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a alguien para que quite el polvo y pula el suelo.

      –Veinte ―replicó Lacey―. Y puedo ocuparme yo de todo. ―Sonrió son seguridad y extendió la mano―. Y ahora deme la llave; no pienso aceptar un no por respuesta.

      El rojo que se había adueñado de las mejillas de Ivan se extendió hasta cubrirle también las orejas y el cuello. Asintió ligeramente con la cabeza para mostrar su acuerdo y le puso la llave de bronce en la mano.

      –Mi teléfono está en la tarjeta. Llámeme si algo se rompe. O más bien cuando algo se rompa, debería decir.

      –Gracias ―le agradeció Lacey con una pequeña risita.

      Ivan se marchó.

      Ya sola, Lacey subió al segundo piso para acabar de explorarlo todo. El dormitorio principal estaba en la parte delantera de la casa, disfrutaba de vistas al océano y tenía balcón. Se trataba de otra habitación con aire de museo, con una cama con dosel grande y de roble oscuro y un armario a juego lo bastante enorme como para llevar a cualquiera a Narnia. El segundo dormitorio estaba en la parte posterior y ofrecía vistas al jardín. El retrete estaba separado del baño, ubicado en su propia habitación del tamaño de un armario, y en el baño propiamente dicho había una bañera blanca con pies de bronce. No había ducha, tan solo un accesorio que se ajustaba al mismo grifo de la bañera.

      Lacey volvió al dormitorio principal y se dejó caer en la cama con dosel. Era la primera vez que había tenido de reflexionar de verdad sobre aquel día tan mareante, y se sentía casi en shock. Aquella misma mañana había sido una mujer que llevaba casada catorce años, y ahora estaba soltera. Por la mañana había sido una ocupada mujer de Nueva York dedicada a su trabajo, y ahora estaba en una casita junto a un acantilado inglés. ¡Qué encantador! ¡Qué entusiasmo! Nunca había hecho nada tan atrevido en toda su vida, ¡y vaya si se sentía bien!

      Las cañerías resonaron con fuerza, arrancándole un chillido, pero un momento después se echó a reír.

      Se recostó en la cama, mirando fijamente el dosel de tela que tenía encima y escuchando el sonido que provocaban las olas al chocar contra la pared del acantilado durante la marea alta. Aquel sonido invocó la repentina fantasía infantil, previamente perdida, de vivir en algún lugar junto al océano. Qué curioso que se hubiese olvidado por completo de aquel sueño. De no haber vuelto a Wilfordshire, ¿habría seguido enterrado en su mente sin llegar a ser recuperado jamás? Lacey se preguntó qué otros recuerdos podían acudir a ella mientras se hospedase allí. Quizás dedicaría el día siguiente a explorar un poco el pueblo y comprobar si éste tenía alguna pista que ofrecerle.

      CAPÍTULO TRES

      Lacey se despertó gracias a un sonido extraño.

      Se irguió de un salto, confundida momentáneamente por aquella habitación poco familiar iluminada únicamente por un delgado hilo de luz solar que se colaba por un hueco entre las cortinas. Le hizo falta un segundo para recalibrar su cerebro y recordar que ya no estaba en su apartamento de Nueva York, sino en una casa de piedra junto a los precipicios de Wilfordshire, Inglaterra.

      Volvió a oír aquel ruido. Esta vez no se trataba de las cañerías quejándose, sino de algo completamente distinto. Algo que sonaba casi animal.

      Le echó un vistazo al teléfono con ojos cansados y vio que eran las cinco de la mañana, hora local. Levantó el cuerpo agotado de la cama con un suspiro, sintiendo el efecto inmediato del jetlag en la pesadez de sus extremidades mientras se acercaba a las puertas del balcón con pies descalzos y apartaba las cortinas. Allí estaba el borde del acantilado, con el mar extendiéndose hacia el horizonte hasta encontrarse con un cielo despejado y sin nubes que justo empezaba a volverse azul. No logró ver a ningún animal que pudiese ser el culpable en el jardín delantero, así que, cuando volvió a oír aquel mismo sonido, Lacey fue capaz de situarlo en la parte posterior de la casa.

      Se arropó con una bata que se había acordado de comprar en el último segundo en el aeropuerto y bajó las escaleras llenas de crujidos al trote para investigar aquel ruido. Fue directa hacia la parte trasera de la casa y entró en la cocina, donde las grandes cristaleras y la puerta también acristalada le ofrecían una vista completa del jardín trasero. Y, una vez allí, Lacey descubrió cuál era el origen del sonido.

      En el jardín había todo un rebaño de ovejas.

      Lacey parpadeó. ¡Debía de haber al menos quince! Veinte. ¡Quizás incluso más!

      Se frotó los ojos, pero cuando volvió a abrirlos todas aquellas mullidas criaturas seguían allí, mordisqueando la hierba. Y entonces una de ellas levantó la cabeza.

      Lacey estableció contacto visual con la oveja en todo un duelo de voluntades hasta que, al fin, el animal echó la cabeza hacia atrás y soltó un balido largo, alto y resentido.

      Lacey estalló en risitas. No se le ocurría un modo más perfecto de iniciar su nueva vida AD. De repente el hecho de estar allí, en Wilfordshire, parecieron menos unas vacaciones y más una declaración de intenciones, una recuperación de su antiguo yo o, quizás, de una persona completamente nueva a la que todavía no había tenido oportunidad de conocer. Fuera cual fuese aquel sentimiento, hizo que sintiese burbujas en el estómago, casi como si alguien se lo hubiese llenado de champán. O quizás fuese el jetlag; por lo que concernía a su reloj interno, Lacey acababa de echarse un buen sueñecito. Daba igual; el tema era que se moría de ganas de hacer frente a aquel nuevo día.

      Lacey se sintió invadida por un repentino entusiasmo y hambre de aventuras. El día anterior se había despertado con los sonidos del tráfico de Nueva York, y hoy había sido con unos balidos incesantes. El día anterior había olido el aroma de la colada recién hecha y de los productos de limpieza, y ahora olía el polvo y el océano. Había cogido todo lo que le había resultado familiar en su antigua vida y lo había dispersado a los cuatro viento. Como mujer nuevamente soltera, el mundo le parecía de repente su pequeño patio de juegos. ¡Quería explorar! ¡Descubrir! ¡Aprender! De golpe toda ella sentía un entusiasmo por la vida que no había sentido desde… Bueno, desde antes de que se marchase su padre.

      Sacudió la cabeza; no quería pensar en cosas tristes. Estaba decidida a no permitir que nadie arruinase aquel recién descubierto sentimiento de dicha absoluta, al menos no aquel día. Lo que iba a hacer, al menos durante aquel día ,sería aferrarse a esa sensación y no soltarla por nada del mundo. Durante aquel día sería libre.

      Lacey intentó ducharse en la enorme bañera en un intento por no pensar en cómo le gruñía el estómago, usando el extraño accesorio parecido a una manguera que conectaba con el grifo para remojarse como lo habría hecho de tratarse de un perro lleno de barro. El agua pasó de cálida a helada en cuestión de un segundo, y las tuberías no dejaron de resonar durante todo el rato con un clang clang clang, pero la suavidad del agua en comparación con el agua dura a la que se había acostumbrado en Nueva York fue el equivalente de cubrirse todo el cuerpo con una carísima crema hidratante, así que Lacey disfrutó de la sensación incluso si la sorpresa del agua fría logró que le castañeasen los dientes.

      En cuando se hubo librado de toda la suciedad del aeropuerto y de la polución de la ciudad y su piel quedó brillante casi de manera literal, se secó y se vistió con la muda de ropa que había comprado en el mismo aeropuerto. En la cara interna de la puerta del armario de Narnia había un espejo de buen tamaño, y Lacey lo usó para valorar su aspecto. Un aspecto que no era para nada mono.

      Hizo una mueca. Había escogido la ropa en una tienda de ropa veraniega en el aeropuerto con la idea de que algo informal sería más apropiado para sus vacaciones en la costa, pero aunque su intención había sido adoptar un estilo playero informal, su conjunto parecía ahora más bien salido de una tienda de segunda mano. Los pantalones de vestir beige le iban demasiado estrechos, la camisa de muselina blanca le quedaba como un saco, ¡y los finos zapatos náuticos eran todavía menos apropiados para las calles de adoquines de lo que lo habían sido sus tacones! La mayor prioridad de aquel día tendría que ser invertir en algo de ropa decente.

      Le gruñó el estómago.

      «Más bien la segunda prioridad», pensó, dándose una palmadita

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