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o de una luminosidad agresiva, como si una bruma se elevara del suelo cuando clareaba. El muchacho había entrado al enorme abastecedor de Tsai, situado en la esquina más concurrida de Hawksbill. Saludó a los chiquillos que trabajaban atendiendo a los parroquianos y sin pedir permiso cruzó una cortina plástica hacia el interior del edificio, donde había una minúscula recepción y un puñado de cuartos que el chino alquilaba a los visitantes, usualmente americanos o europeos, gente que llegaba con enormes mochilas al hombro, ignorantes de lo que el pueblo ofrecía, seguros más bien de que se internaban en lo más primitivo que sus sueños les habían permitido. Algunos viajeros terminaban en Hawksbill por casualidad, otros porque alguien les había mencionado la existencia del paraíso en la tierra, pero todos se sorprendían al encontrar un pueblo con luz eléctrica, donde se podía ir al cine y beber agua de tubería. No entendían cómo había un par de camiones cuando los caminos apenas eran transitables, ni de qué artilugios se valía Tsai para ofrecer en su abastecedor lo básico para una vida civilizada. Aunque no lo admitieran, saber que existía un lugar como el del chino los aliviaba, pues podían cumplir sus propósitos de alcanzar un paraje virgen sin renunciar a las seguridades más elementales: comida, medicinas, techo, teléfono. Hasta los más tozudos, esos que levantaban sus tiendas en la playa sin consultarle nada a nadie, luego de dos o tres aguaceros se refugiaban en la pensión del chino y se volvían mansos y adorables.

      —Solamente tengo una reservación, pero la persona ya debió de haber llegado. No sé si vendrá –dijo Tsai mientras ordenaba papeles en su escritorio, más bien un pupitre que quizás perteneció alguna vez a la escuela local–. Un señor Natalio Rojas.

      Volvió a hacer una pausa, como si reflexionara sobre algún dato del cual no se hubiera percatado hasta entonces. El chino Tsai tenía una expresión un tanto neutra, pero aun así parecía estar conectando ciertos puntos. Según las malas lenguas su ojo derecho era de vidrio, pero ni Tobías ni sus primos habían logrado que se lo sacara en público. Así las cosas era difícil saber si el chino esquivaba la mirada de los otros o si esa suave ausencia correspondía más bien a una filosofía de la vida, al intento de observar lo que no estaba expuesto, aquello que se encontraba fuera de lo evidente.

      —Pero no te metás con él: la reservación la hizo Gregorio Malverde, es su compadre.

      Aunque no le gustara, Tobías era consciente de que debía respetar las normas del chino. Entre él y algunos jóvenes del pueblo había un acuerdo tácito que a todos beneficiaba. Muchos de los visitantes que se aventuraban hasta Hawksbill, gente que hablaba idiomas absolutamente crípticos como el sueco o el islandés, sabían, o llegaban a saber muy pronto, que la aventura no estaba completa sin relacionarse intensamente con los locales. Los muchachos se acercaban a los visitantes simulando cautela, fingiéndose tímidos o incapaces de entenderlos. Les hacían saber que estaban dispuestos a enseñarles las maravillas naturales de la zona, luego dejaban ver que la relación podía ir más allá, y que les encantaría complacer a los desarrapados visitantes si había dinero de por medio. Aunque muchos viajeros fantaseaban con hacer el amor en algún recodo de la playa, otros preferían la tradicional intimidad de un cuarto, y en Hawksbill no había muchas posibilidades. Pero la pensión del chino siempre estaba abierta, tenía una ducha comunal donde sacarse la sal del día, y no se hacían preguntas. El único teléfono público del pueblo estaba allí, y poco a poco empezaron a llegar llamadas, algunas para reservar un cuarto y otras para preguntar si tal muchacho o muchacha estaría ahí en tal o cual fecha. Sin pensarlo, sin discutirlo con nadie, Tsai empezó a separar habitaciones en espera de que las voces del teléfono se materializaran en huéspedes, a dar aviso a los jóvenes del pueblo y a hacer dinero extra. Luego impuso algunas reglas, pues no consideraba conveniente que los muchachos merodearan por su establecimiento como gatos hambrientos, deseosos de que alguien viniera a rescatarlos de Hawksbill. Tampoco quería hacerse de enemigos, aunque muy pronto se dio cuenta de que las familias toleraban en silencio las andanzas de sus jóvenes, pues a cambio recibían el dinero que ni la pesca ni la agricultura podían suplir. Al final todos sospechaban de todos, pero nadie decía nada. Tal vez la única dedicada a vociferar las malas costumbres de Hawksbill era Gema, la mujer de Gregorio Malverde, pero se decía que ella estaba loca y que también guardaba trapos sucios.

      Quizás por su juventud Tobías no había desarrollado suficiente cinismo como para dejar de creer, y todavía les arrancaba promesas a algunos de sus clientes: “¿Usted va a volver? ¿Llamará de cuando en cuando a preguntar por mí?”. Hasta el momento, todos habían dicho que sí antes de perderse en los misterios de ese mundo de allá afuera, en esas ciudades enormes que la mayoría de los visitantes juraba despreciar. “Por eso vine –decían–, a encontrar lo más puro, el origen, a encontrarte a ti. ¿Entiendes? ¿No? No importa, tampoco yo lo comprendo bien”. Después se marchaban con la ilusión de haber alcanzado lo más inefable, aunque fuera por un breve tiempo. Querían conservar la ilusión de un lugar perfecto, por lo tanto aislado y virgen de la corrupción del exterior. Quizás lo recomendaran a otros como destino, aunque muchos pensaban que el simple hecho de no nombrarlo garantizaba que quedaría intacto, protegido de todo mal, como una postal o una fotografía, a la espera de la vuelta del viajero. Claro que era un edén perverso, donde los jóvenes debían estar dispuestos a acompañar y a complacer, y donde se podía consumir libremente la droga que los visitantes cargaban en sus mochilas, o que lograba hallar rutas desde la frontera con Panamá o la esquiva ciudad de Limón.

      Y aunque el chino Tsai había prohibido las reuniones de muchachos en su establecimiento, Tobías y algunos de sus amigos se dejaban ver de cuando en cuando, ansiosos cuando pasaban semanas sin que nadie apareciera por la pensión o levantara su campamento en las proximidades de la playa. Por eso, unos días antes de que yo fuera a sentarme frente al mar, Tobías se había metido a la oficinilla de Tsai a indagar si alguien vendría pronto. Se había corrido el rumor de que unas mujeres se hospedaban donde los Malverde, pero nadie en ese grupo prometía ser un buen prospecto.

      —Las hijas de Gregorio –le explicó el chino sin dejar de revisar sus papeles–. Otros parientes, no sé cuántos. Una reunión de familia, me parece–. Luego volvió a sus papeles agitando la cabeza.

      —Señoras mayores, como las de antes. Aparte de eso solamente tengo una reservación, pero la persona…

      Una vez terminada la conversación Tobías salió al abastecedor. Mientras esperaba que la hija del chino le vendiera un cigarrillo, se quedó mirando a un muchachillo que compraba dulces por montones. Podía tener unos catorce años, pero el acto mismo de escoger confites y chocolates con tanto afán lo hacía parecer aún más joven.

      —Para las primas –se disculpó el chiquillo devolviéndole la mirada. Sus ojos eran café claro, grandes, quizás muy tristes para su edad. Había en ellos una especie de brillo que a Tobías le resultaba familiar. Le recordaba a otros visitantes que habían encallado en ese fin del mundo. Muchos se quedaban paralizados al descubrir que el último sendero de sus fantasías moría justo al pie del mar, y que tal extensión de agua era, en efecto, un obstáculo insalvable para sus sueños. Ya no se podía tomar el siguiente avión, no había otro tren u otro trecho para seguir andando. Las pequeñas embarcaciones de Hawksbill no se aventuraban en aguas demasiado profundas. Eran barquitos que siempre necesitaban volver con algo de pesca en sus entrañas, para luego dormitar en la playa sin gloria alguna. Por eso casi nunca transportaban extraños sin rumbo. Entonces los aventureros se daban cuenta de que no les quedaba más que regresar: volver hasta la calle central de Hawksbill, luego por el camino hasta la orilla de un río de aguas achocolatadas, donde unos hombres de piel endurecida los trasladarían en balsa hasta el otro lado. Después los viajeros tendrían que subir una pendiente y esperar a que pasara el siguiente tren rumbo a Puerto Limón. Pero antes de emprender el regreso muchos se sentaban a llorar en la playa, abatidos por la imposibilidad de seguir adelante, detenidos al fin en esa carrera contra sí mismos, en su necesidad de avanzar. Era en ese momento que los muchachos del pueblo se acercaban, y sin hablar mucho les ofrecían otras posibilidades de viaje.

      La experiencia le había enseñado a Tobías a interpretar esa desolación de los desconocidos extraviados en sus propios delirios. Apostaba cuáles serían sus intenciones, incluso cuán lejos podrían llegar. Y en ese chiquillo que acarreaba una enorme bolsa de dulces pudo ver la misma sed, la contenida desesperación

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