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de la ética médica en los más remotos tiempos no fue el resultado a posteriori de algún modelo de ética civil o religiosa, en cualquier país y en cualquier cultura, ni de ninguna imposición legal. Ahora, tampoco lo habría de ser el modelo que planteaban. Aunque, adelantando los hechos, tampoco se puede ignorar la influencia de los filósofos MacIntyre y Anscombe. En After Virtue (1981), el gran filósofo escocés desarrollaría el concepto clave de prácticas, que Pellegrino añadirá más tarde en su razonamiento sobre las virtudes médicas, aunque ya está prefijado en Philosophical Basis of Medical Practice.

      Por práctica entiende MacIntyre «cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma mientras se intenta lograr los modelos de excelencia que le son apropiados». Talmente, en este sentido, la medicina es una práctica. Para el filósofo, los bienes son externos e internos. A efecto de las virtudes, interesan los bienes internos de la práctica. Estos solo se pueden obtener (identificar) participando activamente en la práctica. Sería el caso de los médicos o los enfermeros respecto de la práctica médica. Los bienes internos, afirma MacIntyre, «son el resultado de competir en excelencia, pero es típico de ellos que su logro es un bien para toda la comunidad que participa en la práctica». Según ello, solo a los mejores médicos, a los de mayor autoridad moral, se les podría reconocer la veracidad e imparcialidad de sus juicios en esta búsqueda de bienes. Desde la posesión de las virtudes, solo estos hombres pueden identificar a los médicos de la historia que, por su ejemplo, elevaron el dintel moral de la práctica denominada medicina. Para el filósofo, ninguna práctica puede sobrevivir largo tiempo si no es sostenida por sus instituciones, o, lo que es igual, por los hombres de sus instituciones. En tal contexto, la función esencial de las virtudes es clara: sin ellas, sin la justicia que ellas proporcionan a estos hombres, el valor y la veracidad de estas prácticas no podría resistir a la corrupción de las instituciones.

      Pellegrino coincidirá con el filósofo en que, sin la posesión de las virtudes específicas de una determinada práctica, es imposible reconocer los llamados bienes internos de esa profesión. En sus debates y reflexiones, los autores hallaron en las ideas de MacIntyre un excelente soporte a su decantación previa por una ética de virtudes médicas como base para la excelencia en la práctica de los médicos; dicho de otro modo, como fundamento racional para una verdadera ética médica, desde ahora una auténtica moralidad interna.

      Frente al entorno cambiante y turbulento de los sesenta, lleno de equívocos, estímulos y transformaciones sociales, los profesionales de la salud saludaron de forma positiva la irrupción de la tecnología médica y de una pujante industria farmacéutica, de un creciente capitalismo sanitario y un exigente nuevo mercado que, por el momento, los empoderaba. Tampoco la interferencia del Estado en los viejos preceptos o deberes morales parecía alarmar a las instituciones médicas, y todo quedaba en la ambigüedad de la libre decisión de los ciudadanos y su autonomía. Aparte de la sorpresa e incredulidad ante algunos escándalos serios en la investigación clínica —que trascendieron a la sociedad—, los médicos no se sintieron especialmente concernidos, según los autores, sino antes bien ilusionados y empoderados por la eficacia curativa que ahora, por fin, poseía la medicina. Una esperanza en que el creciente poder de la ciencia iría volcando sobre el acto médico nuevos e insospechados instrumentos para el diagnóstico y tratamiento de las enfermedades. Una fe infinita en la ciencia, como única verdad, aparece omnipresente en la profesión y en la sociedad.

      Pero, para algunos médicos, hombres con alta sensibilidad moral, no todos los cambios eran para bien. Algo importante se estaba desdibujando, e incluso perdiendo. Los médicos no eran conscientes de su debilidad y de que su adhesión, sin aristas, a las demandas sociales de todo tipo los hacía vulnerables. Tampoco que su práctica comenzaba a depender de instancias nuevas e inmisericordes, ajenas a su identidad moral de siglos. Pellegrino percibió pronto esta debilidad corporativa y la incapacidad de la ética hipocrática al uso, una colección de deberes individuales que hasta entonces había servido para empoderar a la profesión con valores fuertes, clarificadores, ante tales retos.

       Por el bien del enfermo

      En 1988, cinco años después, el tándem publica For the Patient’s Good, subtitulado The Restoration of Beneficense in Health Care, en cuyo prefacio los autores se preguntan qué es lo que determina el bien del enfermo cuando las definiciones de los participantes en una decisión médica entran en conflicto. Asimismo, ¿en qué medida el bien del paciente se relaciona con el bien económico o el bien social? ¿Qué es el bien del médico? Y así otras preguntas decisivas. Podría parecer que el proceso de reconstrucción de la ética médica de Pellegrino y Thomasma andaba bloqueado. No debió de ser así, pero parece difícil desvincular este retraso de la complejidad de aquellos años, en especial del disenso en la teología moral por parte de algunos escritores católicos, primero de la encíclica Humanae vitae —un documento que intuyó la transformación moral y social a que daría lugar la anticoncepción— y después de Veritatis splendor, de Juan Pablo II, con la fuerte impronta del entonces cardenal Ratzinger.

      No es nuestro objetivo profundizar en la consideración de estos disensos, cuyas secuelas aún colean, como comprender las tensiones que Pellegrino hubo de presenciar y tal vez experimentar, primero en la Catholic University of America tras el caso Curran y, después, tras sustituir a Richard McCormick en el Kennedy Institute of Ethics en Georgetown University (1983-1989). McCormick, un teólogo de prestigio y buen conocedor de las cuestiones de la bioética, había mantenido una actitud crítica frente a los dos documentos del magisterio. La tesis de Joseph Tham sobre el proceso de secularización de la bioética en Norteamérica, dirigida por Pellegrino en 2007, es un precioso testimonio del difícil equilibrio que el maestro hubo de tener por estos años, en el seno de una universidad tan brillante como compleja, en la presencia de clérigos eminentes, católicos y protestantes, de posiciones teológicas diversas o contrarias al magisterio.

      Estamos ahora ante un segundo libro del tándem, pero al que cabe considerar clave en el proceso de reconstrucción de la ética médica. Es lógico pensar que el retraso también fue debido al análisis de la praxis biomédica en el país, al que se sumaría la renovación por esos años de la moral de virtudes en el ámbito anglosajón. Y, cómo no, a la subordinación de la beneficencia al principio de autonomía y a los intereses utilitaristas del momento que el principialismo propiciaba; todo desconcertante, además, para la filosofía de la medicina que ellos habían sacado a la luz.

      Pellegrino y Thomasma se ponen a redefinir e interpretar el concepto de beneficencia contando con los cambios operados en la relación médica. Ante el vacío de la noción de bien del enfermo —o, mejor, ante las distintas formas de concebirlo—, los autores redactan un libro que penetra en el interior del concepto de bien y en el esfuerzo por sintetizar la perspectiva aristotélica que durante siglos se había mantenido y la visión moderna, posilustrada y legalista de la autonomía. Reduciendo las ideas matrices del capítulo 6 de For the Patient’s Good, el lector verá aparecer una nueva noción de bien del enfermo que deriva de la idea de lealtad del médico al paciente, de la compasión que le suscita, de las obligaciones sociales y de las virtudes que hacen posible la relación de sanación. El texto restaura la idea de que, pese a sus dificultades, la beneficencia es el principio que mejor abraza y defiende los intereses del paciente. Y el modelo de moralidad interna, el que mejor responde a los intereses implicados, el cual solo se podría construir desde una nueva teoría del bien, pero no del bien del médico, del bien social, del bien económico, familiar o del bien político o legal —todos por contemplar—, sino y radicalmente del bien del enfermo de un modo integral e individualmente entendido, del bien de cada enfermo concreto. Un texto en respuesta a los vacíos de la ética biomédica, donde se abordan con benevolente compresión las distintas cuestiones palpitantes de la medicina —aún hoy reales—y el nuevo concepto de beneficencia en confianza, en fideicomiso, de los autores (beneficense-in-trust), junto con una completa y ordenada noción de bien del enfermo: el modelo de los cuatro bienes que ya siempre caracterizará su modelo de ética médica.

      Partiendo de que el bien no es un concepto monolítico, sino un conjunto de componentes, los

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