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ti.

      —No me molesta en las circunstancias adecuadas.

      Pienso en él flirteando con Eva porque, de hecho, jamás flirteó conmigo, y una punzada amarga se me clava en el estómago. No. Flirtear está por debajo de Miles. Sé muy bien cómo se lleva a las mujeres a la cama. Se hace el tipo duro, fuerte y silencioso.

      Pues en cuanto abre la boca, huyen.

      —¿Esas circunstancias adecuadas implican que las chicas estén desinfectadas de pies a cabeza?

      Me ignora y se acaricia la barbilla, pensativo.

      —Bueno…

      Me quedo un poco sorprendida, no puedo evitarlo. Aaron me dijo una vez que Miles no tiene pareja porque sus expectativas son terriblemente altas. Según Aaron, nadie está a la altura de su idea de la mujer perfecta. Es probable que quiera una chica que tenga pechos grandes, la cara de una modelo y Dios sabe qué más. Eva es guapísima y quizá estaría a la altura, pero…

      Estoy anonadada. ¿Alguien real habrá penetrado la burbuja de perfección de Miles?

      Bueno, aparte de mí, quiero decir. Pero sucedió esa única noche, y fue un enorme error de borrachera.

      Lo cierto es que me interesa lo que piensa.

      —Espera, ¿de verdad te gusta Eva?

      Se ríe.

      —Deberías saber que a mí no me gusta nadie. Pero hay excepciones.

      Claro. Excepciones. Dejará que Eva le ponga la mano encima de manera excepcional, lo justo para que pueda correrse.

      Ahora estoy enfadada.

      —En serio, aléjate de mis amigas. Hazme caso, ninguna es adecuada para ti.

      Me mira con curiosidad.

      —¿Qué quieres decir con eso? ¿Cómo sabes lo que es adecuado para mí?

      —Quiero decir que no están locas de atar. Como tú. —Me doy cuenta de que estaba soltando el acelerador cuando un camión cruza la línea de separación y me adelanta a toda velocidad. Aprieto el pedal con la sandalia—. Quieren cosas determinadas de los hombres. Es decir, alguien que no se muera del asco cuando lo toquen.

      —Depende del tipo de contacto del que estemos hablando.

      Sí, ya sé que no está en contra de que lo toquen. Vaya si lo sé. Mi primera noche con él lo dejó más que claro.

      ¡Pero no quiero pensar en eso ahora! Si hay un día que vivirá para siempre en la infamia de la historia, es ese.

      —Basta. No está interesada en ti. Jamás lo estará. Y punto, ¿vale?

      Se encoge de hombros.

      —Quién sabe. Con la cantidad de alcohol necesaria, las luces lo bastante apagadas…

      Ya. Sé perfectamente cómo va eso.

      Llevamos quince minutos de ruta. ¿Cómo se supone que aguantaré las siguientes nueve horas y cuarenta y cinco minutos?

      Sencillo.

      Tengo que «apagarlo» y entrar en mi zona de tranquilidad. Debo recordar que mañana me caso con Aaron y que, a partir de entonces, brillará el sol y habrá arcoíris. Mañana será el mejor día de mi vida.

      Tengo que ignorar a Miles Foster.

      Así que murmuro:

      —Lo sé perfectamente. Es la mejor forma de que alguien cometa el error más grande de su vida.

      Y, con eso, le cierro la boca.

      14:26 h

      6 de diciembre

4

      De hecho, a Miles y a mí se nos da muy bien fingir que el otro no existe.

      Porque, a pesar del odio apasionado que sentimos el uno por el otro, a menudo pasamos tiempo juntos porque compartimos a Aaron.

      Jamás fue cómodo, pero nos tocó apechugar.

      Y lo más raro es que cuando los tres estamos juntos, Aaron siempre lo menciona como si fuera una broma divertidísima, porque para él sí lo es. Le encanta rememorar el pasado, especialmente las escapadas llenas de borracheras estúpidas en nuestra época universitaria, ya que en lo que respecta a escapadas y borracheras, él es el mejor.

      —¿Eh, recordáis aquella vez, antes de que Lia y yo estuviéramos juntos…? ¿Os acordáis de que tú y ella…?

      Sí. Divertidísimo. Me parto de risa.

      Y, en general, cuando eso pasa, Miles y yo hacemos todo lo posible por fingir que el otro no existe.

      Entonces, le recuerdo educadamente a Aaron que todos estábamos muy borrachos. Al fin y al cabo, pasó lo que pasó porque Aaron se fue a buscarme una cerveza y no volvió. Se entretuvo jugando a chupitos de cerveza. Se desmayó y, como el juego consistía en beberse el chupito con los pies hacia arriba y desnudo, dice que se quedó «¡en el bar y con la polla al aire!».

      Según la leyenda local de Delta Phi, a Aaron le encantaba quedarse dormido y con el pene al aire. Cada miembro de la fraternidad te puede contar alguna anécdota sobre eso. Pero ninguno te contará una historia similar sobre Miles.

      Después, cuando el momento incómodo ya ha pasado, alguno de los dos dice algo así como: «¡Sí, qué bien que aquel desastre de noche ya pasó!».

      Y sí, es cierto, lo hemos dejado atrás. Por completo.

      Así que con una muralla imaginaria entre los dos, pasan los minutos mientras cruzamos la cordillera de montañas que separa el Midnight Lodge de Boulder.

      Tras la primera conversación, no hablamos ni una sola vez.

      Escucho mi emisora favorita de música country hasta que se pierde la señal, y luego conecto con la lista de favoritos, que alterna el country y el pop. Miles se pone unos auriculares y escucha otra cosa… Tal vez a un puñado de viejos que debaten sobre no sé qué. Cuando bajamos por la montaña, me siento feliz.

      El cielo está despejado, el sol brilla y voy a casarme mañana. Y Miles se ha callado la boca.

      La vida es buena.

      Tengo que echar gasolina al Mini antes de que volvamos, así que paro en una gasolinera Shell. Estiro la mano hacia sus pies para tomar mi bolso. En cuanto lo hago, se quita los auriculares.

      —Espera, te dejo pasar.

      Sale del coche. Al principio, pienso que trata de ser caballeroso, pero veo cómo estira los brazos por encima de la cabeza y las articulaciones de los hombros. Solo quiere estirar los músculos porque lleva demasiadas horas metido en mi diminuto coche.

      Lo miro por el espejo retrovisor mientras levanta los brazos al cielo. La camisa también se le alza unos centímetros y aparecen esos abdominales de piedra. Mi mente se despista por un camino peligroso y me doy cuenta de que avanza hacia mí.

      Como una idiota, cierro los ojos con fuerza.

      De repente, oigo un tamborileo en la ventanilla del coche.

      Levanto la mirada y veo que me observa:

      —¿Ochenta y nueve?

      Por un instante, vuelo hacia su habitación, dispuesta como un museo, y él y yo estamos haciendo un sesenta y nueve.

      Sí, aunque parezca increíble, Don Limpio y yo lo hicimos como conejos aquella noche, en un puñado de posiciones que ni siquiera sabía que existían. Por la mañana, los dos estábamos sucios, sudados y…

      ¿Qué demonios estoy haciendo?

      Mi temperatura se dispara hasta que me obligo a olvidar la

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