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a los caprichos de la sociedad. Además, la cultura se hace cada vez más pluralista, y muchos presupuestos culturalmente afincados pueden cambiar, creando confusión en muchos ciudadanos: lo que unos quieren otros lo rechazan. En medio de esta arena movediza, ¿es posible fijar unos determinados fines de la medicina que operen como el telos de una medicina moderna, al que las virtudes puedan enriquecer?

      Los autores proceden a reflexionar sobre estos fines recordando la noción de principios prima facie de Ross de la ética biomédica y sus limitaciones, y pasan a su alternativa, aquella que Sulmasy ha denominado esencialismo. El fin de la medicina, como mantuviera Aristóteles, es la salud y, de forma más inmediata, curar; y cuando esto no es posible, ayudar al enfermo en sus sufrimientos y limitaciones. Los autores retornan a su conocido bien principal, que se interrelaciona con el fin de la salud, el bien del enfermo ya considerado. En su modelo, la beneficencia pasa a ser el gran requisito, un principio que ahora incluye el respeto por la autonomía del paciente, porque violar los valores del enfermo implica violar su persona y, por tanto, una acción maleficente.

      Un conjunto de reflexiones bien trabadas revela la confianza de los autores en su modelo. La beneficencia así entendida se convierte en una guía para la acción, el telos primario de la sanación. Pero tienen claro que el enfoque teleológico mantenido no constituye en sí mismo, por desgracia, un sistema completo de ética médica, y que hay que vincular las obligaciones y sus principios básicos con la ética de virtudes. Desde esta perspectiva, el enfoque de los cuatros principios de Beauchamp y Childress, aun reconociendo sus insuficiencias, no debería abandonarse y, además, debería ser mejorado.

      Pellegrino y Thomasma reflexionan sobre las diferentes relaciones de la autonomía y cualesquiera modelos de ética médica; también sobre el atractivo mundial adquirido dentro y fuera de la medicina, convertida en símbolo de la resistencia al mal uso de la autoridad por los profesionales, las instituciones y los Gobiernos. Un freno al enorme poder del conocimiento experto, pericial, tan presente en la sociedad. En este contexto, desarrollan un rico discurso acerca de los beneficios y peligros de la autonomía aplicada a la medicina, que aun así «no vician […] su validez como principio moral». Se centran en el apasionante tema de los conflictos de la autonomía con la beneficencia para llegar a su conocida jerarquía del bien del enfermo, que habían desarrollado en For the Patient’s Good y que tan bien ordena y resuelve estos choques. Con buen sentido práctico, en las reflexiones finales responden a tres preguntas. La primera: ¿cómo resolver los conflictos entre principios prima facie? Las segundas: ¿cómo incorporar otras fuentes de conocimiento ético? y ¿cuál habría de ser la relación de la filosofía formal con la ética médica?

      Como en el caso anterior, el lector recibe una reflexión positiva del papel jugado por los cuatro principios, que no pasa por alto la dificultad central de estos, la carencia de un mecanismo de ordenamiento externo. De las distintas opciones manejadas, la idea de mantenerlos pero complementarlos con otras teorías, y la de fundamentarlos en la relación médico-paciente aparecen como las más adecuadas. En realidad, lo que ellos proponen son las virtudes. Aludiendo a las fuertes críticas que el principialismo había recibido, parece evidente que Pellegrino y Thomasma, desde su perspectiva secular, deseaban permanecer en el seno de una ética civil, humanista y con potencial de ser reconocida por la profesión. Como ellos escriben, «se puede estar de acuerdo en las críticas, sin estar de acuerdo en que ellas acaben con los principios, a menos que sean reemplazados adecuadamente». Y eso, obviamente, era pronto para saberlo.

      La sección siguiente inicia la propuesta de los autores sobre la necesidad de las virtudes médicas. El capítulo 5 aborda la virtud de la fidelidad del médico a su paciente. Se trata de proteger la relación de confianza entre ambos, imprescindible, que permite la beneficence in trust la ‘beneficencia en confianza’, el desarrollo del bien del enfermo, de la beneficencia en un clima de respeto y confianza mutua. Para los autores, la confianza es indestructible; sin ella, no se podría vivir en sociedad. Pero esta confianza es problemática en los estados de dependencia y enfermedad. Como ellos dicen, nos vemos obligados a confiar en los profesionales y necesitamos la ayuda de los médicos. Paradójicamente, esta realidad está siendo cuestionada hoy en algunos ámbitos e incluso percibida como una ilusión irrealizable. Pero una consistente información de lo que ocurre en la relación médico-enfermo revela al lector la imposibilidad de eliminar, al menos del todo, el factor confianza en las relaciones profesionales.

      Por otra parte, la desconfianza en los médicos (como en los abogados) no es un fenómeno nuevo. Siempre ha habido profesionales corruptos e incompetentes. Para los autores, en las dos o tres últimas décadas, las fuentes de esta desconfianza en su país se habían visto reforzadas por una variedad de circunstancias: por las denuncias médicas, el negocio de la salud y su propia publicidad, el mal estilo de vida de algunos médicos, determinadas políticas de los hospitales (rechazables), la práctica del prepago de muchos centros, la pérdida del médico generalista y el auge de las especialidades, y así una larga lista que no procede ahora contemplar. La más seria erosión de la confianza ha sido la emergencia de una verdadera ética de la desconfianza, de un ethos nuevo, sobrevenido, que afirma la imposibilidad radical de la confianza en las relaciones profesionales. Los autores pasan revista a los efectos nocivos de este planteamiento y sus causas, que sería un infantilismo no reconocer. Una larga reflexión es ofrecida al lector médico desde la experiencia para, desde los argumentos, reencontrar el camino de la confianza. La virtud de la fidelidad a la confianza del enfermo se revela imprescindible a la causa de la beneficencia. No puede haber beneficencia sin confianza.

      Pero han cambiado las cosas, la sociedad y la relación médico-paciente —y la confianza en el médico—, que ya no puede preverse absoluta como antaño; la preeminencia del principio de autonomía y el posible conflicto de intereses entre médico y paciente requieren de una concepción más restringida y realista. Pero, como la confianza es indispensable, la nueva pregunta sería: ¿qué se debe confiar al profesional? Los autores mantendrán que los pacientes no deben confiar al médico la totalidad de su visión del bien, y los médicos tampoco asumir que se les ha dado un mandato tan amplio. Solo si el paciente lo faculta, el médico no puede negarse, pues de lo contrario representaría un abandono. En cualquier caso, el papel del médico es alentar a los pacientes a participar en las decisiones clínicas sobre sus personas. La fidelidad a la confianza les impide toda manipulación, coacción o engaño. Pero esto exige familiarizarse con el modo de ver y los valores de su paciente, y anticiparse a las posibles decisiones críticas: la resucitación cardiovascular, el modo de morir o el aborto, entre otras. Es obvio que, al conocer o adelantar estas decisiones, el médico debe saber si tales exigencias son contrarias a sus propias convicciones, que, de darse, pueden plantearle la opción de dejar el caso. El lector podrá comprobar la minuciosidad con que los autores afloran las realidades más complejas de esta relación, porque nunca justifican la aceptación por el profesional de una ética de la desconfianza. Es evidente, desde una óptica española, la desconfianza que los propios autores muestran hacia el tipo de médico que les sirve de testigo. Y es evidente que la ética de la virtud por parte del profesional, la condición de hombre de carácter, aparece como indispensable para llevar a efecto el modelo de confianza que proponen.

      A tenor de lo escrito en The Virtues in Medical Practice, parece claro que en los noventa la confianza de los pacientes en los médicos de su país, en regímenes de práctica privada, era de reserva y desconfianza. Los profesionales ya no podían esperar ser fiables simplemente porque eran profesionales. Una percepción que no es extrapolable a todos los países; por ejemplo, a nuestro país, donde la imagen del médico —quizá menos excepcional que la de décadas atrás— es buena o muy buena. Este hecho abre la expectativa de si la presencia de una fuerte socialización de la medicina y la presencia de la medicina privada en paralelo, en un marco de fórmulas mixtas, es la respuesta más satisfactoria para la sociedad.

      Para los autores, en la recuperación de la confianza es esencial la virtud del agente, como también la idea de que la confianza del enfermo debe ganarse y merecerse por el rendimiento y la fidelidad a sus implicaciones. «Claramente, una ética de la confianza debe ir más allá de una ética basada en principios o en deberes a una ética de la virtud y el carácter». También a una reconciliación entre la autonomía del paciente

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