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darse; ni tiene sentimiento, ni imaginación, ni inteligencia; es frío, no ha ideado ni una sola metáfora nueva, no piensa más que con el pensamiento de todo el mundo; es sencillamente un caso de imbecilidad por sentido común.» No sabemos que haya escritor á quien aborrezca más que á éste no siendo á Jenofonte. ¿Qué le habrá hecho Jenofonte?

      Sí, esta es la cuestión: ¿qué le habrá hecho Jenofonte? Y puede ampliarse preguntando qué le habrán hecho Moratín y qué la literatura española y la francesa, y hasta el mismo espíritu español qué es lo que le habrá hecho. Porque lo primero que de un escritor debe exigirse es que tenga respeto á su público y le trate lealmente, y la verdad, á las veces se exterioriza de tal modo en sus escritos el autor de esta novela, que nos parece no llega su respeto al público que le lee al punto que debiera llegar, y esto es imperdonable. El público tiene ante todos los demás y sobre todos los demás el indisputable derecho de saber cuándo se le habla en broma y cuándo en serio, si bien es cierto que le divierte el que se le hable con cierta seriedad fingida ó con cierta fingida broma, según los casos. Ocasiones hay en que un lector suspicaz pudiera creer que no se propone nuestro autor otra cosa sino que sus lectores digan: «Esto ya pasa de la raya... este hombre quiere tomarnos el pelo.» Y tal propósito, si le hubiere, es en verdad intolerable.

      Todas estas y otras aberraciones de su espíritu, que por no recargar este juicio pasamos en silencio, le han llevado al señor Unamuno á producir una obra como esta, que es, lo repetimos, una lamentable, lamentabilísima equivocación.

      Obsérvese en primer lugar que los caracteres están desdibujados, que son muñecos que el autor pasea por el escenario mientras él habla. El don Avito nos hace sufrir una decepción, pues cuando todo hace suponer que impondrá un severo régimen pedagógico á su hijo, nos encontramos con que es un pobre imbécil que le tupe de cosas de libros, pero dejándole hacer, y que se entrega al don Fulgencio, sin advertir las mixtificaciones de éste. De Marina más vale no hablar; el autor no sabe hacer mujeres, no lo ha sabido nunca.

      De buena gana nos detendríamos en analizar al don Fulgencio, que es acaso la clave de la novela, pero el autor mismo nos lo ha descubierto, descubriendo á la par otras cosas que mejor estarían ocultas, cuando en la última entrevista que el grotesco filósofo tiene con Apolodoro le habla del erostratismo.

      Poco hemos de decir del estilo. No más sino que peca de seco y á las veces de descuidado, y que eso de escribir el relato en presente siempre no pasa de ser un artificio que afortunadamente no tendrá éxito. Lo que sí hemos de hacer notar es que después de las prédicas del autor por esas revistas y periódicos en pro de la reforma ó revolución de la lengua castellana, escribe ésta lo más llana y lisamente posible, y si no la hace más castiza es porque no puede. En el fondo hay que reconocer que no tiene el sentido de la lengua, efecto sin duda de lo escaso y turbio que es su sentido estético. Diríase que considera á la lengua como un mero instrumento, sin otro valor propio que el de su utilidad, y que como el personaje de esta su novela, echa de menos la expresión algébrica. Vese su preocupación por dar á cada vocablo un sentido bien determinado y concreto, huyendo de toda sinonimia, de hacer una lengua precisa, suene como sonare. Realmente hay que hacerle la justicia de reconocer que cuando resulta oscuro no es por defecto de expresión ni de lenguaje, sino por cierto retorcimiento conceptista y por un vituperable empeño de decir cosas que se salgan de lo vulgar.

      A pesar de todo lo que acabamos de decir, parécenos que es esta una obra digna de detenida atención y que hay en ella elementos y partes que la hacen recomendable. Y no precisamente por lo que el autor ha querido poner en ella, sino por lo que á pesar suyo no ha podido dejar de poner. Es casi seguro que lo valioso de esta novela es lo que en ella tiene por poco menos que desdeñable su autor, siendo en cambio de lamentar la inclusión de todo aquello otro en que parece haberse esmerado más éste.

      Antójasenos que por debajo de todas las bufonadas y chocarrerías, no siempre del mejor gusto, se delata el culto que, mal que le pese, rinde á la ciencia y á la pedagogía el autor de esta obra. Si de tal modo se revuelve contra el intelectualismo es porque le padece como pocos españoles puedan padecerlo. Llegamos á sospechar que empeñado en corregirse se burla de sí mismo.

      Mas es este un terreno delicadísimo y en él no queremos entrar.

       Antes de terminar este prólogo, cúmplenos hacer una manifestación, para satisfacer con ella un deseo del autor. Cuando éste se dispuso á dar al público su obra, á pesar de los consejos que de ello pretendían disuadirle, preocupóse ante todo del tamaño y forma que había de dar al libro, pues nos manifiesta que da gran importancia á este punto.

      Dice, en efecto, que hallándose el verano pasado en Bilbao, su pueblo nativo, y en una librería donde tiene consignados ejemplares de su novela Paz en la Guerra y de sus Tres Ensayos, le manifestó el librero que cuando volviese á publicar otro libro se cuidara mucho de su volumen y condiciones materiales, procurando que, á poder ser, tengan sus obras todas un mismo tamaño. A cuyo respecto le contó el librero lo que con uno de sus clientes le había ocurrido.

      Fué el caso que un sujeto le había pedido en varias ocasiones las obras completas de Galdós, Pereda, Valera, Palacio Valdés y otros escritores de fama y éxito, y se las había servido. Pidióle luego las de Picón, y cuando llegaron éstas torció el cliente el gesto y les puso mala cara porque no eran todas de un mismo volumen, sino unas más largas y otras más anchas.

      —¿Y cómo voy á encuadernar como «Obras completas de D. Jacinto Octavio Picón» si presentan tanta diversidad de tamaños?

       El librero, como se trataba de un buen cliente, se ofreció en su obsequio á quedarse con ellas, y así se acordó, no llevándose el cliente más que dos ó tres, las que más le interesaban, ó sean las iguales en tamaño y forma. Y comentando luego el sucedido, decía el librero al señor Unamuno que procurara que sus libros todos fueran uniformes, pues así los vendería mejor.

      Porque es indudable que hay quienes compran los libros para leerlos, y son los menos, y hay quienes los compran para formar con ellos biblioteca, y son los más. Y en una biblioteca está feo que los libros de un autor, que han de aparecer juntos, no puedan alinearse en perfecta formación y sin ningún saliente, ni hacia arriba ni hacia adelante.

      Mas como por ahora no publica el señor Unamuno más que para lectores y no para bibliófilos, parécennos de poca importancia sus escrúpulos, y que debe dejar esas importantes consideraciones para cuando dé á la estampa su colección de «Obras completas», que nos complacemos en creer no ha de tardar mucho en hacerlo. Entonces publicará para las bibliotecas; por ahora debe contentarse con publicar para los lectores.

      El mismo autor está conforme con estas consideraciones y le es indiferente, por ahora, el tamaño y demás condiciones materiales en que ha de aparecer su libro. Tal vez influya en esto, como en su estilo, cierto desdén, no bien justificado sin duda, hacia las formas exteriores.

      Hechas tales manifestaciones, invitamos al lector á que entre en la lectura de una obra de la que ha de sacar algún deleite y creemos que también algún provecho.

       Índice

      Hipótesis más ó menos plausibles, pero nada más que hipótesis al cabo, es todo lo que se nos ofrece respecto al cómo, cuándo, dónde, por qué y para qué ha nacido Avito Carrascal. Hombre del porvenir, jamás habla de su pasado, y pues él no lo hace de propia cuenta, respetaremos su secreto. Sus razones tendrá cuando así lo ha olvidado.

      Preséntasenos en el escenario de nuestra historia como joven entusiasta de todo progreso y enamorado de la sociología. Vive en casa de huéspedes, ayudando con sus sabias disertaciones de sobremesa, y aun de entre platos, la digestión de sus compañeros de alojamiento.

      Vive Carrascal de sus rentas y ha llevado á cima, á la chita callando, sin que nadie de ello se percate, un hercúleo trabajo, cual es el de enderezar con la reflexión todo instinto y hacer que sea en él todo científico. Anda por mecánica,

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