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los brotes aplastados y la tierra diseminada por toda la zona. Empezaba a sentir curiosidad; el ver aquellas plantas tiradas así en un jardín que por otra parte había sido cuidadosamente atendido parecía de lo más raro. Su mente dejó a su padre de lado al instante y se centró en el presente.

      –¿Qué ha pasado? ―preguntó.

      La expresión del anciano era ahora de lo más triste.

      –Por eso estoy aquí. Esta mañana he recibido una llamada de uno de los vecinos diciendo que parecía que habían vaciado el local durante la noche.

      Lacey jadeó.

      –¿Les han robado? ―Su mente no lograba asimilar el concepto de un crimen en el precioso y tranquilo pueblo costero de Wilfordshire. Le parecía que se trataba de la clase de lugar donde lo peor que podía ocurrir era que el clásico niño travieso robase una tarta recién hecha del alféizar de la ventana en el que la habían dejado para que se enfriase.

      El hombre negó con la cabeza.

      –No, no, no. Se han marchado. Han recogido todo lo que tenían a la venta y se han ido. No me han dado ningún preaviso, y también me han dejado con todas sus deudas. Facturas de suministros sin pagar y una montaña de recibos. ―Volvió a sacudir la cabeza con tristeza.

      Lacey se quedó sorprendida al oír que la tienda llevaba vacía únicamente desde aquella mañana y que se había metido sin darse cuenta en un escenario en desarrollo, introduciéndose por accidente en una misteriosa narrativa que no había hecho más que comenzar.

      –Lo siento muchísimo ―dijo, sintiendo una empatía genuina hacia aquel hombre. Ahora le tocaba a ella interpretar el papel de terapeuta y devolver el gesto amable que le había mostrado antes―. ¿Irá todo bien?

      –En realidad no ―contestó taciturno―. Tendremos que vender el local para pagar las facturas y, sinceramente, yo y mi esposa somos demasiado mayores para esta clase de estrés. ―Se dio un golpecito en el pecho como para indicar la fragilidad de su corazón―. Pero tener que despedirse de este sitio será una maldita lástima. ―La voz le falló―. Lleva años en la familia. Lo adoro. Hemos tenido a algunos arrendatarios de lo más coloridos en todo este tiempo. ―Se rió por lo bajo y los ojos se le aguaron al recordarlo―. Pero no. No podemos volver a pasar por un bache así. Es demasiado estrés.

      La tristeza de su voz fue suficiente como para romperle el corazón a Lacey. Qué situación más horrible en la que encontrarse. Qué terrible. La profunda empatía que sentía hacia el anciano resonaba con su propia situación, con el modo en el que le habían arrancado injustamente la vida que había creado con David en Nueva York. Sintió la repentina responsabilidad de que debía solucionar aquel problema.

      –Alquilaré el local ―soltó, pronunciando aquellas palabras antes de que su cerebro tuviese tiempo de comprender lo que estaba diciendo.

      Las cejas blancas del anciano se arquearon con una sorpresa más que evidente.

      –Perdona, ¿qué acaba de decir?

      –Lo alquilaré ―repitió Lacey a toda prisa, antes de que la parte lógica de su mente tuviese oportunidad de intervenir y quitarle aquella idea de la cabeza―. No puede venderlo; tiene demasiada historia, usted mismo lo ha dicho. Tiene demasiado valor sentimental. Y yo soy una persona de extrema confianza. Tengo experiencia llevando un negocio. Más o menos.

      Pensó en la guardia de seguridad de cejas oscuras del aeropuerto y en cómo le había dicho que necesitaría una vida para trabajar, y la confianza con que ella le había asegurado que lo último que quería hacer mientras estuviese en Inglaterra era trabajar.

      ¿Y qué pasaba con Naomi? ¿Y con su trabajo con Saskia? ¿Qué iba a hacer?

      De repente, nada de todo eso importaba. La sensación que había sacudido a Lacey al ver el local había sido algo parecido a amor a primera vista, e iba a tirarse de cabeza.

      –¿Y bien? ¿Qué le parece? ―le preguntó al hombre.

      En anciano parecía algo sobrecogido, y Lacey no pudo culparle. Aquella americana desconocida vestida con un conjunto salido de una tienda de segunda mano le estaba preguntando si podía alquilar su local, un local que ya había decidido que iba a vender.

      –Bueno… Yo… ―empezó a decir―. Sería agradable que pudiese seguir en la familia un poco más. Y ahora tampoco es un buen momento para vender, no con cómo está el mercado. Pero primero tendría que hablar con mi esposa Martha.

      –Por supuesto ―concedió Lacey. Escribió a toda prisa su nombre y su teléfono en un trozo de papel y se lo tendió, sorprendida por lo segura que se sentía―. Tómese todo el tiempo que necesite.

      A fin de cuentas, ella también necesitaba algo de tiempo para solucionar el tema de la visa, organizar un plan de negocios, pensar en las finanzas, el stock y… bueno, en todo. Quizás debería empezar por comprar el libro de Guía para idiotas sobre cómo llevar una tienda.

      –Lacey Doyle ―dijo el hombre, leyendo el papel que le había tendido.

      Lacey asintió con la cabeza. Dos días antes, aquel nombre se le había antojado completamente desconocido, pero ahora volvía a parecer el suyo.

      –Yo soy Stephen ―continuó el anciano.

      Se dieron la mano.

      –Esperaré ansiosa tu llamada ―dijo Lacey.

      Y, con aquello, salió del local con el corazón lleno de anticipación. Si Stephen decidía alquilárselo, acabaría quedándose en Wilfordshire de un modo mucho más permanente de lo que había planeado en un principio. Aquella idea debería haberla asustado pero, en lugar de eso, la dejó encantada. Parecía lo correcto. Y más que lo correcto, parecía el destino.

      CAPÍTULO CINCO

      ―¡Creía que eran unas vacaciones! ―explotó la voz furiosa de Naomi al otro lado del teléfono que Lacey sujetaba con el hombro.

      Ésta suspiró, dejando de escuchar el sermón de su hermana y sin dejar de escribir en el ordenador de la biblioteca de Wilfordshire. Estaba comprobando el estado de su aplicación online para pasar de una visa de vacaciones a una de creación de negocio.

      Tras reunirse con Stephen, se había dedicado en cuerpo y mente a la investigación y había descubierto que, como hablante inglesa con una buena cantidad de capital en el banco, lo único que se le exigía era un plan de negocios decente, algo con lo que tenía amplia experiencia gracias a la costumbre de Saskia de descargar todas sus responsabilidades sobre sus hombres aunque estuviesen muy por encima de su posición. Sólo había necesitado algunas tardes para compilar el plan de negocio y entregarlo, y había sido un proceso sin la más mínima dificultad que había hecho que se sintiese todavía más segura de que el universo estaba guiando su nueva vida.

      La pantalla entró en el portal oficial del gobierno británico y vio que su solicitud todavía aparecía como «pendiente». Estaba tan desesperada por empezar que no pudo evitar hundirse un poco en su silla, decepcionada. Volvió a concentrarse en la voz de Naomi, que seguía hablando junto a su oído.

      –¡No puedo CREER que vayas a mudarte! ―estaba gritando su hermana―. ¡De manera permanente!

      –No es permanente ―le explicó Lacey con calma. A lo largo de los años había acumulado mucha práctica para no dejar que los cambios de humor de Naomi la provocasen―. La visa es sólo para dos años.

      Ups. Paso en falso.

      –¿DOS AÑOS? ―chilló Naomi, llegando a la cúspide de su enfado.

      Lacey puso los ojos en blanco; había sido completamente consciente de que su familia no apoyaría su decisión. Naomi la necesitaba en Nueva York para que le hiciera de niñera, al fin y al cabo, y su madre la trataba básicamente como una mascota que ofreciese apoyo emocional. El mensaje eufórico que había enviado al grupo Chicaz Doyle había sido recibido con la misma gratitud con la que se habría recibido una bomba nuclear y ahora, días más tarde, todavía estaba lidiando con las consecuencias.

      –Sí, Naomi

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