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Lacey cogió su paquetito, escribió el nombre y la dirección de Frankie en la parte delantera, y la envió gracias al tradicional buzón rojo que había al otro lado de la calle.

      En cuanto el paquete hubo desaparecido por la ranura, Lacey recordó que estaba distrayéndose de la tarea que tenía actualmente entre manos: encontrar ropa de más calidad. Estaba a punto de marchar en búsqueda de la boutique cuando se vio distraída de nuevo por el escaparate de la tienda que había junto al buzón. En él se veía una escena de la playa de Wilfordshire con el embarcadero adentrándose en el mar, pero toda la imagen estaba compuesta por macaron de tonos pastel.

      Lacey se arrepintió al instante del cruasán que se había comido y de todos los caramelos que había probado, porque aquella imagen tan deliciosa la hizo salivar. Le hizo una foto para enviarla al grupo de Chicaz Doyle.

      –¿Puedo ayudarte en algo? ―preguntó una voz masculina junto a ella.

      Lacey se enderezó. De pie en la puerta se encontraba el dueño de la tienda, un hombre la mar de atractivo que debía rondar los cuarenta y cinco años con cabello denso y castaño oscuro y una mandíbula bien definida. Tenía unos chispeantes ojos verdes, y las pequeñas arrugas que tenía en el rostro le indicaron al instante que aquel hombre era una persona que disfrutaba de la vida. El moreno que lucía sugería que también disfrutaba de viajes frecuentes a climas más cálidos.

      –Sólo miraba ―contestó con una voz que parecía como si le estuviesen apretando las cuerdas vocales―. Me gusta tu escaparate.

      El hombre sonrió.

      –Lo he hecho yo mismo. ¿Qué tal si entras y pruebas algunas de las tartas?

      –Me encantaría, pero ya he comido ―explicó Lacey. El cruasán, el café y los caramelos parecieron ponerse a dar vueltas en su estómago, provocándole unas ligeras náuseas. De repente Lacey fue consciente de qué era lo que estaba pasando: lo que sentía era en realidad aquel sentimiento perdido hacía tanto tiempo cuando había una atracción física, como si tuviese mariposas en el estómago. Las mejillas empezaron a arderle.

      El hombre se rió por lo bajo.

      –Noto por tu acento que eres americana, así que quizás no sepas que en Inglaterra tenemos una cosa llamada tentempié. Es después del desayuno pero antes de la comida.

      –No te creo ―replicó Lacey, sintiendo cómo los labios se le curvaban en una sonrisa―. ¿Tentempié?

      El hombre se llevó una mano al corazón.

      –¡Te prometo que no es ninguna estrategia de marketing! Es el momento perfecto para un taza de té y un pedazo de tarta, o té y sándwiches, o té y galletas. ―Señaló con los brazos la puerta abierta, a través de la cual se veía un aparador de cristal lleno de dulces con diseños creativos en toda su deliciosa gloria―. O todo a la vez.

      –¿Siempre y cuando haya té? ―preguntó Lacey, uniéndose a la broma.

      –Exacto ―contestó el hombre, con los ojos verdes chispeantes y llenos de travesuras―. Hasta puedes probarlo todo antes de comprar.

      Lacey fue incapaz de seguir resistiéndose y acabó entrando, preguntándose si era el efecto adictivo del azúcar lo que la llamaba o si se trataría más bien de la atracción casi magnética que ejercía aquel hombre tan atractivo.

      Observó, ansiosa y salivando, cómo el hombre sacaba un bollito redondo de miga de una vitrina refrigerada, lo llenaba de mantequilla, mermelada y crema, y lo cortaba limpiamente en cuatro cuartos. Lo hizo todo de una manera tan informal que parecía casi teatral, como si estuviera llevando a cabo unos pasos de baile. Después lo colocó todo en un pequeño plato de porcelana y se lo tendió a Lacey en la punta de los dedos, acabando aquella demostración con una floritura para nada avergonzada.

      –Et voilà.

      Lacey sintió cómo el calor le subía a las mejillas. Todo aquello había sido desde luego un flirteo. ¿O sólo soñaba despierta?

      Extendió el brazo, cogiendo uno de los trozos del plato. El hombre hizo otro tanto y chocó ligeramente su trozo con el de ella.

      –Salud ―dijo.

      –Salud ―logró musitar Lacey.

      Se llevó el trozo a la boca. Fue toda una sensación gustativa: la crema montada densa y dulce, la mermelada de fresa tan fresca que su toque ácido le hizo cosquillas en las papilas gustativas… ¡Y el bollo! Denso y con mantequilla, entre dulce y sabroso, y la mar de reconfortante.

      Los favores despertaron de golpe un recuerdo en su mente. Papá y ella, y Naomi y mamá, todos sentados alrededor de una mesa blanca de metal en el café lleno de luz, comiendo aquellas pastas rellenas de crema y mermelada. Un sobresalto de nostalgia acogedora la sacudió.

      –¡Yo ya había estado aquí! ―exclamó antes incluso de dejar de masticar.

      –¿Oh? ―fue la respuesta divertida del hombre.

      Lacey asintió con la cabeza, llena de entusiasmo.

      –Vine a Wilfordshire de niña. Es bollito inglés clásico, un SCONE, ¿verdad?

      El hombre arqueó una ceja con una intriga genuina.

      –Sí. Mi padre era antes el propietario de la tienda. Todavía uso su receta especial para prepararlos.

      Lacey miró hacia la ventana. Aunque ahora había un banco de madera empotrado en el nicho de la pared con un cojín azul pastel encima y una mesa de madera rústica a juego, todavía podía ver el aspecto que había tenido treinta años antes. De repente se sintió transportada a aquel momento: casi sintió la brisa en la nuca, la sensación pegajosa de la mermelada en los dedos, el sudor en la parte posterior de la rodilla… Hasta podía recordar el sonido de la risa de sus padres y las sonrisas relajadas de sus rostros. Habían sido felices, ¿no? Estaba segura de que todo aquello había sido real. ¿Por qué había acabado todo hecho trizas entonces?

      –¿Estás bien? ―le llegó la voz del hombre.

      Lacey volvió al presente.

      –Sí. Perdona, estaba perdida en mis recuerdos. Probar ese bollito me ha hecho retroceder treinta años.

      –Bueno, ahora sí que tienes que tomarte un tentempié ―comentó el hombre con una risita―. ¿Puedo tentarte?

      Los cosquilleos que recorrieron todo el cuerpo de Lacey le dieron la clara impresión de que hubiese accedido a cualquier cosa que sugiriese con aquel acento tan suave y esos ojos amables e incitantes. Así que asintió con la cabeza; de repente tenía la garganta demasiado seca como para formular palabra alguna.

      El hombre dio una palmada.

      –¡Excelente! Deja que lo prepare todo. Voy a ofrecerte la experiencia inglesa en toda su gloria. ―Hizo el gesto de darse la vuelta, pero se detuvo y volvió a mirarla―. Me llamo Tom, por cierto.

      –Lacey ―contestó ésta, sintiéndose tan eufórica como una adolescente que se hubiese pillado de alguien.

      Fue a sentarse junto a la ventana mientras Tom estaba entretenido en la cocina. Trató de invocar más recuerdos del momento que había pasado en aquel local en el pasado, pero no había nada más. Simplemente el sabor de los bollitos y la risa de su familia.

      Un momento más tarde, el atractivo Tom se acercó con un plato para tartas lleno de sándwiches sin bordes, bollitos y una selección de bizcochitos multicolores. Puso una tetera junto al plato.

      –¡No puedo comer tanto! ―exclamó Lacey.

      –Es para dos personas ―contestó Tom―. Invita la casa. No sería educado permitir que una dama pagase en la primera cita.

      Se sentó al lado de Lacey.

      Su sinceridad la cogió por sorpresa y sintió cómo se le aceleraba el pulso. Había pasado tanto tiempo desde que había hablado flirteando con un hombre. Sí que volvía a sentirse como una adolescente entusiasmada. Y era incómodo. Pero quizás así fuesen los ingleses. Quizás todos los hombres ingleses se comportaban así.

      –¿Primera

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