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mal; que cobra por los análisis lo que no valen, pero lo hace y hasta parece que encontrara un morboso placer en ir contra lo que su conciencia le dicta. Es ya un fósil con su linda casa y su señora esposa: una burguesa de pueblo chico, quien solo piensa en que cada cosa esté en su lugar, no haya una mota de polvo sobre nada, y realmente todo está libre de suciedad, pero también de ideas y deseos abiertos y desinteresados.

      Llegamos a Bahía Blanca, a la casa de unos amigos de Ernesto: la familia Saravia, quienes nos trataron espléndidamente. El viaje desde Necochea lo hicimos de un tirón, con una sola parada en río Quequén Salado, donde a la sombra de dos sauces llorones hicimos un pequeño asado de tira que nos sirvió de almuerzo y desayuno. Como había un viento muy fuerte que hacía pistonear la moto, tuvimos que regular las válvulas. Es el primer cariñito que le hacemos a la Poderosa II, después de casi 1.800 kilómetros de recorrido.

      2 María del Carmen Ferreyra pertenecía a una de las familias más ricas de Córdoba. En ese momento tenía solo dieciséis años de edad.

      Después de siete días me enfrento con mi pobre diario, a quien tengo abandonado.

      Pasamos tres días acondicionando la moto. Recorrimos Bahía Blanca y Puerto White, tratando de cambiar los pocos pesos que tenemos por moneda chilena o peruana, sin mucho éxito, aunque conseguimos unos 200 pesos chilenos y 100 dólares por 1.100 pesos argentinos. Nos quedan cerca de 2.000 que debemos cambiar en la zona turística de Bariloche. Entre los hechos más interesantes a destacar, debo mencionar la buena acogida de la familia Saravia; y lo más pintoresco, una amistad ocasional de un fulano, un pinche de oficina con quien nos aburrimos a trío una noche que nos invitó a conocer la vida “nocturnal” de la ciudad. Escuchando sus autoelogios, sus aventuras donjuanescas, sus presuntos negocios en un futuro cercano, viendo cómo hacía girar su vida en un círculo estrecho y mezquino, sin que le penetrara ninguna de las réplicas irónicas y a veces francamente burlonas que le hicimos. No pudimos menos que comentar luego, Fúser y yo, que ese era más o menos el futuro que nos hubiera esperado: a mí, ser boticario de pueblo, y a él, médico de alérgicas ricas, sin ese algo que nos rebela contra todo esto.

      El 21, antes de salir de Bahía Blanca, gente baqueana nos había advertido que atravesar los médanos era una empresa difícil, que había que salir de madrugada, cuando la arena se encontrara apelmazada por el rocío.

      Por supuesto, salimos, a mediodía, cuando estuvo a punto la moto. Ante la perspectiva de tener que esperar el otro día, nos lanzamos al camino. La arena parecía arder. Sufrimos doce caídas, cual de todas más espectacular.

      Luego de pasado el pueblo de Médanos, tomó el volante Fúser y en otro pequeño medanal volvimos a rodar aparatosamente, pues nos sorprendió a bastante velocidad, sin embargo el golpe no tuvo mayores consecuencias.

      Al anochecer llovió bastante y tuvimos que pedir asilo en un rancho. Nos quedamos hasta el amanecer. El día 22 seguimos rumbo a Choele Choel. El camino se hizo semejante al que une Simbolar con Rayo Cortado, en el monte cordobés. Esto lo recuerdo por mis viajes al leprosorio de Córdoba y viceversa. Al mediodía, completamente adoloridos por los kilómetros y kilómetros recorridos sobre el serrucho que es la carretera, nos detuvimos en un pintoresco pueblito: Pichi Mahuida, situado a orillas del río Colorado.

      Hicimos un asado a la sombra de un bosquecito de pinos que llega casi a la orilla del río cubierta de una arena rojiza. Es el lugar más bonito en que hemos acampado hasta hoy. Después de churrasquear, salimos rumbo a Choele Choel, pero la moto empezó a fallar por problemas de carburación, y se nos agotó el combustible. Tuvimos que esperar que pasara un vehículo y pedirle unos litros de nafta. Así llegamos a la estación ferroviaria de Zorrilla. Solicitamos permiso para dormir en un galpón donde se guarda el trigo. Ahora estamos mateando en compañía del auxiliar de guardia, y preparándonos para partir hacia el Fuerte General Roca...

      Hoy hemos tenido el contratiempo más serio en lo que va del viaje. Al poco rato de haber terminado de escribir lo anterior, Fúser, que había amanecido con cierto malestar asmático, empezó a tiritar como con un acceso de fiebre; se acostó, tuvo náuseas y vómitos de tipo bilioso; se quedó todo el día a dieta. En este momento nos preparamos para salir hacia Choele Choel, donde hay una sala de primeros auxilios.

      En estos instantes echo una mirada retrospectiva hacia el día 23 y todo me parece un sueño maligno y lejano... Pero volvamos al momento de la salida de Zorrilla. Partimos como a las 19 horas, con el sol en el ocaso, lentamente para amortiguar el traqueteo del trayecto, pues el Pelao tenía un dolor de cabeza insoportable. Llegamos a la sala de primeros auxilios, un verdadero hospital regional. Allí nos atendió bastante groseramente un enfermero y nos envió a hablar con el director, que vive a varias cuadras del hospital. Nos presentamos: Ernesto, como estudiante de medicina, y yo, como bioquímico, en vista de lo cual nos mandó de vuelta con una nota explicativa. El enfermero, al saber nuestra calidad de doctor y “casi doctor”, cambió radicalmente su manera de actuar, y en lugar de un rincón en el garaje, donde pensaba alojarnos al principio, nos dio una habitación con dos camas y baño contiguo. Es decir, que de dos “crotos” pasamos a ser dos señores, como si por poseer un título fuéramos más sensibles al frío y a las comodidades que dos humildes trabajadores.

      Ayer por la tarde, como Ernesto estaba casi sin fiebre, salí a pasear por Choele. Crucé el puente sobre el río Negro, y apoyado en la baranda dejé vagar mi imaginación. En primer lugar pensé en mi casa. Luego en la posibilidad de que los cinco pudiéramos hacer un viaje por Europa: recorrer España, Europa Central, conocer el Danubio, ver la URSS, escuchar las campanadas del Kremlin, como se lo había pronosticado al Corcho González, cuando estuvimos presos en 1943.

      Lago Curruhué Grande, Neuquén, Argentina, febrero 6, 1952. “Al borde del lago Curruhué Grande, nació en nosotros el deseo de escalar algunos de los altos picachos cubiertos de nieve eterna que lo rodeaban. Cuando llegamos a la cima nos deleitamos con el inmenso paisaje que se extendía a nuestros pies. Nos arrojamos varios pe­lotazos de nieve y después de sacarnos tres o cuatro fotos iniciamos el descenso. Contentos por haber coronado nuestro esfuerzo emprendimos la marcha. ¡Qué lejos estábamos de imaginar las peripecias y penurias que íbamos a tener que soportar antes de poner fin a esa pequeña aventura!”. (Foto tomada por Ernesto).

      Luego continué hacia las huertas que se extienden por las afueras de la ciudad. Me sentía feliz, pues no hay nada que haga a una persona ser tan dichosa como ver cumplidos sus sueños. Pensaba en todos a quienes confié mis proyectos en aquellos tiempos aún quiméricos, sobre todo las muchachas que veían en el viaje su más temido rival: Tomasita y la Pirincha, en Villa Concepción; La Negra; Delfina; la Turca, en Chañar; y tantas otras y otros que aún seguirían su vida monótona y opaca, pero con la cual se sentirán felices; vida que yo compartía y gozaba, pero siempre pensando que era un compás de espera hacia la cristalización de la vida llena de cambios que ya he comenzado a vivir, sin que me queje de la vivida.

      Cruzaba en mi alegre vagar por unos bañados cubiertos de juncos. Entre los matorrales veía corretear animales que parecían pequeños marsupiales, habitantes de algún misterioso mundo no descubierto aún; pero no eran más que gallaretas adornadas por mi imaginación.

      Llegué al fin a las huertas que están arrasadas por el granizo caído unos días antes. Las peras y manzanas, aún inmaduras, cubrían el pasto. Compré a un hortelano unos duraznos para compartir con Fúser.

      Cuando volvía, pedí a un chofer de un pequeño camión que me llevara, y en pocos minutos estuve en el hospital. Cené. Le dejé los duraznos a Ernesto, que estaba dormido, y me fui a escribir.

      Ayer

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