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pues la única diferencia consiste en que las razones por las que Marx la adopta son «más filosóficas, en el peor sentido de la palabra», esto es, más metafísicas (además de, al parecer, «menos corteses»)[18].

      Marx le debe, sin duda, mucho a Ricardo. El propio Marx no deja en ningún momento de reconocer una gran deuda con quien consideraba el teórico más importante, lúcido y honrado que había dado jamás la economía política. Sin embargo, tampoco desaprovecha ninguna oportunidad de señalar que existen diferencias fundamentales en el modo en que abordan ambos la cuestión del valor. Este intento de marcar diferencias respecto a Ricardo, desde luego, no impresiona nada a Schumpeter, que lo interpreta como una negativa de Marx, dada su personalidad, a reconocer algo así como un maestro. De este modo, lejos de haber verdaderas diferencias analíticas, no habría más que un intento megalómano por parte de Marx de introducirse en disquisiciones metafísicas para evitar presentarse como discípulo de nadie. Ahora bien, por un lado, es verdad que esas diferencias suelen salir a la luz en el transcurso de discusiones muy metafísicas sobre el carácter abstracto del trabajo humano o sobre la imposibilidad de la «sustancia-valor» de ponerse de manifiesto por sus propios medios y no, ciertamente, mientras se analizan los precios de equilibrio. Sin embargo, por otro lado, también es verdad que Marx parece demasiado orgulloso de esos resultados como para tomárnoslos tan a la ligera. En efecto, Marx parece realmente encantado de cómo le van saliendo las cosas a propósito del concepto de «sustancia-valor», del trabajo abstractamente humano y de su polémica con Aristóteles, es decir, de los resultados de esas discusiones en las que parece que termina admitiendo la teoría del valor de Ricardo (aunque por razones distintas). Ciertamente, como decimos, parece demasiado satisfecho de esas «razones» para ignorarlas por completo.

      Más adelante nos ocuparemos por extenso de la enorme relevancia que tiene todo eso que Schumpeter no toma en consideración por considerarlo meras diferencias en «las expresiones», «el método de deducción» o las «razones filosóficas» que conducen a Marx a tomar como punto de partida la teoría del valor de Ricardo. De momento, repasemos muy brevemente en qué consiste dicha teoría que, según Schumpeter, Marx asume sin matices, aunque lo haga por razones distintas.

      1.2.2 El modelo de mercado según la ley del valor

      Es muy importante abrir aquí un paréntesis para proporcionar una primera aproximación, aunque sea muy esquemática, a la idea de ese mercado en el que los productos se intercambiarían atendiendo a la ley del valor. No se trata, por supuesto, de responder ya a la pregunta sobre el sentido de semejante punto de partida. Se trata, simplemente, de delimitar con claridad la imagen de un mercado que funciona enteramente según los supuestos referidos de la ley del valor (es decir, según los supuestos que Schumpeter considera un desatino tomar como punto de partida).

      Lo primero en lo que hay que reparar es en que los precios de una mercancía oscilan siempre alrededor de un determinado nivel, dependiendo de circunstancias muy variadas, entre las cuales es fundamental la oferta y la demanda. Un lápiz que en un comercio puede costar 60 céntimos de euro puede ser ofertado en otro a 70 o a 80. Si, por algún motivo, hay una gran demanda de lápices, puede que los vendedores puedan lograr venderlos a un euro, hasta que la oferta y la demanda se equilibren. Lo mismo ocurre con el precio, por ejemplo, de las lavadoras, que oscila, pongamos por caso, alrededor de los 500 euros. Lo que es difícil imaginar que llegue a ocurrir es que, por algún brutal desequilibrio entre oferta y demanda, el precio de los lápices oscile alrededor de los 500 euros y el de las lavadoras alrededor de los 60 céntimos. Es fácil comprender que en el asunto interviene lo que llamamos costes de producción.

      Supongamos un mercado muy esquemático en el que el productor A, por ejemplo, posee un huerto en el que cultiva zanahorias, el productor B tiene otro en el que cultiva patatas y, así, sucesivamente. Pongamos que, en nuestro esquemático mercado, un productor C vende jerséis de lana que él mismo fabrica en la trastienda a partir de la lana hilada por otros productores (haciendo punto con unas agujas que le ha vendido otro propietario D, que las fabrica en la fragua que tiene en su casa). Suponemos, por supuesto (pues por suponer que no quede), que hay otros muchos vendedores de los mismos jerséis y que lo mismo ocurre con cualquier otra mercancía.

      Puesto que vendedor y comprador son sujetos libres e iguales, que en cualquier momento pueden decidir aceptar o no vender o comprar, el acuerdo entre ellos surgirá, en realidad, por una especie de ininterrumpido regateo. Si un jersey pretende venderse a 60 euros, el cliente siempre puede objetar que le parece muy caro y que no ofrece más que 30. Ahora bien, objetará el vendedor: 30 euros es el precio que él ha tenido que pagar por la lana y por las agujas necesarias para fabricarlo y si lo vendiera a ese precio no haría sino cubrir sus costes de producción y no recibiría ninguna compensación por el trabajo invertido en su confección.

      Naturalmente, el cliente puede decidir que, puesto que no está dispuesto a pagar más de 30 euros, él mismo se encargará de comprar la lana y de tejer su propio jersey. Se dirigirá, por consiguiente, al vendedor de ovillos de lana, pero nada le impedirá, por supuesto, regatear con él. Si le ofrece 15 euros, puede que el vendedor le responda que con eso no cubre los costes de producción de esos ovillos de lana, puesto que es menos de lo que él mismo pagó al pastor que le vendió el pelo de oveja a partir del cual él trabajó para hilar las madejas de lana. Si nuestro tozudo cliente llegara a la conclusión de que a él no le tima nadie y que ese trabajo de hilado también puede realizarlo él mismo, comprando directamente la lana al pastor, puede que, en el regateo con éste, ya no haya otro «coste de producción» en juego que el hecho de que el pastor se niegue a vender sus ovejas a un precio que no haga justicia al trabajo que le ha costado criarlas.

      Es de esta manera como la teoría del valor sostiene que, según las condiciones que hemos supuesto, el asunto de los costes de producción reposa enteramente, en último término, sobre la cantidad total de trabajo aglutinada en una mercancía. Ciertamente, además de trabajo, hay siempre un componente irreductible de naturaleza (la capacidad de las ovejas de criar pelo y de moverse para comer las hierbitas que también salen solas en el campo, etc.), pero, a partir de los supuestos establecidos hasta ahora, la naturaleza realiza esa contribución de forma gratuita y, por lo tanto, no incorpora nada al regateo por el que se determina el valor de cambio. Si el jersey se vendía a 60 euros era porque en él estaba aglutinado el trabajo del tejedor, del hilandero y del pastor y nuestro cliente no tiene otra opción, si quiere un jersey, que pagar ese precio o realizar él mismo todos esos trabajos.

      Podría ocurrir, sin embargo, que un vendedor llevara al mercado un jersey idéntico al anterior y pretendiera venderlo por 90 euros. Pongamos que, extrañado por el precio, el cliente regateara y el vendedor aludiera al hecho de que (aparte de haber pagado 30 euros por la lana) le ha llevado pongamos que 100 horas la labor de tejido del jersey. «Muy bien, contestará el cliente, pero el caso es que en todos los comercios vecinos estos jerséis se están vendiendo a 60 euros.» La verdad es que el cliente no habrá perdido su tiempo en mantener esta conversación; sencillamente, se habrá dirigido al comercio vecino, donde se vende la mercancía más barata. Mucho menos se habrá quedado a escuchar al infortunado vendedor que la explicación de la diferencia de precio reside en que él siempre tiene que invertir el doble de tiempo de trabajo que sus competidores, quizá porque es manco, quizá porque es mucho menos experto o mucho más lento o perezoso que ellos. Eso son problemas que tienen que ver con la seguridad social

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