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a quienes les había advertido de la vocación temprana de su nieto. Él simulaba humildad bajando la mirada, complacido por agradar a la anciana. Algunos sacerdotes apenas le prestaban atención. Otros, sin embargo, lo miraban fijamente, como intentando descifrarle el alma. Incluso hubo uno que le puso la mano en la mejilla y le dijo a la abuela: “Tiene piel de porcelana, de querubín. ¿No ha pensado llevarlo como figura bíblica a las procesiones de Semana Santa?”.

      A ese cura no lo volvieron a ver nunca más, y la abuela le hizo prometer a Chalito que no le contaría nunca a Ada de la mano en la mejilla ni del comentario de los querubines.

      —Si alguno de ellos se pone demasiado cariñoso te venís de inmediato a decírmelo –le ordenó–. Nunca le permitás confianzas a nadie, ¿está claro? No te dejés tocar porque el diablo, a menudo, se encuentra en las manos de las personas…

      Chalito hubiera preferido preguntarle más sobre eso del demonio y las caricias, pero entendía que con los adultos era difícil hablar de ciertas cosas. Como para cerrar el trato, la abuela lo abrazó, lo llenó de besos y le hizo un regalo. Él lo aceptó gustoso, a fin de cuentas le encantaba sentirse recompensado, pero puso el obsequio en un lugar donde Ada no pudiera encontrarlo. Nunca le dijo a la abuela que la caricia del cura había sido importante para él. No le había despertado ninguna vocación sacerdotal, pero sí una inquietud que hasta ese momento, sentado en la playa, aún necesitaba explicarse. Jamás le iba a confesar a la abuela que aquella mano tenía una suavidad que no había sentido antes, así como un olor muy sutil, apenas presente, que le había entrado por el cuerpo hasta la memoria, pues a veces, en las circunstancias menos esperadas, podía recordarlo, y años más tarde soñaría incluso que los dedos de esa mano se deslizaban por su rostro hacia sus fosas nasales, luego a su boca, donde empujarían suavemente para entrar y obligarle a morder.

      Pero los recelos de la abuela, quizás hasta un presentimiento, enfriaron poco a poco la costumbre de frecuentar curas, y cuando Chalo debía elegir dónde continuar su educación secundaria los colegios católicos quedaron descartados de plano. La abuela se había comprometido a correr con los gastos de la educación del chiquillo siempre y cuando asistiera a una institución de ese tipo, ojalá un internado para quienes tenían vocaciones sacerdotales. Sin embargo ahora se retractaba aduciendo que se había empobrecido mucho desde la muerte del abuelo, que la Iglesia se estaba llenando de comunistas, y que sus preferencias por un nieto le traerían sin duda conflictos con los otros. Para el chiquillo las explicaciones estaban bien, no así para Ada, quien sumó otro agravio a una lista ya de por sí demasiado larga. Nuevamente la abuela había fallado, y el padre del chiquillo otra vez se había mantenido en silencio, como si no importara. Así las cosas, en el más reciente intercambio de reclamos entre Ada y su esposo, la promesa incumplida de la abuela había salido a relucir con toda crudeza. Ada le echó en cara a su marido la tacañería de su madre, lo beata e hipócrita que era, las constantes humillaciones. Le puso como ejemplo las mentiras, haber engañado a Gonzalo con la ilusión de ir a un buen colegio católico y no a uno público, donde no se aprendía nada porque solo chusma asistía a ese tipo de instituciones. El padre del niño, por primera vez en años, dejó de simular que la cosa no era con él. Se levantó, se puso la chaqueta y dijo que ese asunto no podía quedarse así y que iba a discutirlo con su madre. Salió, pero esa noche no fue a casa de la abuela, ni al día siguiente ni el día después. Tampoco volvió con su esposa y su hijo. Entonces Ada le pidió a Chalito que indagara con disimulo si donde la abuela se sabía el paradero de su padre. “No le diga nada a esa señora”, le advirtió. “Va, se fija y viene y me cuenta”. Chalo se pasó tardes muy intranquilo, intentando averiguar de su papá sin mencionarlo siquiera. Se iba a rezar con la abuela, pero en realidad lo que trataba de hacer era descubrir una señal, algo que diera cuenta de su paradero. “Tal vez no sepa de papá”, le decía Chalito a su madre, pero Ada le respondía que todos los de esa familia se tapaban con la misma cobija y no se podía confiar en ellos. “Pero se equivocaban si esperan verme humillada –murmuraba como para sí misma–, se equivocan”. La abuela, por su parte, seguía con las oraciones y los pequeños regalos como si nada estuviera ocurriendo. Tal vez estaba más triste, o le había dado por fumar más cigarrillos de la cuenta, o simplemente sus momentos de reflexión y silencio se estaban alargando más. Fuera lo que fuera, el chiquillo percibía la tensión y se sentía culpable.

      Al poco tiempo Chalo notó que la ropa de su papá iba desapareciendo de la cómoda y del clóset. Nuevamente le correspondería indagar con disimulo lo que ocurría. No encontró rastros de ninguna fogata en el patio –ya una vez Ada había quemado ropa de su esposo en un rito de purificación: “Huele a la otra”, repetía para desconcierto del chiquillo–. Quizás la basura, o los mendigos del barrio, o las ventas de cachivaches de los sábados. Al final descartó esas posibilidades, pero no se atrevió a preguntarle nada a su madre, a quien sorprendía murmurando reclamos mientras hacía los oficios domésticos. En esos largos soliloquios, Ada ponía el mundo en su lugar. Les hacía saber a los malos –la abuela, el padre ausente– lo que se merecían: reclamos por haberlos dejado a ella y al niño solos, pasajes bíblicos sobre la ira de Dios, las razones para rechazar supuestos intentos de reconciliación, su anuencia a vivir en pobreza antes que humillada. Mientras iba de habitación en habitación arrastrando su perorata, Ada dejaba los pisos inmaculados y los muebles sin una pizca de polvo. Nunca miraba atrás como lo hacían las amas de casa de los comerciales, ellas siempre orgullosas del trabajo bien ello. Ada simplemente avanzaba mecánicamente, con el músculo y la dedicación en un lado, con el corazón y la fantasía en otro. Chalito no necesitaba volverse invisible, si se quitaba del camino era suficiente. Tomaba nota mental, o se sumía en su propio mundo con los libros que de cuando en vez le regalaba la abuela, o las películas en blanco y negro que transmitían al mediodía por televisión.

      A los días pensó preguntarle directamente a su padre. No era necesario ser muy inteligente para tomar ese camino, pero aparentemente a los adultos no se les ocurrían tales soluciones. Cuando se armó de suficiente valor se desvió a las oficinas de gobierno donde trabajaba su padre en lugar de seguir derecho hacia el colegio. Pocas veces había entrado a ese edificio de ventanales enormes y sucios, pero recordaba unas escaleras, una banca junto a una puerta con el vidrio quebrado, un mostrador y luego filas de escritorios donde hombres de corbata y algunas mujeres hacían cuentas en calculadoras mecánicas y compartían ruidosas máquinas de escribir. Nadie lo reconoció, ni él supo señalar dónde podía estar su padre entre tanta gente. Finalmente un hombre que traía una bolsa de papel húmeda por la grasa lo invitó a pasar. Se fue adelante sacando empanadas fritas de la bolsa, repartiéndolas a sus compañeros, a quienes les preguntaba dónde estaría el papá del chiquillo. Algunos se encogían de hombros, otros hacían bromas–se fue con la novia a tomar café–, unos pocos miraban a Chalo y le sonreían. “¿Y vos cuál de los hijos sos?”, le preguntó una mujer. “El único, soy hijo único”, respondió Chalito sin pensarlo mucho. La mujer se puso roja y miró al hombre de las empanadas, quien se limitó a hacer un gesto que Chalito no pudo entender. Finalmente le ofrecieron una silla frente a un escritorio lleno de papeles apilados en un aparente orden. No había fotografías, nada personal, como si quien trabajara ahí no quisiera apropiarse de un mínimo espacio sino más bien ser parte de ese todo neutro de las grandes oficinas. “Lo busca un muchachito, dice ser su hijo”, oyó a sus espaldas. Chalito se sintió observado, pero no volteó a mirar. Unos minutos más tarde su padre tomó asiento, pero antes de hablar se dedicó a manipular la pila de papeles como si buscara un documento imprescindible. “¿A qué viniste, Gonzalo?”, su padre no dejó de manipular papeles, tampoco miró al chiquillo directamente a los ojos. “Mi mamá necesita saber cuándo va por el resto de las cosas. Quiere que yo esté allí para decirle adiós”. El padre dejó ir una media sonrisa. “¿Así que ya sos el hombrecito de la casa?”. Chalo se encogió de hombros, pero su padre no lo vio o aparentó no verlo. “Pues mañana a la hora de la comida”, dijo antes de levantarse e irse sin ningún documento, dejando intacta la pila de papeles.

      Ese chiquillo que soy yo mira la distancia hasta la puerta con el vidrio quebrado, y le parece insalvable. No se siente capaz de cruzar por entre las filas de escritorios, se lo pueden comer las miradas o la indiferencia, a fin de cuentas son dos caras de la humillación. Había entrado al enorme salón sin ser nadie, había llegado hasta el fondo convirtiéndose

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