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al chico más alto, pero ni siquiera parpadeó para mirarme, aunque estaba a solo unos pasos de distancia. El más bajo sí que se fijó en mí.

      Sonrió.

      —Tenemos una nueva candidata.

      Jamás había jugado al ping-pong en mi vida, y mucho menos con un juego de chupitos de por medio. Di un paso atrás.

      —¡Oh, no! Solo estoy mirando.

      —Vaya, eso no es nada divertido. ¿Cómo te llamas?

      —Lia.

      Me tendió la mano.

      —Soy Aaron. —Y señaló a su amigo—, y este es Miles.

      Miles seguía absorto en la mesa de ping-pong. O bien estaba muy bebido o en una zona de concentración personal. Hice ademán de saludarlo, pero no prestaba atención.

      Algo dentro de mí se retorció. Sentí la necesidad de que me mirara. Se me había pasado el efecto del Everclear, porque no estaba tan borracha como necesitaba: lo bastante como para que no me importara nada.

      Aaron chasqueó los dedos frente a la cara de Miles. Este parpadeó y achicó los ojos, enfadado. Me vio y su mirada era tan seductora que sentí como si me hubiera quedado sin aire en los pulmones.

      Me observó de arriba abajo y su labio se torció en un gesto de disgusto. De repente, me hizo sentir como si fuera demasiado insignificante como para respirar el mismo aire que él.

      —¿Cómo dices que te llamas?

      —Lia.

      Emitió un «Mmm» y volvió a concentrarse en el juego.

      Vale.

      Genial.

      Desanimada, miré a Aaron.

      Este me devolvió una sonrisa cálida, que compensó la falta de modales de su amigo, y murmuró:

      —No le llaman Sargento Capullo por nada.

      —¿Ah, sí?

      —Sí. Cuando entramos en la fraternidad nos dan motes. Yo soy Gluppy.

      Y me contó por qué lo llamaban así, aunque no presté demasiada atención. Miraba a Aaron, pero seguía molesta por el comportamiento altanero de su amigo. ¿Qué problema tenía conmigo?

      Miles no abría la boca, pero su amigo sí. Durante los cinco primeros minutos de conversación que mantuve con Aaron, me enteré de todo lo necesario. Sabía que estudiaba ingeniería, que era presidente de la fraternidad, y por la manera en que la gente lo saludaba y chocaba esos cinco, el tipo más popular del lugar.

      Y yo le gustaba, estaba claro.

      —Eh, ¿quieres otra cerveza? Voy a buscártela —dijo y se dirigió a la barra.

      Me dejó con su amigo Miles. Con el taciturno, callado, obseso del ping-pong y guapísimo amigo Miles.

      Y Miles no me dijo ni una palabra. Ni siquiera me miró. No era ni un pedazo de porquería en la suela de su zapato, porque si lo hubiera sido, al menos, habría tenido que reconocer mi existencia.

      En ese momento decidí que odiaba a Miles Foster.

      Si al menos hubiera seguido pensando lo mismo el resto de la noche…

      Por desgracia, la cerveza no dejó de circular y las cosas se alargaron hasta el amanecer, y, de algún modo (que ahora no quiero recordar), terminé entre las sábanas de la impecable cama/altar de Miles.

      ¿Por qué? ¿Por qué lo hice? Ojalá hubiera seguido mi instinto, el que me dijo que era un imbécil integral.

      Quizá entonces esto no sería tan terriblemente incómodo.

      Miles y yo. En mi diminuto Mini Cooper, juntos durante las siguientes diez horas. Pero esta vez voy a darle la razón a todo. No quiero decir ni una palabra. Ni una maldita sílaba.

      Así que lo diré ahora y callaré para siempre: los rollos de una noche son una terrible equivocación.

      Apenas nos hemos alejado un kilómetro de Midnight Lodge. Todavía veo las instalaciones del hotel por el espejo retrovisor y Miles ya me molesta. Su cuerpo llena el asiento del pasajero y, como es tan alto, ha empujado el asiento hacia atrás, lo que significa que es posible que haya aplastado todo lo que tengo en la parte trasera. Masca un chicle mientras se aferra al agarradero de la ventanilla, y me da la sensación de que piensa que no conduzco bien. Lleva gafas de sol para apartarse de un mundo que cree que está por debajo de él.

      En cuanto salimos de los terrenos del hotel, solo se ve una extensión de tierra inmensa, así que tengo buena visibilidad por la autopista al llegar a la intersección. Hay una señal de stop, pero como no viene ningún coche, giro a la izquierda y me deslizo hacia la autopista sin detenerme del todo.

      Sacude la cabeza.

      Típico del pasajero.

      —Soy muy buena conductora —señalo, tratando de hablar con voz animada.

      —Casi tanto como jugadora de ajedrez.

      También soy buena jugadora de ajedrez. El problema es que él es mejor que yo. Hace mucho que no jugamos, desde mi primer año en la universidad. Al principio, jugábamos muy a menudo, en la residencia universitaria, mientras los demás se emborrachaban. Y siempre me ganaba.

      —Bueno, no soy tan obsesivamente competitiva como tú, bicho raro.

      —Ajá. Es decir, que no tienes una mente estratégica.

      Chasqueo la lengua.

      —Tuviste mucha suerte, ¿sabes? Era demasiado estúpida como para comprender que ninguno de los chicos de la fraternidad quería jugar contigo porque eres un engreído. ¿De verdad has encontrado una tonta en Denver dispuesta a aceptar esa tortura?

      —¿Es tu manera de preguntar si tengo novia?

      Me muerdo las mejillas, irritada.

      —Es mi manera de preguntar si tienes algún tipo de amistad o si has logrado alienar a toda la población de Denver.

      No contesta, así que debe de ser que sí. El Sargento Capullo ya se ha trabajado a Denver y allí tampoco ha hecho amigos.

      A veces me asombra que Aaron llegara a formar parte de su reducido círculo de amistades. De hecho, es imposible formar un círculo de nada con alguien como Miles. Hasta donde yo sé, Aaron es el único a quien le cae bien Miles, probablemente porque mi prometido se lleva bien con casi todo el mundo. Y Miles no oculta que a él no le gusta casi nadie, cosa que tiende a ser mutuo entre él y el mundo.

      —Juegas contra el ordenador, ¿verdad? —pregunto—. Apuesto a que ni siquiera el ordenador te soporta. Seguro que te pasas las horas leyendo libros a solas. Y que te compraste una pipa para sentarte frente a la chimenea de tu apartamento en Denver mientras miras el programa de teatro con un vaso de jerez.

      Se queda callado un rato, pero no le he insultado. De hecho, a él le gusta ser un bicho raro.

      —No tengo chimenea en el apartamento.

      —Mmm… No sabría qué decir, teniendo en cuenta las veces que nos has invitado allí.

      Eso hace que se calle. Durante tres años, nos extrañó que jamás nos invitara a su casa, pero ahora nos limitamos a bromear al respecto.

      Pongo una emisora de radio y suena Thomas Rhett. A Aaron y a mí nos gusta la música country. Justo cuando empiezo a seguir el ritmo, Miles se inclina y, sin preguntar, cambia de emisora. Pone un programa de entrevistas donde se oye a un tipo sabelotodo que no para de hablar sobre las próximas elecciones presidenciales.

      La cambio de nuevo.

      —Perdona, ¿te he dado permiso para cambiar de emisora?

      —No es tu emisora —dice y la vuelve a quitar—. ¿O es que tu padre no ha comprado también esta mierda de coche?

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