder presidencial entre liberales y conservadores. El efecto de esa sensación de cierre de los espacios para la oposición legal fue lo que Latorre (1986) denominó una sociedad bloqueada: «La oposición, más exactamente fragmentos de la oposición que no ven salidas políticas efectivas, se desbocan por cauces violentos, recurren a manifestaciones anárquicas» (pág. 50), alimentadas, además, por la pérdida de credibilidad de los partidos tradicionales, el Liberal y el Conservador, esencialmente excluyentes y violentos desde las guerras civiles del siglo XIX (Uribe y López, 2006).

      Como lo demuestra extensamente Vega (2002), a través de un análisis histórico de principios del siglo XX, las políticas violentamente represivas contra los movimientos y las minorías sociales y partidistas están en la base de la cultura gubernamental desde los albores de la modernización capitalista. Las luchas agrarias, indígenas y sindicales tuvieron que hacer frente desde muy temprano a un anticomunismo oficial conservador que, de la mano de la Iglesia Católica, satanizó y expulsó a la oposición política en la construcción de la idea de democracia en el país. Sobre este hecho, Vega (2002d) explica lo siguiente:

      La posibilidad de crecimiento y el desarrollo de las organizaciones sociales se vieron muy afectados por este tratamiento de la oposición política. Estas organizaciones sociales tuvieron que surgir, principalmente, en la ilegalidad y la persecución. Particularmente, las disidencias de los partidos tradicionales encontraron un espacio de participación y acción muy cerrado dentro del sistema de poder; no obstante «surgieron numerosos pero pequeños proyectos y grupos de oposición entre los años sesenta, setenta y ochenta, bastante relacionados con el ascenso de determinados movimientos sociales y con corrientes de izquierda radical. Esta última vertiente dio base para la oposición armada guerrillera» (Villarriaga, 2006, pág. 51).

      La aparición de grupos insurgentes en Colombia tiene, entre sus causas, la inexistencia de una verdadera oposición democrática que canalizara la disconformidad de los sectores que no se sentían representados por los partidos hegemónicos. El tratamiento de la controversia terminó reducido al esquema ataque-represión, cuya preferencia por la violencia reforzó la incapacidad inclusiva del sistema político y de la sociedad colombiana (Guarín, 2005, pág. 20). En este sentido, los grupos guerrilleros son un síntoma de esa falta de institucionalización de la oposición política en Colombia. Las categorías de «Estado de sitio», «problema de orden público», «problema de seguridad nacional», entre otras, dominaron el escenario político desde la década del sesenta, cuando de modo casi permanente se concebía que Colombia estaba amenazada por un «enemigo interno». El bloqueo a la izquierda política fortaleció indirectamente a los movimientos guerrilleros (Pardo, 2000, pág. 455), que vieron ese cierre como un acorralamiento frente al cual no les quedaba otra opción que la oposición violenta; las guerrillas, así, entendieron la acción revolucionaria antisistema como un «factor político de acumulación de fuerza para el asalto del poder» (Villarriaga, 2006, pág. 52). Los movimientos guerrilleros no capitalizaron ese cierre democrático en favor de sus reivindicaciones populares, sino que negaron el sentido democrático de la oposición política, atacando a la izquierda legal y a los defensores de las vías legales, como si estos fuesen obstrucciones a la lucha revolucionaria (Villarriaga, 2006, pág. 54).

      En la década del noventa se pretendió superar tanto el bipartidismo como la oposición armada con una nueva Constitución Política de perfil incluyente y pluralista. No obstante, la reforma generó una excesiva laxitud en las reglas de juego para los partidos políticos, y, con ello, un espacio de oportunidad para prácticas como el clientelismo, las cuotas burocráticas, el transfuguismo entre partidos, la fragmentación de las colectividades y su desideologización a partir de consociativismos y tendencias unanimistas (Guarín, 2005; Pardo, 2000). La aparición de partidos como el de la Unidad Nacional y el Centro Democrático, dos décadas después, demuestra la continuidad de esa concepción partidista en el país.

      Si bien la Constitución Política de 1991 pretendió atender este fenómeno que la sociedad reclamaba, el resultado fue la confusión entre oposición política y fuerza minoritaria (Pardo, 2000, pág. 359). La permanencia de la oposición radical, con el uso de las armas, demuestra que los cambios en la Carta Política no lograron acoger las demandas de todos los sectores sociales involucrados, especialmente de los contradictores afines a las guerrillas marxista-leninistas que no participaron de la Asamblea Nacional Constituyente: el ELN y las FARC-EP.

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