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ocuparán de dos grandes reflexiones. La atracción desmedida de algunos por el dominio radical del cuerpo y la mente de las personas —por jugar a ser Dios— y la responsabilidad de los profesionales por el uso adecuado de la tecnología. Dos cuestiones en que la virtud de la templanza se enfrentará a la cultura de masas que implica nuestro tiempo, a la búsqueda del yo y el aplauso por encima del esfuerzo orientado a fines, e igualmente a la presencia en los medios del argumento, y no de la verdad, a la sumisión a lo políticamente correcto, a las corrientes transgresoras como líderes del siglo, a renovar, impactar o morir. En el mundo de la profesión médica se ha dicho con descaro: o publicas o no existes, estás muerto.

      En esta asintonía de comportamientos, se puede injertar la idea de jugar a ser Dios: el problema de la templanza en medicina en un tiempo donde la tecnología aplicada al hombre ha alcanzado extraordinarios éxitos. Esto puede llevar a un nuevo paternalismo, en el sentido de que el nuevo poder tienta a estos médicos a creer que saben con certeza científica lo que es mejor para sus pacientes, cuándo deben prolongarles la vida, cuándo acortarla, cuándo la opinión del enfermo carece de la imprescindible competencia, cuándo y por qué no producir embriones, cambiar los sexos, modificar a voluntad el sexo de los embriones, etc. Y una creciente convicción: la de que el poderío de la investigación aplicada y de la tecnología, que se autonomizan a sí mismas, hacen dependiente al profesional que las maneja; no por virtud de su eficacia, sino por esa tentación eterna de dominio, de deseo de poder, que el hombre experimenta.

      Los ejemplos de una tecnología enloquecida —como la califican Pellegrino y Thomasma— son muchos, pero su mayor inquietud se posa sobre los momentos trascendentes del hombre en el principio de la vida y en su final. Las diferencias entre la beneficencia y la maleficencia del médico van siendo ignoradas, asentadas ahora sobre un voluntarismo dependiente de la cultura, aparentemente ajeno a la responsabilidad moral individual del agente que ejecuta las acciones. Las reflexiones sobre la eutanasia, el poder de manejar la muerte y, por lo tanto, la vida, por un lado, y la posibilidad de alargarla a toda cosa o de acortarla, por otro, son contempladas. También la tecnología reproductiva, siempre utilitaria y bien vista por la sociedad, pero insensible a la realidad identitaria del embrión humano y a su carácter de persona, como afirmara nuestro filósofo Zubiri, en febril apertura a las incursiones más atrevidas sobre el genoma y el misterio del hombre, una dinámica que tanto ha preocupado a Habermas.

      Para los autores, solo la virtud de la templanza —con la que siempre coopera la prudencia— permite a la ambición del investigador o del clínico sopesar su poderío tecnológico y el bien del enfermo, que es el bien máximo a respetar. Solo la virtud de la templanza, el dominio sobre su propio dominio tecnológico, permite al médico lograr el equilibrio adecuado entre el sobretratamiento y el tratamiento insuficiente o claramente transgresor. En suma, el desafío de evaluar moralmente los beneficios y los riesgos de un tratamiento a corto o largo plazo sobre ancianos o personas muy debilitadas, demenciadas o moribundas que no pueden ejercer su autonomía. La templanza frena las decisiones técnicas fáciles, las tecnosalidas, cuando algo no se percibe moralmente irreprochable. Cuando olvidamos el cuidado compasivo y humano, y los valores espirituales, y se persigue solo el éxito de una mera supervivencia a cualquier precio.

      En el capítulo 11, los autores abordan la virtud de la integridad. El texto se divide en dos secciones. La primera alude a la integridad en la práctica clínica, donde examinan la relación entre la autonomía y la integridad en la relación médico-paciente. En la segunda, más importante a nuestro juicio, la integridad en la investigación científica, donde abordan el problema del fraude científico, el conflicto de intereses y otras formas de mala conducta. Los autores reflexionan sobre la integridad desde dos puntos de vista, uno relativo a la integridad de la persona, del paciente y del médico como seres humanos; y otro que alude a ser una persona de integridad, de la integridad como virtud. El primero alude al equilibrio y la armonía entre las distintas dimensiones de la existencia, necesarias para un funcionamiento saludable del organismo. En tal sentido, integridad es sinónimo de salud, y las enfermedades son fuente de desintegración, donde el cuerpo usurpa el papel central de la persona y el principal foco de atención, lo mismo en la enfermedad mental que en la orgánica. Es obligación del médico el intento de restablecer la integridad de una existencia sana. E igualmente de preservar la integridad del yo y los valores que identifican a cada enfermo. Ignorarlo o combatirlo es atacar su propia humanidad, nada más lejos de la relación de sanación.

      Refiriéndose a la persona de integridad, los autores mantienen que es la que verdaderamente garantiza el respeto por el enfermo y por su autonomía, más que la ley. La virtud médica de la fidelidad a la confianza es el mejor seguro a la comprensión de la integridad de la persona del enfermo y a su autonomía de decisión. En circunstancias corrientes, la fórmula para la toma de decisiones más tranquilizadora es el acuerdo, la integración de los deseos del enfermo y la anuencia moral del médico.

      En la segunda sección del capítulo, los autores se centran en la crisis de credibilidad que, por aquellos años, experimentaba en Norteamérica la investigación científica o, de otro modo dicho, la mala conducta científica. De nuevo, es la fe en la persona del agente la clave de los problemas. Si algo problematiza una investigación científica, su integridad o su diseño, deberemos fijarnos en el investigador. Es la mala conducta de algunos científicos lo que lleva al público y al Congreso a preguntarse si se puede confiar en los científicos. El texto desarrolla el problema, pues la inmensa mayoría de los científicos son personas honestas e íntegras. Adheridos al concepto de prácticas de MacIntyre, Pellegrino y Thomasma, recuerdan que el bien interno de la investigación es la verdad, una comprensión de lo realmente real sobre algún aspecto del mundo que habitamos. Las virtudes del científico son aquellas que permiten al investigador alcanzar esa verdad. Son las virtudes de la objetividad, del pensamiento crítico, de la honestidad en el registro y la presentación de los datos, la ausencia de prejuicios y el intercambio de conocimientos con la comunidad científica. Según ello, «los bienes primarios no pueden ser el poder, el beneficio personal, el prestigio o el orgullo», que es lo que se da siempre en los casos de fraude científico.

      En las sociedades modernas, la investigación científico-médica ha experimentado una cierta metamorfosis, el paso de una actividad clásicamente académica a una actividad industrial. Los valores de la una y la otra pueden entrar en conflicto. Los compromisos y los incentivos surgen de este paso. «Obtener ventajas competitivas, el establecimiento de prioridades y la propiedad de la información, el monopolio del mercado, la obtención de las patentes o la elección de los temas de la investigación sobre futuros ámbitos de inversión son los valores propios de la investigación en la industria». De este ethos podría surgir algún descubrimiento, pero tal vez objetivos inadecuados que podrían cambiar al investigador. Nadie pone en duda los intereses legítimos de la comunidad científica a nivel individual: avanzar en sus carreras, mantener a sus familias y un puesto de trabajo sólido, la satisfacción de los honores y el reconocimiento público, además del disfrute del ocio; pero es precisamente esto, la calidad moral de la investigación, lo que inquieta a los autores, que como siempre la sitúan inequívocamente en el carácter y la conciencia del investigador.

      En el capítulo 12, el lector llega a la última de las virtudes médicas en la propuesta de los autores, el self-effacement, que hemos traducido como ‘desprendimiento’ o ‘desprendimiento altruista’. Estamos ante una pieza erudita y, por su claridad, extraordinaria. A mi juicio, el texto que desvela el rasgo, el hábito o grandeza de alma —la virtud, en suma— que mejor revela la actitud y el comportamiento moral del médico ético, del médico de carácter, del arquetipo que la comunidad médica debería siempre apoyar. El capítulo 12 debe ser leído y reflexionado pausadamente, tomando conciencia de que, aunque revela la grave debilidad de la medicina del país —el plegamiento de los médicos al entorno social y a los nuevos patrones de la medicina—, los hechos son perfectamente reproducibles en cualquier otro país y en cualquier otro modelo de medicina. Los autores hablan de un malestar moral en las profesiones, y obviamente en la medicina, que puede resultar fatal para sus identidades y peligroso para la sociedad. Un malestar que habría cristalizado en la convicción de que, en las actuales circunstancias, no es posible ejercer dentro de los

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