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las que la «economía del futuro» tenía que transcurrir han acabado desembocando en un barrizal. Contemplando lo que en la academia se considera los estudios de Economía, uno no puede dejar de concluir que, independientemente de que Marx fuera o no un candidato idóneo para ese papel, a esa disciplina le falta, sin duda, algo así como un Galileo.

      Cerramos, de este modo, el comentario de esta comparación de la que partíamos al principio, insistiendo aún en algunas reflexiones sobre la economía en su situación actual. Pues es cierto que, por mucho que podamos localizar grandes similitudes entre el modo de proceder de Galileo y el de Marx, hay, sin embargo, una diferencia muy importante que no podemos eludir sin más: mientras los logros de Galileo fueron asumidos por la mayoría de los físicos de un modo bastante rápido, vemos cómo, por el contrario, hoy Marx es tratado como un perro muerto por la mayoría de los economistas neoclásicos, cuya perspectiva teórica, el marginalismo, constituye la ortodoxia en el terreno académico y político.

      Sin embargo, es importante destacar, en primer lugar, que ni siquiera en el terreno de las ciencias naturales está en absoluto garantizada la aplicación de criterios exclusivamente científicos a la hora de aceptar o rechazar la validez de ciertos argumentos. Por poner un ejemplo, en las discusiones científicas que enfrentaron a Newton y a Leibniz, tenía razón éste en gran parte de los casos y, sin embargo, ha resultado necesario esperar hasta Einstein para que se reconozca este hecho. Leibniz tenía razón y la tenía desde el principio, pero, en esta ocasión, el reconocimiento de la comunidad científica se hizo esperar. Así, en numerosas ocasiones, hace falta esperar siglos para conseguir que la opción entre un modelo teórico y otro se resuelva exclusivamente por criterios científicos (y no, por ejemplo, religiosos o periodísticos). Es evidente que los criterios extracientíficos no pueden nunca ser el último tribunal desde el que juzgar la validez de las teorías. Sin embargo, en muchas ocasiones sí consiguen, por ejemplo, barrer y marginar por completo determinadas teorías del ámbito de lo que se estudia y lo que se discute cuando uno se está insertando en una ciencia. De este modo, quizá ni siquiera quepa culpar a la comunidad científica de una época determinada de lo que no existe en sus programas de estudio (o existe con una distorsión que lo hace científicamente inaceptable), aunque haya sido excluido de esos programas por motivos extracientíficos, pues, sencillamente, se han iniciado en una disciplina en la que determinadas teorías están ya fuera de la vista.

      Esto, evidentemente, ocurre de un modo mucho más acusado cuando el terreno que se pretende estudiar no es la naturaleza, sino ese otro terreno en el que hay fuertes intereses implicados, en el que se cometen injusticias, en el que, en fin, el conocimiento y la verdad tienen efectos políticos mucho más inmediatos. Repárese sólo en lo que decíamos al comienzo de estas páginas: si los privilegios de una determinada clase social peligrasen al conocerse que los ángulos de un triángulo suman necesariamente 180º, habría, sin duda, cierta presión para evitar que se estudiasen esas cosas.

      A la postre, Marx fue excluido de «lo que estudian los economistas», o, mejor dicho, ahí se estudia a Marx de un modo tan distorsionado que, efectivamente, resulta algo científicamente impresentable. Pues es cierto que si la teoría de Marx coincidiese con el resumen (en 10 líneas) que antes citábamos de Samuelson (y que figuraba en el manual de economía de mayor difusión de todos los tiempos, un libro con el que se han formado generaciones enteras de economistas), entonces, efectivamente, la teoría de Marx no sería científicamente aceptable y, quizá, ni siquiera sería rechazable, ya que, ciertamente, no significaría absolutamente nada.

      Ahora bien, lo que sí puede resultar muy ilustrativo es preguntarnos en qué momento se abrazó la teoría marginalista y se dio sepultura a la economía política (en favor de la mera Economics) y, de este modo, a Marx (además de a todos los autores clásicos, como Adam Smith o Ricardo). Lo primero que llama la atención es que, a finales del siglo XIX y principios del XX, justo tras la muerte de Marx, época en la que todo tipo de conflictos sociales parecían ir en aumento y se encaraban las peores crisis que había conocido el capitalismo, cuando toda Europa parecía al borde de una confrontación social revolucionaria, todas las instituciones se apresurasen a admitir sin discusión y a predicar con entusiasmo una teoría, el «equilibrio general» walrasiano, que demostraba sin ninguna sombra de duda que el mercado genera necesariamente una armonía perfecta y libre de todo tipo de conflictos. Cuesta trabajo entender cómo pudo obtener un éxito tan inesperado una teoría empíricamente tan insolvente en sus conclusiones –pues no se trata, como en el caso de Marx, de que el punto de partida se halle lejos de las observaciones empíricas, sino de que, a partir de las premisas puestas en juego, concluye que el mercado sólo puede producir una bucólica estampa, justo en el momento en que el mundo, regido por el mercado, parece más bien a punto de estallar por todos sitios.

      Todavía nos queda mucho que pensar sobre el tipo de intervención científica que realiza Marx. Ahora bien, lo que sí podemos adelantar ya es que, si el criterio de validez es en algún sentido no ofender a los señores propietarios, el pobre Marx lo tiene todo perdido.

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