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Las infancias y el tiempo. Esteban Levin
Читать онлайн.Название Las infancias y el tiempo
Год выпуска 0
isbn 9789875387553
Автор произведения Esteban Levin
Жанр Документальная литература
Серия Conjunciones
Издательство Bookwire
Desdoblado en marioneta Pinocho, ante el pedido de la niña, exclamo: “Gracias Tamara, ahora me siento mejor. Me enredé y no puedo moverme”. El muñeco nos acompaña al tobogán, se tira, ella hace lo mismo. Luego sube a una pequeña rampa, baja pero los hilos vuelven a enredarse. Tamara, atenta, no deja de mirar a Pinocho y reacciona frente a la dificultad; entonces, tomo la cabeza de la marioneta y a propósito la golpeo contra la pared, mientras el muñeco se queja y exclama: “Me caí, estoy enredado, uyyy…uyyy…”. Al decirlo, hago que se golpee la cabeza contra el suelo. Los papás reaccionan: “No Pinocho, no lo hagas, que duele”, dice la mamá y el papá afirma gestualmente. Al mirar la escena, grito como esteban: “¡Qué dolor! ¡No, Pinocho, no! Me duele a mí, ¡ay, ay, cómo me duele, ay, ay!”.
Tamara participa de la escena; finalmente, logramos desenredar los hilos y la marioneta se lanza “libremente” por el tobogán. A continuación, la niña mira unos marcadores, los toma y traza rayas sobre unas hojas que encuentra en el escritorio. Pinocho se acerca y, lentamente, empieza a pintarlo a él también; entonces, como marioneta, exclamo: “Qué lindo, me encanta que me puedas pintar, me da cosquillas… ¡me gusta!”. Poco a poco va pintando con diferentes marcadores y todo el cuerpo, la nariz, la cara, las manos, la panza y los pies toman otro color. Hay un instante de tiempo gozoso, agudo, como contracara del dolor. La pequeña niña sale del cuerpo a través del trazo, lo trazado desborda la imagen corporal hasta hacerla existir en la marioneta.
En un momento, sin querer, dibuja también mi mano, la que sostiene a la marioneta. Mirándolo, le digo: “Me gustan también tus dibujos y rayas” y le ofrezco la mano. Ella, contenta, garabatea por mi brazo, los dedos, las uñas; señala a la mamá, cambia el marcador, dibuja el codo, la otra mano y hace lo mismo con el papá. Todos quedamos marcados, rayados, dibujados.
Tomo el marcador; en ese instante ella abre la mano y en su palma dibujo un redondel; mientras hago el trazo canto una canción: “Le hago una carita… y unos ojitos… son muy divertidos… y una boquita”. La plasticidad de la escena deviene la intensidad de cada juego, los garabatos tejen una red invisible, a la vez cómplice y eminentemente secreta. El tiempo compartido produce un “entre”, al ligar la sensación corporal, cenestésica y sensoriomotriz al placer de la realización.
En diferentes oportunidades, la marioneta de Pinocho acompaña las escenas que monta Tamara. Se tira por el tobogán, le damos de comer, entra a una casita-carpa con nosotros… Pero, en algún momento, frente a alguna negativa o imposibilidad, hago que el muñeco se golpee la cabeza. A lo que, inmediatamente, reacciono expresando, dramatizando el dolor: “¡Ay, ay, no, no! Pinocho, me duele, ¡ay, ay, ay!, me duele que te golpees”. Al mismo tiempo, juego el golpe (como muñeco, grito, siento el dolor) encarnándolo en la experiencia escénica.
Más tarde recibo un llamado de la mamá que me narra cómo “Ahora Tami agarró un peluche que ella adora e hizo que se golpeaba la cabeza, igual que haces vos con Pinocho. No lo podíamos creer, estaba jugando con el muñeco a golpearse, y casualmente nos parece que se está golpeando menos, venimos con varios días sin que lo haga”.
En un destiempo, ya no en el consultorio, Tamara puede empezar a desdoblarse en otra que ella no es, en un peluche o un personaje que personifica el dolor de existir sin dolor; aquello irrepresentable del sufrimiento empieza a poder representarse en la gestualidad. La intensidad extrema, insoportable del golpe dramatizada en el muñeco tiene otro sentido; expropiado del cuerpo de ella, pasa desbordante a otra escena.
La alteridad de la experiencia hace que la pequeña encuentre el placer del deseo de desear, lo pulsional sin dudas genera un prisma temporal que, en un contrapunto dramático, se opone al golpe doloroso del goce agudo sin dolor, encapsulado en un tiempo que se encierra a sí mismo.
Los cristales del tiempo son una experiencia fecunda, afectiva, a atravesar, la potencia creadora e indeterminada de salir del cuerpo y dirigirse al otro a través del gesto ficcional genera el devenir, divide lo temporal. Produce en el hacer la puesta en juego de un acontecimiento después del cual, en la aventura, nada será igual.
Los niños realizan el tiempo; nacen sin recuerdos, para luego recordar lo que indudablemente ya se ha perdido. Crean una existencia inexistente, giran el reloj de arena y la temporalidad vuelve a caer. Peter Pan no podía girar el reloj de arena. Sin la anterioridad y los recuerdos, no quería crecer. En un pretérito sentido, naufragó en una isla del tiempo de la que no podía salir.
Al atravesar los cristales donan afecto, no lo establecen ni lo miden, lo que fue en lo no desplegado de lo que aún será origina un futuro en un pasado que vendrá. El país de Nunca Jamás es un territorio que separa, escinde el presente (lo actual) del pasado (virtual), tiende un puente entre el mundo de los seres vivos y el de los niños huérfanos, perdidos, abandonados, los “sin futuro”. Este país es un refugio y una defensa, expulsa a cualquiera que deja de ser niño. Es un lugar, un territorio al que se llega pero de donde nunca se puede salir.
La memoria no está en el niño: es él quien se mueve en ella a medida que se lanza a jugar. Cuando no puede hacerlo, cristaliza el tiempo sin marcas, más bien permanece, dura y desliga, escinde la historicidad hasta producir la plasticidad estallada que hace de lo anterior un horizonte de sucesos imposible de resignificar o recuperar, como le ocurre a Peter.
El tiempo sufriente de la infancia enmarca la inmovilidad frenética, móvil, extática. Es como una pequeña ruedita que aloja a los hamsters para que se muevan y entretengan. Ella gira y gira velozmente, consume al cuerpo, la postura, la imagen. No se desplaza ni se desliza. No llega ni va a ningún lado. Fractal, mueve y mueve la rueda en la anónima temporalidad, se basta a sí mismo, crea el solitario país de Jamás Nunca.
La plasticidad de la experiencia del tiempo
Tamara y sus papás llegan a la puerta del consultorio, no me ven, tocan el timbre… Se fijan dentro del bar que queda al lado… Entran al supermercado, hablan con Tamara y escucho que dicen: “¿Dónde está Esteban? ¡Se escondió! ¿Lo llamamos por teléfono?”. La pequeña sonríe. La mamá, el papá y ella siguen la búsqueda, los padres llaman por celular: “Esteban, no te encontramos, ¿dónde estás?”. Respondo: “Estoy por la esquina, tienen que buscarme…”.
Riéndose, los tres salen de la mano hacia una de las esquinas. Por el celular, seguimos conectados, exclamo: “No, es para el otro lado, estoy escondido en la otra esquina…”. Desconcertados, giran, mirando hacia todas partes, le dicen a Tamara que hay que ir para el otro lado, pero al llegar no alcanzan a verme porque ya crucé la calle y me oculta un árbol diferente. “No te vemos”, dice la mamá. “Les doy una pista: estoy enfrente, atrás de…”. “Vamos”, dice el papá; Tamara no deja de reírse, cruzan, aprovecho para esconderme detrás de un auto. Sigilosamente, se aproximan hasta que la mamá dice: “Tamara, está ahí, atrás del auto rojo”, los tres corren, me encuentran y festejan el descubrimiento. Había pasado un tiempo muy diferente de los 35 minutos cronológicos de la escena.
Cuando llegamos al edificio, después de esta recorrida, Tamara me da la mano y les digo a los papás que iremos solos y que nos esperen abajo. Llamamos al ascensor y subimos. Es la primera vez que jugamos en el consultorio sin que estén sus padres. Un cristal del tiempo intenso, íntimo, sostiene el espacio de una experiencia indeterminada