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      —No hagas caso, Leoncia, esas son cosas de mi hermano, y á un hombre que como mi hermano tiene cosas, se le oye como quien oye llover...

      —Es que como empiezo á padecer de reuma, me gusta poco el oir llover...

      —¡Don Avito Carrascal!—anuncia la criada en este punto.

      —¿Le conoces?—pregunta Leoncia á Marina.

      —De oídas tan sólo...

      —Pues merece que te le presente.

      Y así que al entrar don Avito ha saludado á Leoncia, ésta:

      —Avito Carrascal, mi buen amigo... Marina del Valle, mi casi hermana...

      —¿Del Valle?—mormojea Avito mientras acariciando en el bolsillo el amoroso informe, se dice: «¿pero qué es esto? ¿qué es esto que me pasa? ¿qué me pasa? ¿dónde he tratado yo mucho á esta muchacha? ¡pero si no la he visto hasta hoy! ¿qué es esto?»

      —¡Hermoso día!—exclama Leoncia.

      —Es que estamos ya en primavera, Leoncia—dice Marina.

      —¡Exactísima observación! Ayer equinoccio... Sin embargo, la savia de los vegetales...—y se detiene Avito al ver que los tersos ojazos de Marina se orientan á los suyos y que desplegando la boca se pone á oirle con todo el cuerpo y con el alma entera.

      «Pero ¿qué tendré hoy—se dice el futuro padre del genio,—qué me pasará que no acierto á ligar dos ideas? ¿Se me rebelará la bestia?» Marina, en tanto, parece esperar lo de la savia de los vegetales; vésele el ritmo del pecho, y en sus cabellos de azabache se tiende á descansar la luz cernida por los visillos.

      —La savia de los vegetales—prosigue Carrascal—hace tiempo que ha dado botones de flores...

      —¿Le gustan á usted las flores?—le pregunta Leoncia.

      —¿Cómo estudiar botánica sin ellas?

      Marina, apartando sus ojos de Avito, los vuelve sonrientes á Leoncia y al hombre luego, como quien dice: ¡tiene gracia! Y al observarlo Carrascal oye una voz que en su interior le dice: «¡alma primitiva, protoplasmática, virginal! ¡corazón inconciente!» á la vez que su corazón, conciente y todo, empieza á acelerar su martilleo.

      —Usted debe de saber muchas cosas, señor Carrascal.

      —¿Por qué, mi señora doña Marina?

      —Porque mi hermano cuando hay algo así, muy enrevesado, dice: ¡á Carrascal con eso!

      —¿Su hermano?

      —Sí, Fructuoso del Valle.

      «¡Pobre muchacha!—piensa Avito—tan hermosa y en poder aún de ese...» y dice:

      —Oh, no, es favor que don Fructuoso quiere hacerme y que tal vez me hace, porque eso de saber muchas cosas...—y se atasca.

      «¿Qué cosas sabes tú, Avito Carrascal, qué cosas sabes frente á esos tersos ojazos cándidos que empiezan á decirte lo que no se sabe ni se sabrá jamás?»

      Leoncia barrunta algo y hasta adivina qué. No es este Avito el Avito de otras veces, dueño siempre de sí y de su palabra, en el decir afluente y preciso, firme y exacto en el pensar. Tiene en la punta de la lengua esta pregunta: «pero ¿qué le pasa á usted hoy, Avito?»; mas coligiendo que no de paso sino de queda es lo que Avito siente, tira á abreviar la visita.

      «Y ¿qué me hago de la exposición matrimoniesca?—piensa Avito.—A preparar su recepción vine... ¡habrá que pensarlo más despacio...!»

      Se levanta para retirarse y las dos mujeres se levantan también. Y como si una planta frondosa y aromática se desplegase de pronto siente Avito en el ámbito del alma perfumada frescura. Le da la mano... y esto ¿qué es? ¿cómo se llama? ¡sí! ¿cómo se llama?

      «¿Es que me he vuelto tonto?—dícese Avito ya en la calle;—¡buena manera de preparar á la futura madre del genio! ¿qué pensará de mí?» Y llegado á casa: «¿Qué es lo que me ha pasado? ¿cómo se llama? sí, ¿cómo se llama? porque aquí está el nudo de la cuestión, en cómo se llame. Durmamos, durmiendo es como se digieren estas impresiones... ¡Tengo para mí que ha entrado en juego el Inconciente... démosle su parte... á dormir!» Mete el amoroso informe bajo la almohada y se acuesta. Al despertar sabe ya de cierto que está enamorado de Marina; háselo dicho el sueño. Desde las excelsas cimas de la deducción se ha despeñado á los profundos abismos inductivos.

       Y se abre la única batalla que hasta hoy ha empeñado Avito en su conciencia. Es en ésta un terremoto; agítansele ondulantes las oscuras entrañas espirituales; el elemento plutoniano del alma amenaza destruir la secular labor de la neptuniana ciencia, tal como así lo concibe, en geológica metáfora, el mismo Carrascal, escenario trágico del combate. «Ha entrado en juego el Inconciente», se dice á cada paso.

      Leoncia, la deductiva, la dólico-rubia de sano color, anchas caderas, turgente y levantado pecho, mirar tranquilo y buen apetito, de una parte, de la parte de encima, en las aguas de la ciencia envuelta, y de otra parte Marina, la inductiva, por misteriosa ley de contraste braqui-morena, sueño hecho carne, con algo de viviente arbusto en su encarnadura y de arbusto revestido de fragantes flores, surgiendo esplendorosa de entre los fuegos del instinto, cual retama en un volcán.

      Al poco agua y fuego vuelven, como de costumbre, á soldar un pacto; redúcese parte de aquélla á nube, apágase parte de éste. Empiezan á chalanear ciencia é instinto ahora que Avito ha vuelto á ver, como por acaso, á Marina y ha vuelto á departir con ella. El amoroso instinto de Carrascal se dispone á obedecer á la ciencia del teorizante; mas es indicándole antes en silencio, al oído y á oscuras, lo que ha de mandarle.

      «El genio ¿no es tan hijo de la naturaleza como del arte?—se dice Avito;—¿no es la naturaleza hecha arte, lo que equivale á decir que es el arte hecho naturaleza? ¿no es el feliz consorcio de la reflexión con el instinto, instinto reflexivo á la par que reflexión instintiva?» Démosle, pues—así piensa esto, en primera persona del plural del presente de subjuntivo, ó de imperativo si se quiere,—démosle su parte de naturaleza, de instinto, de inconciencia; no hay forma sin materia. El arte, la reflexión, la conciencia, la forma lo seré yo, y ella, Marina, será la naturaleza, el instinto, la inconciencia, la materia. Y ¡qué naturaleza! ¡qué instinto! ¡qué materia!... ¡qué materia sobre todo...!—le dicen las corrientes plutonianas con su lenguaje de sacudidas del corazón—¡qué materia! Yo la trabajaré, como las aguas á la tierra, la surcaré, le daré forma, seré su artífice. ¡Cállate! ¡cállate!—le dice á una voz de su interior que le murmura: «mira, Avito, que caes... que caes, Avito... que caes... eso es el señuelo... así no se llega al genio... que caes...» ¡Cállate!—Y termina en esta conclusión: ¡Marina es materia prima de genio, forma de él yo! ¿Pues qué? ¿la belleza física nada quiere decir? Los verdaderos genios, los de verdad, han debido de ser hijos de mujeres guapas, y si la historia lo negare ó es que el supuesto genio no es tal ó es que no se fijaron bien en su madre.

      ¿Y el informe amoroso? ¿Lo entenderá acaso la braqui-morena plutoniana? Oh, el instinto adivina lo que no entiende. Y recuerda Avito haber contemplado con qué atención observaba una vez una gata á un conejillo de Indias inoculado de tifoidea y la apacible familiaridad con que las aves del cielo se posan en los hilos del telégrafo, lejos de los lirios del campo. Cosa decidida, pues; el documento redactado para Leoncia irá, tal como lo está, á Marina.

      Al acabar Marina de leerlo y mientras le danza el corazón, se dice, sin querer, con su hermano: «¡á Carrascal con esto!» Y luego: «¡qué Carrascal este, Dios mío, qué Carrascal! ¡acordarse de mí!» Va en seguida, sin quererlo también, á mirarse al espejo, en el que se encuentra con sus propios ojos que le dicen lo que no se sabe ni se sabrá jamás. «¡Oh, qué Carrascal! sí, está á la altura de su reputación, no hay duda. Y no es feo, no, no es feo, pero yo... Y tiene unas ideas... qué idea, qué idea

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