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los pueblos y de los países para el confort de los capitalistas criollos y extranjeros”.

      Ayer volvimos a tener un día agitado y de peripecias, culminado con un incidente tragicómico.

      Después de despedirnos de los mensuales del rancherío salimos rumbo a la cercana, pero difícil de alcanzar, Bariloche. A los pocos kilómetros, al iniciar una subida, se salió la cadena de tracción de la moto. Estuvimos varias horas tratando de arreglarla, sin éxito. Cerca del mediodía un gauchito de unos diez años, que montaba un hermoso petiso de polo, nos informó que a menos de un kilómetro, al final de la cuesta, estaba el casco de la estancia donde trabaja como ayudante del cuidador de caballos de polo.

      Fui a pie hasta la casa y pedí permiso para llevar la moto; me lo concedieron. La conversación y el permiso corrieron por cuenta de la dueña o encargada de la estancia. Durante todo el tiempo que estuvimos charlando tenía a su lado un hermoso perro fox terrier que gruñía a cada rato.

      Llevamos la moto cuesta arriba, lo que requirió un esfuerzo sobrehumano debido a la gran pendiente. Hubo momentos en que parecía que no podíamos moverla de lo agotados que estábamos. Una vez vencida la cuesta, arrimamos la Poderosa II a un pajar, y nos quedamos un largo rato reponiendo fuerzas.

      Luego hicimos una fogata y mientras tomábamos mate trabamos conversación con varios peones, vigilados siempre por el fox terrier, que nos ladraba cada vez que hacíamos un movimiento para acercarnos a la moto. Mientras reemplazábamos algunos eslabones rotos de la moto por unos de tractor, surgió el tema que ya habíamos oído antes: el de la presencia de un puma chileno (no pudimos saber cómo lo distinguían de los pumas argentinos) que era la pesadilla de los puesteros de ovejas de la zona.

      Probamos la moto. Trabajó bien con su cadena remendada. Luego fuimos a comer, invitados por los peones. Como siempre, la gente humilde es más generosa y hospitalaria que los ricos dueños de haciendas.

      En cuanto anocheció nos metimos en el pajar. Completamente molidos por el esfuerzo del día nos dormimos en el acto. De pronto nos despertó un ruido extraño: por encima del portalón del pajar vimos dos ojos fosforescentes; todavía adormilado sentí el disparo hecho por Ernesto, que rápido y oportuno, como suele serlo, había sacado el revólver del portafolio que tenía como almohada. Acto seguido oímos un aullido y dije: “Jodiste al puma, Pelao”, y seguimos durmiendo.

      Al amanecer fuimos despertados por los “ayes” de dolor de la dueña de la estancia. Acababa de encontrar a su perro rígido con un tiro en la cabeza. Fue inútil tratar de dar explicaciones a la mujer, convertida en una furia. Nos lanzó a la cara todo tipo de insultos, que solo interrumpía para gritar: “¡Mi pobre perrito!”.

      Sin más, recogimos nuestras cosas, y como la moto no arrancaba, nos tiramos con ella cuesta abajo, seguidos de los insultos y lamentos de la pobre mujer, abrazada al cadáver de su perro.

      Al llegar hoy a Bariloche, tras deambular, conseguimos instalarnos en el cuartel de la Guardia Nacional: un cuerpo de ejército destinado a defender las fronteras del contrabando, pero que es usado por los gobiernos de turno como instrumento de presión, aparentemente desligado del ejército nacional, pero, por supuesto, al igual que este, sólo responde a los intereses de la oligarquía criolla y de sus amos extranjeros.

      Esta noche cenamos con el grupo de guardia. Con ellos también lo hacía un marinero que desertó en Calcuta y que vuelve preso vía Chile rumbo a Buenos Aires. Nos hizo una descripción muy vívida de sus andanzas en un barco corsario de bandera panameña por las costas del Caribe y la larga monotonía del viaje desde el Canal de Panamá hasta las costas de China. Describió la sórdida vida del puerto de Hong Kong, con sus famélicos habitantes que desde sus juncos esperan los restos de basura que arrojan de los barcos visitantes, para lanzarse como gaviotas, riñendo por un trozo de bazofia.

      Esta tarde hemos conocido a un par de sexagenarios norteamericanos que han hecho un viaje desde New Jersey, manejando una furgoneta. A pesar de que esta se encuentra muy bien acondicionada, no deja de ser admirable que a esa edad tengan espíritu y energía para emprender una aventura de esa naturaleza. Quedamos en vernos por la noche para cenar juntos, cuando volvieran de un recorrido por las orillas del lago.

      Los esperamos largo rato, y como se pasó en mucho la hora fijada, nos volvimos tristes y hambrientos a la gendarmería, donde estaban dando de comer a los detenidos. Cenamos, pues, en la más pintoresca y selecta compañía que imaginarse pueda.

      Estábamos de pie, rodeando la mesa y royendo un pedazo de carne fría. Compartían nuestro ágape, frente a mí el marino desertor, quien, sin dejar de masticar, contaba jactanciosamente que aunque ahora comía esa porquería, en otras épocas, en Japón, se había comprado una criatura de catorce años para su uso personal y luego la había regalado; a mi izquierda estaba un preso consuetudinario que comía silenciosa y ceremoniosamente; un borracho, al que el exceso de alcohol le impedía comer, farfullaba algo ininteligible; y al frente, dando la nota delicada con femineidad, una pobre loca barbotaba palabras soeces mientras se alimentaba. Comimos rápidamente y abandonamos ese cuadro dantesco, fiel reflejo del destrozo que hace del ser humano el sistema corrupto y vil que nos gobierna, cuando no se le enfrenta.

      Ayer cruzamos la línea imaginaria, pero real, que separa Argentina de Chile. No puedo decir como el del pasodoble: “Volví los ojos llorando”, pues si bien dejaba mi patria y mis seres queridos, otros seres por querer, y otros países por conocer, se presentaban delante de la brújula que nos marcaba hacia el Norte, hacia el resto de América Latina.

      Si algo nos entristecía era el haber comprobado palmariamente, una vez más, y en muchas partes de nuestra querida Argentina, la necesidad de un cambio radical político-social que acabe con la explotación del hombre por el hombre y del país por los trust internacionales.

      Por la mañana subimos la Poderosa II al lanchón que cruza el lago Nahuel Huapi. Pronto estuvimos rodeados de la curiosa admiración de turistas yanquis, alemanes, chilenos y argentinos, quienes nos acosaron a preguntas y se admiraban de nuestra audacia; por supuesto, ninguno cree que seamos capaces de pasar de Santiago de Chile, con o sin moto. Dije para mis adentros: “¡Veremos, dijo Lemos!”.

      Antes de salir, habíamos cambiado los pesos que nos quedaban por dólares, ya sabremos hasta dónde llegan.

      Una vez que llegamos a Puerto Blest seguimos en la moto hasta Puerto Alegre. En otro lanchón llegamos a Puerto Frías, el último puesto aduanero argentino en esa zona, y 25 kilómetros después estábamos ya en esta pequeña pero hermosa ciudad, vecina al lago Esmeralda o de Todos los Santos, de un color que no envidia en nada a la piedra preciosa que le da nombre. Y otra vez aparece la cara o cruz de la realidad. La cara constituida por la belleza del paisaje y la bondad de su gente, y la cruz, por el hecho de que toda esta belleza está explotada por la compañía que es dueña del hotel, de los ómnibus que transportan a los pasajeros, de los yates que cruzan el lago, en fin: de todo el lugar y de sus habitantes, pues es la única fuente de trabajo que existe. Nadie pasa por aquí sin dejar algunos pesos en los bolsillos de la compañía. Lógicamente, nosotros rompimos la tradición, y en lugar de ir al hotel nos fuimos hacia el muelle. Allí, después de conversar con el cuidador, dormimos en un galpón, entre velas rotas de yates y sogas alquitranadas.

      Siguiendo nuestra política de no pagar nada que pueda evitarse, después de varias intentonas fallidas, conseguimos “pega” en un lanchón que va a cruzar el lago con una carga de maderas y un automóvil. Como pago nos permiten cruzar con la moto.

      Esta mañana cargamos el lanchón, que está bastante desvencijado y en pésimas condiciones para la navegación, y que es a su vez remolcado por el vaporcito Esmeralda, transporte de los turistas.

      A poco de andar, el lanchón empezó a inclinarse hacia adelante. Tuvimos que redistribuir

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