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―gritó de repente Lacey, interrumpiéndola. Menuda cabeza de chorlito; si habían sido precisamente los zapatos náuticos de tan mala calidad los que le habían llevado hasta allí―. ¡Necesito zapatos!

      La dependienta logró parecer, de algún modo, todavía menos impresionada que antes. Quizás creía que Lacey le estaba gastando una broma pesada y que al final de la compra se escaparía corriendo.

      –Nuestros zapatos están allí ―contestó con frialdad, haciendo un gesto con el brazo.

      Lacey examinó la pequeña selección de preciosos zapatos de tacón que habría llevado de estar en Nueva York, donde había considerado que unos tobillos doloridos era un riesgo laboral que debía correrse, pero ahora las cosas eran distintas, se recordó a sí misma. No tenía ninguna necesidad de llevar unos zapatos que le doliesen.

      Su mirada se posó en unos zapatos brogue negros; encajarían a la perfección con la calidad andrógina de su nueva colección de trajes. Fue directo hacia ellos.

      –Éstos ―dijo, dejándolos en el mostrador, justo delante de la dependienta.

      La mujer no se molestó en preguntarle si quería probárselos, así que los pasó por la caja y se tapó la boca con el puño para soltar una pequeña tos cuando el precio que apareció en la pantalla de la caja alcanzó los cuatro dígitos.

      Lacey sacó su tarjeta, pagó, se puso los zapatos nuevos, le dio las gracias a la dependienta, y salió dando saltitos de la tienda para entrar en el local vacío que había al lado. La esperanza le floreció en el pecho; estaba a tan solo unos momentos de distancia de recibir las llaves de parte de Stephen y convertirse en la vecina de la para nada impresionada dependienta de la tienda en la que acababa de adquirir una identidad completamente nueva.

      Stephen la miró como si no la reconociera cuando cruzó la puerta.

      –Creía que habías dicho que parecía un poco atolondrada ―dijo en voz baja la mujer que había junto a él y que debía de ser su esposa, Martha. Si había intentado ser discreta, había fallado por completo; Lacey pudo oír todas y cada una de sus palabras.

      Se señaló la ropa.

      –Tachán. Le dije que sabía lo que estaba haciendo ―bromeó.

      Martha le dirigió una mirada a Stephen.

      –¿Qué te tiene tan preocupado, viejo tonto? ¡Es la respuesta a nuestras plegarias! ¡Dale ahora mismo el alquiler!

      Lacey no se lo podía creer. Menuda suerte. Estaba claro que el destino había intervenido.

      Stephen se apresuró a sacar varios documentos de un maletín y los colocó sobre el mostrador, frente a Lacey. A diferencia de los papeles del divorcio a los que Lacey se había quedado mirando con incredulidad en un momento de pesar y disociación corporal, aquellos parecían brillar llenos de promesas y oportunidades. Sacó su bolígrafo, el mismo con el que había firmado los papeles del divorcio, y plasmó su firma sobre el documento.

      Lacey Doyle. Propietaria de un negocio.

      Su nueva vida quedaba sellada.

      CAPÍTULO SEIS

      Con una escoba entre las manos, Lacey estaba barriendo el suelo de la tienda de la que ahora era una orgullosa arrendataria con un corazón que no parecía caberle en el pecho.

      Nunca antes se había sentido así, como si tuviese toda su vida bajo control, todo su destino, y como si el futuro estuviese a su alcance por completo. La cabeza le iba a mil por hora, empezando a formular planes bastante grandes, como por ejemplo convertir la habitación trasera en una sala de subastas en honor al suelo que su padre nunca había cumplido. Había estado en cientos y cientos de subastas mientras trabajaba para Saskia, en su mayoría había sido como compradora, no vendedora, pero estaba segura de que podría aprender cómo gestionar una subasta. Tampoco había manejado nunca una tienda, y allí estaba a pesar de todo. Y, además, cualquier cosa que valiese la pena requería un esfuerzo.

      En ese momento distinguió cómo una figura que había estado pasando frente a la tienda frenaba bruscamente y se giraba hacia ella para mirarla a través del escaparate. Lacey alzó la vista de la escoba con la esperanza de que se tratase de Tom, pero se percató rápidamente de que la figura que estaba inmóvil frente a ella era una mujer. Y no cualquier mujer, sino una a la que Lacey reconoció: delgada como un palo, vestida de negro y con el mismo cabello largo, oscuro y ondulado que ella. Era su gemela malvada, la dependienta de la tienda aledaña.

      La mujer irrumpió en el local aprovechando que Lacey no había cerrado la puerta con llave.

      –¿Qué haces aquí? ―exigió la mujer.

      Lacey dejó la escoba contra el mostrador y le tendió la mano para estrechársela con confianza.

      –Soy Lacey Doyle, tu nueva vecina.

      La mujer se le quedó mirando la mano con asco, como si la tuviese cubierta de gérmenes.

      –¿Qué?

      –Soy tu nueva vecina ―repitió Lacey con el mismo tono confiado―. Acabo de firmar el alquiler del local.

      La mujer torció el gesto como si acabase de recibir una bofetada en la cara.

      –Pero… ―musitó.

      –¿Eres la dueña de la boutique, o sólo trabajas en ella? ―preguntó Lacey, intentando que la mujer volviese a centrarse.

      Ésta asintió casi como si estuviera hipnotizada.

      –Soy la dueña. Me llamo Taryn, Taryn Maguire. ―Y entonces, de repente, sacudió la cabeza como para librarse de los últimos efectos de la sorpresa y se obligó a mostrar una sonrisa amistosa―. Bueno, una nueva vecina. Qué encantador. Es una ubicación magnífica, ¿verdad? Estoy segura de que la falta de luz jugará a tu favor, así no se notará el mal estado del local.

      Lacey se controló para no arquear una ceja. Los años que había pasado lidiando con la pasivo agresividad de su madre la habían entrenado para no dejarse provocar.

      Taryn se rió con fuerza en lo que pareció un intento de suavizar la bofetada de su cumplido.

      –Bueno, dime, ¿cómo has conseguido que te alquile el local? Lo último que había oído era que Stephen iba a venderlo.

      Lacey se limitó a encogerse de hombros.

      –Así es, pero ha habido un cambio de planes.

      Taryn puso cara de acabar de chupar un limón. Movió los ojos por toda la tienda y la nariz altiva que ya había desdeñado al menos una vez a Lacey aquel día pareció alzarse todavía más hacia los cielos a medida que el asco de Taryn se hacía más y más visible.

      –¿Y vas a vender antigüedades? ―añadió.

      –Así es. Mi padre se dedicaba a eso cuando era niña, así que estoy siguiendo sus pasos en su honor.

      –Antigüedades ―repitió Taryn. Estaba claro que la idea de que se estableciese una tienda de antigüedades junto a su boutique pija no la complacía en lo más mínimo. Fijo la vista en Lacey como si fuese un halcón―. Y te lo permiten, ¿es así? Que saltes el charco sin más y abras una tienda.

      –Con la visa correcta ―le explicó Lacey con frialdad.

      –Qué… interesante ―replicó Taryn, eligiendo claramente sus palabras con el mayor de los cuidados―. Quiero decir, normalmente cuando un extranjero quiere trabajar en este país la empresa tiene que demostrar que no hay ningún británico disponible para ocupar ese puesto. Me sorprende que no se apliquen las mismas normas en cuanto a lo de abrir un negocio… ―Su tono desdeñoso iba volviendo cada vez más evidente―. ¿Y Stephen ha acordado un alquiler contigo, con una desconocida, así tal cual? ¿Después de que la tienda llevase vacía tan solo, qué, dos días? ―La educación que la mujer se había estado obligando a expresar anteriormente se desvanecía a marchas forzadas.

      Lacey decidió no permitir que sus palabras la afectasen.

      –En realidad ha sido todo un golpe

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